INTROITO A UNA LÍRICA AMOROSA POST-IDEALISTA (2009)

«Todo lo hermoso y exquisito de la vida es una dádiva del azar”

 

Ernst Jünger, «Sobre los acantilados de mármol»

 

1

La poesía es un solo poema, tal como hay un solo sol en nuestro cielo.

Pero la poesía consiste esencialmente en el mostrar, en tonos y actitudes muy variados, una aceptación incondicional, no siempre serena, de los contrarios, en cuya eficacia simbólica como configuradores de mundo creo contra toda la evidencia de un mundo real, demasiado real, cuya mera condición pseudolúdica no oculta su estéril rigidez.

La poesía es creer en la dualidad profunda e irreprimible, diría irreductible, de todo; y, sin embargo, busco el momento de la unidad relativa de lo dual, espiando, armado de palabras, a veces vanas, justo el momento antes de que se separen los términos de esa dualidad, aun cuando sólo en la forma vacía de la separación tienen sentido para una razón a la que da vida lo mismo que la mata: el reunir lo separado es ya reconocer la prevalencia de lo separado, de ahí la eficacia y la debilidad de toda abstracción, la que finalmente ha conducido hasta un mundo sin sentido, pues lo que da sentido es tan sólo el principio de una originariedad de lo dual.

Y lo dual, para serlo, sólo puede manifestarse como ciclo de la devolución en la reciprocidad de un aparecer y un desaparecer, su forma pura: la respiración (aspirar, expirar) y la sexualidad humana más noble (entregar un cuerpo para recibir otro cuerpo) son otras tantas metáforas de este modelo mítico.

La regla absoluta es devolver lo que se te ha dado: nunca menos, siempre más” (Baudrillard).

De este desdoblamiento de mundo y razón, de espíritu y realidad, intento extraer, a través del afecto más puramente humano pero trabajado en el artificio, otro sentido, cuyo modelo y ejemplo no puede ser para mí más que una experiencia, tan mezquina, tan desolada y corrompida simbólicamente en nuestro presente, como el amor, cuyo único reconocimiento objetivo y público es precisamente hoy una instancia tan vacía que hace girar sobre los goznes chirriantes de su abismo domesticado a hombres y mujeres, que ya no se vuelven, o no saben o no quieren volverse, ricos y poderosos en la expresión de lo que viven, de lo que podrían vivir si todavía les quedara algo de imaginación, tiempo no meramente reproductivo y quizás auténtico deseo, espíritu de juego o festividad de una carne, hoy demasiado reblandecida por una aniquiladora molicie sin implicaciones ni complicaciones.

Me ha gustado a menudo imaginar una zona de indiscernibilidad, sutil y delicada, entre las sensaciones de placer y dolor. Entre los pocos segundos al producirse una herida por un corte muy fino y el momento en que aparece el dolor intenso hay efectivamente una zona de indiscernibilidad en que ambas sensaciones confluyen, se tocan y luego se separan, haciendo creer, para el sentido común de un principio de realidad muy corto, que nunca se dio un verdadero punto de contacto.

Más allá de lo neurofisiológico, se trata de una propiedad esencial del funcionamiento de todo el campo espiritual: ambivalencia y profunda equivocidad, carácter paradoxal eminente que sólo unos pocos espíritus bien dotados, verdaderos “esprits de finesse”, saben trasformar en una fuerza, catalizador de los afectos y los pensamientos. Antes de toda separación, hay una dualidad primitiva que sólo en un momento y, para él sólo, en el secreto, tiende a la unidad: no es nada sorprendente que su modelo mítico, y mucho más que mítico, haya sido siempre la forma de la unión sexual efímera de lo eternamente dual. Un modelo mítico que es también un modelo del mundo como forma pura del encadenamiento de todas las cosas: “eros” sólo lo hay de verdad donde se dan a la vez atracción y repulsión.

2

Deja que sea la sombra de tu sombra, la sombra de tu mano, la sombra de tu perro”. Versos finales de asombrosa enumeración degradativa en la célebre canción de Jacques Brel.

Aquello en lo que quiere convertirse el que ama, más allá o más acá de lo que ama: lo que ama deja de ser un “objeto” entre otros, su misma indiferencia (en la modalidad en la que se manifiesta) pasa a ser algo en sí mismo precioso. Amar aquello que ya no es nada, una sombra de un nombre, o de la propia sombra, incluso la sombra de una mano, de un perro –lo que cobra valor absoluto es que el nombre, la mano o el perro de la mujer a la que se ama son realidades sustanciales, en último término, como desesperación, son más reales que ella misma, su metonimia/metamorfosis. Ser algo para ella, aunque sólo sea una sombra de cosas suyas es, para el amante, infinitamente mejor que no ser nada: extremo de una degradación que es extremo de un amor, a propósito del cual no se puede decir nada más.

Esta degradación ya no lo es como “servicio” en la forma de la tradición del “amor cortés” ni tampoco en el modo de la posición meramente “subjetiva” del amante, clausurada sobre sí misma, intransitiva pero orgullosa, como en la tradición romántica moderna, porque el solicitar patético “ser sombra” representa la obsesión de alguien que ya no puede amar sino en la pura fantasía de la compañía, de la presencia. Pero eso es lo inverosímil de todo amor que se expresa en palabras: jamás se ama en todo momento, no hay fuerzas, ni recursos de fuerzas para tanto. Y, sin embargo, el poema tiene que decirlo tal cual: “yo sólo quiero ser eso y nada más, una sombra de algo que está contigo o cerca de ti; si me dejas ser eso, sólo eso, podré seguir amándote”.

Todo conocimiento del otro, a partir de estos versos, tan aparentemente sencillos, deja de ser oportuno, lo que únicamente pasa a tener sentido es una presencia en la que el otro se desdobla, porque incluso como mera sombra, el amor, en la intensidad del querer ser sólo y nada más que el otro, busca una permanencia: en la oscuridad innominada, ser tu sombra, para mí, que te amo, es todo. La totalidad de una ausencia es ser, cuando todo se te oculta y sólo sé que la oscuridad, la penumbra en que yo me voy a envolver para seguir a tu lado te pertenece y te acoge y, a partir de entonces, empiezas a ser lo que nadie más sabe que eres: un misterio que quiere serlo y no se entrega a nadie ni siquiera al que, engreídamente, en la posesión del saber inútil, imagina adivinar este enigma o aquel otro.

La única sabiduría es la de quien se oculta, no la de quien descubre. El que descubre permanece siempre a la luz y en la pura claridad de lo que descubre y ya ha sido descubierto.

3

Como veía Nietzsche, la mujer es para el hombre tanto más benéfica cuanto más fuerte es su “acción a distancia”: el placer infinito de la mejor coquetería femenina, la más afectada en su “naturalidad”, la más delicada y valiosa, consiste en provocar simultáneamente ambos movimientos de ánimo en el hombre. Esta coquetería atrae al hombre para rechazarlo, lo rechaza para atraerlo: este movimiento pendular de doble dirección, cuanto más refinado se presenta, tanto más exacerba la potencia creativa de la imaginación, la vuelve apta para venir en ayuda del afecto, que por sí mismo es esterilizador, pues de todos modos aparece siempre como un invitado intempestivo al que, tarde o temprano, hay que satisfacer.

Simmel lo comprendió y expuso con acierto:

 “Al terreno de las semiocultaciones espirituales pertenece una de las prácticas más típicas de la coquetería: afirmar cualquier cosa que no se piensa, la paradoja de cuya sinceridad queda en duda, la amenaza que no es seria, la autodesvalorización del fishing for compliments. El encanto de este tipo de comportamiento lo constituye el movimiento pendular entre el sí y el no de la sinceridad; el receptor se ve ante un fenómeno del que ignora si con él su interlocutor expresa una verdad o lo contrario. Así el sujeto de esta coquetería escapa de la realidad tangible a una categoría incierta, que contiene su verdadero ser, pero que no es inmediatamente captable. Una escala de manifestaciones graduales conduce de la afirmación, aún totalmente seria aunque bajo ella se intuya una cierta autoironía, a la paradoja o a la modestia exagerada que nos hace dudar de si el sujeto se burla de sí mismo o de nosotros; cada etapa puede servir a la coquetería, tanto masculina como femenina, porque el sujeto se oculta a medias detrás de su manifestación y nos provoca la sensación dualista de que en el momento de abrirse a nosotros se nos escapa de entre las manos.”

Por eso, el poema nace como un acto de amor, en el sentido estricto de ser engendrado por y para el amor, del que se alimenta y con el que crece. Nunca he podido experimentar un enamoramiento que no fuera al mismo tiempo creado por y para el poema: el poema certifica que hay “eros” y no una copia fraudulenta desencadenada por el mero deseo, un tipo de insatisfacción vacía muy a tono con el carácter pseudorrevolucionario y resentido de toda la Modernidad.

Como el redactor y protagonista del “Diario de un seductor” de Kierkegaard, el poeta es un hombre que ha decidido vivir entregando lo mejor de sí mismo -y tal vez también lo peor, porque se condena a una pasión reduplicada- a una extraña dimensión, la de la categoría de lo estético como estadio predominante para el despliegue de todas sus vivencias, un hacer esforzado que la experiencia misma se desenvuelva en lo estético. Por este motivo, los afectos sólo pueden tener como objeto aquello que el propio sujeto ha designado y entendido como estético: en este gran juego, de cuya seriedad extrema no hay nunca que dudar, la elección fundamental puede o no deberse al azar, pero en cualquier caso, una única mujer singular, incluso más allá de sus cualidades “reales”, debe convertirse en el espacio de este juego, tal como Cordelia lo es para Johannes.

Que el amante-seductor corra el riesgo de enamorarse es lo que su estrategia intenta evitar por todos los medios, pero el poeta, que no tiene el mismo objetivo que el seductor, pues su asunto no es tanto la verdadera seducción sino su encantamiento por las palabras, está destinado a devenir criatura círcea, no escapa a una potencia que no puede conjurar, podría pensarse incluso que sus poemas son gestos para matar el amor cuando se ha sucumbido a él y sólo queda contarlo a medida que se va desenvolviendo por caminos siempre inesperados: laberintos y encrucijadas de los que los poemas son el hilo conductor.

Infantes, septiembre-diciembre 2009

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