CANIBALISMO EN RED (2004)

Los europeos no solían practicar el canibalismo, al menos hasta que no llegaron a ser perfectamente civilizados.

De esta equivalencia entre practicar el canibalismo y pertenecer al nivel más alto jamás alcanzado por la civilización surge sin duda el problema: desde un punto de vista meramente convencional no podemos conciliar los dos extremos.

Y sin embargo, el alemán Armin Meiwes sí pudo realizar la gran síntesis. Este hombre, recientemente condenado a ocho años de prisión, asesinó, descuartizó y devoró el cadáver de otro tipo, con quien se había puesto en contacto por Internet, a fin de llevar a cabo, con el consentimiento de la víctima, un acto de canibalismo como complemento del acto sexual.

El acto sexual debía ser llevado al límite: el otro debía ser incorporado carnalmente por el oficiante. Lo que hay implícito aquí es el paso de lo simbólico a la literalidad profana de un acto sin definición antropológica. Es decir, se trata de un acto que, por esta ausencia de definición, por esta pérdida de “contexto antropológico”, reivindica un tipo de interpretación a su medida.

En ninguna legislación europea se recoge como figura delictiva el canibalismo como tal, razón por la cual Meiwes sólo ha podido ser condenado por homicidio con consentimiento de la víctima, es decir, algo parecido a la cooperación al suicidio o a una forma casi atenuada de eutanasia.

El vacío legal se corresponde perfectamente en este caso con el propio vacío moral de una sociedad que en su conjunto evoluciona en la atmósfera enrarecida de la “desregulación antropológica”: la bajísima definición de lo humano, que implica el sobreseimiento nivelador de la diferencia antropológica, necesariamente desemboca en la liquidación de cualquier propiedad genérica del hombre.

Por lo tanto, el acto de Meiwes es sintomático y apunta a realidades profundas que no pertenecen al orden jurídico, moral o psicológico, sino a la desestructuración y deconstrucción del orden simbólico en sociedades donde no hay lugar para el espesor de las formas arcaicas. Ahora bien, éstas retornan como aberración o patología, o simplemente como ejercicios ininteligibles de vinculación con experiencias extremas que la opinión pública se limita a clasificar con la palabra de “morbo”, en la que se sobreentiende precisamente esta dimensión ocultada.

La transgresión es buscada como medio de restauración del sentido pero sin ninguna cobertura verdaderamente ritual o ceremonial, es decir, “religiosa”. Tampoco el acto de Meiwes es la forma extrema y concluyente del sadismo, si bien no hay duda de que todo apunta a esta dimensión: la incorporación material de la víctima excede el placer de acabar con ella una vez que ha cumplido su función de instrumento por el que el deseo violento da un rodeo para encontrarse a sí mismo.

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