EL EXTERMINIO POR LA RISA (2001-2002)

Que el hombre sabe y puede aguantar cualquier cosa, eso lo demuestran no sólo las guerras contemporáneas y todas las formas de liquidación que ha llevado a cabo el Sistema Capitalista a lo largo del tiempo de su dominio, extensa e intensivamente, sobre otros pueblos y sobre nosotros mismos, miserables europeos.

Pero la era de la violencia y la disciplina ya han pasado.

De entre todas las estrategias de exterminio programado, nada puede compararse a la tarea que se le ha encomendado a los medios masivos de comunicación: un concurso de la tele, por ejemplo, basta para destruir hasta el sentido más arraigado de la realidad de que uno pudiera aún disponer. Y no se trata de evasión ni de ningún principio de placer opuesto al de realidad.

Ningún humanismo moral o filosófico se hará cargo de esta destrucción pasiva, ni tan siquiera se dará cuenta de que el hombre sólo puede sobrevivir como hombre, no en función de sus cualidades propias, creativas y constructivas, (suponiendo que existieran, lo que no está tan claro), sino en función de su capacidad de expulsar cuanto se le ofrece, su definitivo poder de expulsión, ya no de resistencia, de todo aquello que abominablemente se le introduce, se le incorpora por todas partes como espacio lúdico de animación y entretenimiento, de información y saber.

Mucho peor que la explotación, que ya no existe aquí, mucho peor que la opresión, que tampoco existe, es esta extraña integración en una modalidad de lo real impensada, en una especie de irrealidad que quizás tan sólo sea la forma última de la realidad como verdadero espacio de la liquidación y el exterminio de la racionalidad social por sí misma, aunque nadie puede aún imaginar el grado increíble de expulsión que poseemos para no dejarnos atrapar en esos límites desdichados del espectáculo y el embrutecimiento.

Hoy ya no hay resistencia, el conformismo es la máscara que nos ponemos para sobrevivir, para no ser afectados por el cúmulo de solicitaciones y demandas que nos distraen como señuelos esparcido por todas partes a fin de no sabemos qué objetivos criminales.

Es divertido, entretanto, observar los intentos de los intelectuales, desde ahora ya siempre frustrados y en paro técnico, por concederle un “estatuto” de subjetividad al individuo en la era de las masas distendidas y narcisistas: una impostura semejante sólo se explica por el espíritu obtuso de los “ilustrados” con respecto al “pueblo”, su incomprensión voluntaria del carácter esencial de nuestro tiempo histórico, prendidos como siempre con alfileres a las faldas de un universalismo abstracto que es el mal a posteriori de la secularización del cristianismo que se viene llevando a cabo desde el siglo XVIII.

Es, desde luego, muy problemático suponer que existe en nosotros alguna capacidad racional deliberativa que nos protegiera mágicamente de este tiempo de irrealidad impuesta a la fuerza, y no es menos aventurado imaginar que se trata, como siempre, de meros efectos ideológicos que un análisis concienzudo revelaría como tales, y podría desmontar, devolviéndonos a la “verdad”.

Si tal disposición existiera realmente, la de una racionalidad universalmente válida, la vida sería insoportable, al menos la vida que se nos ha impuesto hoy, insoportable en el sentido de que no habría respuesta humana a esta devastación.

Monstruoso e inmoral es intentar combatir la irracionalidad apelando a aquello mismo que la produce como residencia secundaria del hombre.

Abajo cualquier “dialéctica” negativa de la razón.

Desde la teoría situacionista del espectáculo, muy superior a los análisis marxistas convencionales, debemos asumir como punto de partida de todo análisis de la representación “social”, el principio de que la forma y el contenido de lo ideológico están, por así decir, en un estado de colusión, que impide desde el comienzo situar un origen a los procesos de dominación. La “ideología vivida” es el espectáculo como tal espectáculo, es decir, la irrealidad vivida como realidad, sin más accesorio.

Pero esta irrealidad no sustituye a la “verdadera” realidad, no la suplanta y la traspone en lo falso, en lo no-vivido, sino que, lisa y llanamente, la extermina, y no hay que buscar un lugar libre de tal exterminio, un espacio donde subsistiera una verdadera sociabilidad, una verdadera comunicación, una verdadera “experiencia” de la vida. Es el sueño hipnótico de todos esos buenos valores lo que nos embrutece empequeñeciendo el alcance de la devastación.

Lo que quizás existe en todos nosotros, en tanto soportes receptivos de los medios, es precisamente la virtud que expele, la acción del vómito, la repulsión que, no obstante, no piensa lo que repele, sin drama, sin apenas cinismo ni ironía, tan sólo el acto puramente reactivo de la expulsión refleja, nuestra más genuina protección involuntaria a todo lo que nos cerca con la intención de informarnos, distraernos, decirnos lo que queremos y lo que no queremos, lo que pensamos y no pensamos.

No es, por tanto, desde la subjetividad moral desde donde debe colocarse el dispositivo de análisis de los “efectos” mediáticos, suponiendo que éstos existan “realmente”.

Si así fuera, la destrucción y el exterminio mental, moral, vital, siempre denunciado como “alienación” del sujeto, no sería en el fondo algo por lo que preocuparse, algo contra la que contender armados para la defensa con las buenas monsergas dialécticas de la subjetividad; sería algo muy diferente lo que debería entonces intranquilizarnos: el hecho de que algún día ya no quedaran fuerzas reflejas de reserva suficientes para expulsar “lo real” y remitirlo a su auténtica función como forma de poder y dominio sobre sus “creyentes”. Reversión del poder por el vacío de sus efectos.

Tal cosa, afortunadamente, está sucediendo ya, desde el momento en que nos convertimos en pantallas de nuestras pantallas, es decir, en superficie que absorbe y expulsa, puntos ilocalizables del sentido en un plano donde nada significativo se intersecciona, anestesia general que sirve a su vez como estimulante. Pero no hay que apresurarse demasiado: convertirse en pantalla es un medio de salvaguardar el secreto del sin sentido que se nos impone como colmo de realidad, como conminación brutal de auto-objetivación instrumental.

Por otro lado, si no hay conciencia ni voluntad frente a la pantalla, eso es porque nosotros mismos somos la pantalla, dentro de nosotros ya sólo quedan pantallas, un mecanismo infalible de registro automático que no nos afecta en nada, que no tiene ningún poder «real», pues se funda en la reproducción de lo irreal como forma contaminante de lo real. La neutralidad fascinante de la memoria de un microprocesador es nuestro modelo: como él, en nosotros la información y el espectáculo, la opinión y el saber, circulan de un modo purificado de toda adherencia de juicio o criterio, de elección o arbitrio.

El funcionamiento de INTERNET es otro modelo de lo mismo, por ahora el más perfecto. Esto no es alienación de un sujeto, sino exterminio de un sujeto, desaparición y cortocircuito de un sujeto consigo mismo, abolición indiferente de sí mismo por la pantalla, triunfo del “medium” y la forma mediática sobre la voluntad y la representación de un sujeto vaciado por un objeto que lo reversibiliza.

Heidegger ya preveía que la forma de la representación, en cuanto culminación de la “metafísica de la presencia”, abocaba necesariamente a un mundo cibernético donde todo devendría a su vez “presente”, todo sería forzado a “representarse” como presente para un fin inmediato de consumación y extenuación de su sentido, un mundo donde no habría nada que pudiera ser diferido, un mundo donde la perspectiva del tiempo se habría retirado, un mundo donde el “proyectarse” del hombre sería ya siempre retomado por la forma técnica de la determinación exhaustiva de lo existente.

Pero todo esto no hay que verlo desde una negatividad cualquiera, desde un pesimismo banal, si se acepta como buena la esperanza de que la capacidad de expulsión y repulsión sean tan fuertes en nosotros como sus contrarias, y quizás aún más poderosas desde su silenciosa estrategia de reversión.

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