I Como solía, en su remanso inquieta la tarde de un otoño contraído a fuego de carne amansada, trenzaba la corona de un sol caído sobre lo impensado, mientras nadie apagaba las luces de sus ojos, detenidos en cercos de llanto sin dureza. Como solía también yo, volver a la llamada con el corazón rodeado de multitudes opacas, figura del ascenso o un rapto mezquino en su abandono de boca torcida y noche devuelta a los otros sueños sin alba apenas cálida. II A lo largo de encantadas vías brillantes por ciudades emergentes cuando el día impone un desorden quieto a la muchedumbre, la llama nocturna se apaga en mi boca, y el lenguaje transcurre en un intercambio banal. Pálidamente se encadenan palabras como murmullos y lo irreal prorrumpe, suspira, patea el ámbito cercado de los sueños aventados por manos obscenas. Esa emboscadura del deseo que juega al cansancio de contarte, cuando la búsqueda ignora su límite y el invierno muerto de la carne conspira entre papeles mojados. III No está cansada la piel, sino el tacto, como el sol pasa entre las ramas: la verdad del cuerpo es su ausencia. No está cansado el mundo, sino la mirada, nunca el lenguaje creó a su doble, ni la metáfora atrapó la imagen, porque el lamento olvida el buen orden de las cosas maduras y suficientes. Conocimos, recuérdalo, el murmullo de las estaciones, el óxido pacífico de la mentira, la negación del ángel y su dolor de grito inaudible, cuando la noche inunda la vida de soles muertos y cenizas ceremoniosas. IV En algún confín, la ciudad acaba entre la luz vesperal contenida, apenas ya la sombra avanza y arrastra el viento humedad de invierno. No hay música que detenga lo que nadie decide, no es la hora del poema o su doble, de la búsqueda insensata de un orden caído, sino el momento de comprar alguna medicina, porque las noches son largas y lentas en febrero. Los cabellos acariciados no despertaron otro brillo, pero hacían esas noches más sabias de inquietud, a pesar de las vastas lecciones de gramáticas moribundas. V Y tú, de tantos otoños de juventud, mujer oculta en el abandono último, ¿qué ibas a esperar si sólo conociste la fría mansedumbre de los despoetizados, su astuta indisposición moral y sus desintegradoras duplicidades, convenientemente simuladas en apariencias deshonestas? Para que el poema nos reinventara hubo primero que inventar otro amor, casi tan falaz como el suyo; para habitar la vieja fábula, hecha de lluvias, inviernos y avenidas despobladas, en nuestra doble soledad compartida, hubo luego que imaginar otro dolor casi tan engañoso como el suyo. VI En esos días de lluvia inesperada sólo la luz vuelve a querer un cuerpo, cuando abril muda la piel y quisiera ser otra vez otoño. La neblina de la lluvia trasmite la fragilidad del cuerpo poseído, así como nervios invisibles que corta y deshace una luz fatal en la hora de la separación. He olvidado los paisajes, nadie puede inventar los vínculos cuando el lenguaje falta. VII Si el cielo se puebla de nubes ociosas la ciudad huye de las sombras, y ninguna lluvia detiene el orden de la violenta sumisión a lo impersonal. Que tú has huido también allá donde los niños andan felizmente descalzos y no quieren aprender inglés, con sus pantalones ligeros de lino sucio y los labios secos de aromas densos. Todavía es tiempo para que conozcan la nieve y el agua y otras estaciones y paisajes. Pero tú no eres maestra de la vida, ni de la muerte ni del amor, sólo podrías ofrecerles el desamparo y un poco del rencor encubierto con que hemos manchado nuestra propia inocencia, en esas ciudades ociosas donde los jóvenes como nosotros paseaban felizmente hastiados. VIII Convaleceremos horas llenas de ocio banal, sin esfuerzo, poco a poco se habrá desanudado toda virulencia afectiva; puesto que no hay que volver a vivir nunca más, deja que permanezca la verdad sin inquietud. Como ves, es fácil encontrar la muerte en las cosas que debía habitar la vida, e inesperadamente este rostro se ha hecho pedazos contra mal conquistadas vanidades de impostor grotesco. Pero de este amor no devuelto sólo permanecerán merodeos en torno y muecas aisladas, y sobre todo un poco de ese cansancio dominante con que los vivos gustan de fingir su viveza fastidiosa. Y a veces, cuando la tarde sin presagio vuelva a traer ese aire ya conocido con olor a mar y espera, bajo el calor de luminosas cúpulas comerciales o entre el pasaje con sabor a postal en calles vacías (en ciudades fantasmales y de pesadilla), sí, entonces, desearemos otras horas y otros climas, otros rostros y otras vidas, para rehacer el inventario azaroso de muertes y deseos y piedades y miserias y rodeos y mentiras: todas las argucias con que convocar al hada mala. Porque al final apenas nos quedará un poco ingrato el solo deseo del deseo, es decir, el recuerdo de haber deseado, único puente casi franqueable entre dos voluntades que ya no serán las nuestras.