«La Nación Histórica española tiende al anarquismo cuando está demasiado mal mandada. Pero es tan sólida, que el riesgo de la separación de territorios es pequeño o inexistente. Sin embargo, según la lógica política, es susceptible de aumentar dada la falsedad del sistema, instalado en el desgobierno. Es eso lo que impide la constitución de un auténtico régimen político. Si se consolidan las oligarquías políticas particularistas, someterán al resto a un chantaje permanente, y si la Nación no se recupera moralmente, la amenaza de separarse, a la que podrían unirse oligarquías de otras regiones autonómicas, podría llegar a materializarse”.
Dalmacio Negro”, “El ciudadano, no los territorios, como eje de la política”, 2011
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Insinúo abiertamente que la actual sociedad española muestra una extraordinaria insensibilidad hacia toda manifestación colectiva de memoria histórica, incluso la más reciente y no me refiero a la impostada cuestión el franquismo y el antifranquismo.
Sea ETA, el sentido de la Transición o del franquismo, la herida incurable de la guerra civil, el hechizo de la Segunda República, sea cual sea el «recuerdo» del acontecer vivido o narrado, la sociedad salida de la experiencia vivida bajo las condiciones culturales y políticas del Régimen del 78 se muestra incapacitada de «experimentar» lo que es en tanto que ha devenido colectivamente un órgano de memoria que necesita reprimir todos sus recuerdos para seguir legitimando y soportando el régimen político que la ha destruido al privarla de sentido histórico.
Las tres generaciones que activamente conviven hoy en la sociedad española, cada una por unos motivos diferentes, están obligadas por las condiciones políticas impuestas, a reprimir la verdad de su memoria. La verdad de su memoria, de su identidad generacional está en todo aquello a lo que renunciaron porque se les obligó por un poder del Estado que nunca pudo ser cuestionado desde la libertad política reprimida y negada en 1976-1978 y por ello toda la vida pública nacional desde entonces parece momificada en forma de cuestiones absurdas, irreales y vanas que sólo conciernen a las burocracias de los partidos que entonces se apropiaron de la representación, del Estado y redujeron al silencio a una sociedad civil desde entonces servilizada.
Pero todo tiene su contrapartida y retorna, como lo reprimido de un deseo cuya violencia desborda todo los cauces normativos de la vida racionalizada. Y es exactamente eso lo que viene a significar el actual «problema regimental» del «secesionismo catalán», como una especie de sueño diurno que pone en cuestión todos los dispositivos de un ficticio Yo colectivo «Constitucional» que, al menor contacto dialéctico con la realidad, se viene abajo, como si una mítica Medusa se mirara al espejo. El Régimen de 1978 debe morir para que, tal vez, la Nación tenga una oportunidad de seguir existiendo. Así pues, en cierto modo, la vanidad catalana es como si una brecha se abriera en el casco de una nave sin rumbo.
La cuestión catalana, sólo ella, pero no sólo ella, debería significar para los sectores sociales más ilustrados y conscientes de la «Nación española» la necesidad, deber y exigencia de postular otro sistema político radicalmente distinto del actual. La consecuencia de no haber deseado e intentando, incluso con la violencia, la ruptura democrática entre 1976-1978, es, entre otras humillaciones colectivas, asistir a la cotidiana, razonada, bienquista y complaciente destrucción de la tierra, la cultura, la lengua y el Estado en que uno cualquiera, pobre español traicionado por todos, tuvo la desdicha de nacer.
Antonio García-Trevijano es el único pensador político español que ha producido una idea sana de lo que es la Nación y de lo que es su relación institucional con el Estado, puro artificio convencional, a través de los poderes «constituidos». Pensar a fondo esa relación y darle forma es una cuestión de vida o muerte para todo español bien nacido. El Estado «español» del Régimen del 78 es una máquina de guerra contra la Nación, como ya lo fue el régimen franquista, su modelo, su matriz y su espíritu inconfesado, del que la Nación histórico-cultural como realidad contingente considerada en su ampliación trastemporal es la base biológica y metafórica. La Nación es la continuidad histórica de un vínculo colectivo sin origen ni destino, un puro «factum» existencial como la filiación familiar de cuya fatalidad debemos hacernos cargo.
Los conceptos de Nación histórica, cultural y política no son realidades de orden natural, pero tampoco son artificios en el sentido restringido de instrumentos, herramientas, máquinas o cosas así. La Nación es una realidad «devenida», algo que ha llegado a ser a lo largo del tiempo en una lenta formación muy compleja a través de fuerzas históricas y acontecimientos contingentes. La Nación inventada o artificial es un producto de otro orden: la voluntad de oligarquías. Naciones verdaderas hay muy pocas. Naciones inventadas «ad hoc», casi todas. España debió pertenecer al primer grupo, pero ha acabado ingresando en el segundo, por razones históricas muy precisas que sólo pueden llegar a aclararse evocando los orígenes desmitificados del sistema político español hoy vigente. Por cierto, yo no empleo la palabra «Nación» en el sentido de Sieyès, porque este noble abate fue el responsable ideológico de la liquidación de la representación como principio personal y su sustitución por el mito del Parlamento como colectividad «soberana» en ausencia del «Pueblo» rouseauniano y demás coartadas de la autocoptación promocional de la primera clase política de la Modernidad.
Porque una de las cosas que más llama la atención del incipiente desenlace de la tragicomedia secesionista es la dificultad y el embarazo que causa en la opinión el reconocimiento de las verdaderas causas que la promueven y justifican objetivamente en la lógica interna de un Régimen político como el del 78. Un «dictum» de Trevijano puede dar lugar a la reflexión: «No quisisteis la ruptura democrática en 1976, así que tendréis que soportar la ruptura de vuestra Nación». La virtual secesión catalana es el producto más acabado del contenido esencial del Régimen oligárquico entonces instaurado. Y los españoles son responsables de él por su profunda miseria espiritual, activa en su muy negligente actitud frente al ámbito de la esfera pública.
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Debemos hablar francamente de ruptura setentayochista: diseño artificial de la distribución de poderes territoriales a cambio de continuidad reformada en cuanto a la organización de los poderes del Estado (control partidista unificado y compartido de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial). Hubo una profunda ruptura real y simbólica relacionada con el concepto de Nación política, pero una continuidad en el modo incontrolado del ejercicio del poder indiviso en manos del consenso de los jefes de partidos y sus burocracias prebendarias. Ese antidemocrático consenso oligárquico y la proscripción de la representación política constituyendo una Nación ficticiamente representada son las causas verdaderas de la posibilidad de todo proceso secesionista.
Las posibilidades de evolución de un Régimen político son muy pocas. Cambio nominal en la Jefatura del Estado, hecho; cambio cuantitativo en el sistema de partidos, hecho; cambio en el diseño competencial autonómico al límite, hecho o por hacer. A partir de ahí, poco más queda por hacer para optimizar la forma de gobierno. La reforma constitucional con que se planea «disolver» el carácter problemático original de la Forma de Estado y la Forma de Gobierno instaurados desde 1977-1978, cualquiera que ella sea, es por definición un suicidio, porque pone en evidencia ante la opinión el carácter puramente oligárquico, cerrado, endogámico y en el fondo autoritario y paternalista del Régimen. La secesión catalana y su obsceno ritornello es una de las últimas balas del Régimen dirigidas al corazón de aquello que su clase dirigente más desprecia: la Nación histórico-cultural.
Los puramente aparienciales dispositivos de legalidad y legitimidad siguen engañando a la mayoría, hasta el punto de que casi resulta imposible pensar fuera de ellos. Todo el mundo emplea las propias categorías y criterios de la clase política (Estado de derecho, Constitución, reforma de la Constitución, consenso, acuerdo, pacto, tolerancia, diálogo…) fingiendo ignorar que es a través de ellas como se lleva a cabo el engaño o «pia fraus» secular de la dominación política efectiva. En todos los artículos de opinión, y lo que es peor, desde la cátedra y el vacuo discurso de toda la clase política, se contrapone el «orden constitucional» a la «secesión», como si fuesen cosas distintas y el uno no contuviera a la otra como posibilidad inhibida pero explicitable con el paso al acto a través del atribulado concepto de «nacionalidades» en el atribulante texto constitucional.
La Constitución del 78 es ya la fuente de una corrupción intelectual de la que deriva una visión distorsionada de la Nación en tanto que estatalizada y del Estado en tanto que desnacionalizado, de ahí la confusión de la ciudadanía que se delata en encuestas y convocatorias electorales.
Un referéndum, de la naturaleza que sea, no puede ser constituyente de nada, pues todo referéndum es un acto a posteriori y lo Constituyente es el a priori absoluto. Ahora bien, respecto al funcionamiento actual del régimen español, el referéndum en Cataluña sobre su posible independencia y «constitución» como Estado «independiente» puede concebirse como «constituyente» en un sentido muy problemático: porque sería «constituyente» de la «destitución» de una Nación dada y, por tanto, del régimen político que la determina como tal, reduciéndola a contingencia histórica y artificio estatal. Toda una paradoja. Porque donde no hay libertad política, nada hay que constituir. Todo es constituido.
La Vicepresidenta del Gobierno de España, Soraya Sáenz de Santamaría, ha afirmado: “La iniciativa del Gobierno es señalar el cauce por el que la Generalitat debe regirse en un tema tan importante como es la ruptura de la soberanía nacional española.»
Existe, pues, un cauce para la ruptura de la «soberanía nacional». Bueno es saberlo. La posición gubernamental encarnada es convencional, pero sorprendente, si se rumia bien su contenido e intencionalidad. Resulta, pues, que todo es «negociable» si se siguen los «cauces previstos». Por supuesto, todo eso de la «soberanía nacional» del «Parlamento» es apabullante, si bien incierto. Todo es negociable, incluso esa presunta soberanía nacional. Lo que nadie dice es que en realidad tal soberanía no existe y que lo que se quiere decir es que, en efecto, la «soberanía estatal», eso siempre es negociable porque eso sí es repartible.
“Proyecto de España”, “oposición”, “gobierno”, “partido”, “parlamento”, «Constitución», «legalidad», «Estado de Derecho». Extraña terminología banal de sonoro retumbar. Puede ser que algo de eso todavía exista entre los jirones que dejó la ventisca. También puede suceder que, pese a la enormidad de medios materiales disponibles, no exista ya Sujeto soberano, ni Poder real, ni siquiera una vaga sombra de personificación de una última ilusión de Estado en la España actual.
Entre bambalinas está todo acordado siempre desde 1978. El referéndum secesionista es sólo un trágala ante una opinión pública carente de los instrumentos intelectuales mínimos para comprender el «envite». Si se estudiara toda la jerga empleada en «legitimar» el hecho, se observaría que ésta ya contiene en sí misma no la semilla sino todo el cuerpo de la independencia catalana. Lo único que se negocia en las sombras es cómo presentarla, «adecentarla», «expedirla», trasmitirla y reciclarla a la mayoría charnega deseosa de acoger el feliz desenlace. El resto es ruido y entropía domésticos para distraer a televidentes de Champions y vacaciones «pagadas».
El signo de verdadera disensión irresoluble entre facciones que ocupan el poder o desean ocuparlo es la violencia. Si no se desencadena la amenaza de violencia o uso de la fuerza es porque no hay ningún verdadero conflicto sino tan sólo una simulación calculada. La teoría de la conspiración es suponer «fuerzas ocultas» que actúan y deciden fuera del Estado. En España no es necesario suponerlo: tales fuerzas actúan y deciden dentro del propio Estado, de ahí las extrañas peculiaridades anómicas de nuestro régimen: conspira desde dentro de sí mismo a la luz del día y con propaganda pagada por enormes oligopolios.
¿Por qué luchan la facción oligárquica catalana y el resto de facciones oligárquicas del Estado? Por la «soberanía» que una de ellas quiere detentar en el territorio que se ha apropiado en virtud de los «acuerdos» que están en el origen del régimen del 78. Pues bien, que luchen a muerte, que reformen la Constitución, que «plurinacionalicen», que secesionen. Porque lo ideal es que las «fuerzas constituyentes» del régimen del 78 se despedacen y destruyan entre sí. Las palomitas no se van a acabar en el Cinema Paraíso
La envolvente estupidez política en que nos hallamos llega al punto de creer que lo diario que se reproduce a diario como tópico de pensamiento carece de efectividad y es una pura irrealidad. La estupidez es tal que resulta indiferente que «produzca» o no el «referéndum» sobre la independencia catalana. Lo determinante consiste en que ya, ahora mismo, se piensa como si se hubiera producido, es decir, imaginariamente ya se le concede «realidad». De ahí que la forma de plantear este asunto sea la verdadera victoria de quienes sostienen su defensa. La Nación española no existe desde el momento en que puede pensarse como no existente.
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El «Proceso Constituyente» español de 1977-1978 nunca se cerró, de ahí la virtualidad eminente de la secesión catalana y todo lo que se refiere a la organización «territorial» de un Estado nacional que la Constitución del 78 aplazó como «problema» para resolver en el futuro.
A la altura de 2017, tras 35 años de «proceso autonómico», el Tribunal Constitucional todavía no ha conseguido distinguir entre una «competencia exclusiva» y una «competencia concurrente» en el conflicto entre «Estado» y «Autonomías», pero los Catedráticos de Derecho constitucional y administrativo definen el Estado español por analogía con los Estados federales, ya que el texto constitucional no contiene indicaciones sobre el tipo de Estado que define cuando habla de «competencias». España: un asunto de «competencias» que nadie sabe a quién corresponden, pero los hermanos de los Sánchez encuentran trabajo.
Si se entiende que la elaboración de la Constitución de 1978 fue, desde el origen mismo de su concepción por consenso de partidos convertidos en órganos del Estado, un golpe de Estado de la residual clase política franquista contra la libertad política negada a la Nación política, entonces se entiende que el proyecto secesionista faccionario de una de las fuerzas constituyentes dentro de la Oligarquía de partidos del Estado pueda ser calificada objetivamente como «golpe de Estado». Lo que se omite decir es que en el origen hay como simiente otro golpe de Estado que engendra y legitima éste actual. Porque desde la Constitución del 78 nada puede fundarse sino es la lucha competitiva de facciones por apropiarse territorialmente la soberanía exclusiva.
La concepción pactista de la Constitución es el secreto mejor guardado. En el pacto originario, los partidos del Estado, recién legalizados para repartirse el Poder unificado del dictador yacente, decidieron que el cuerpo material de la Nación política, el territorio, era negociable. Las Autonomías son el contrato de alquiler, con derecho a propiedad a plazo más o meno fijo. Ese «nacionalismo periférico de derechas» fue reinstalado bajo la legitimidad cultural y la inmunidad diplomática de la Iglesia católica española, reinventado «histórico-constitucionalmente» por los propios juristas «historicistas» del franquismo y puesto al día por la propia clase política franquista. Al contrario de lo que se piensa, la instalación del nacionalismo vasco-catalán en las instancias del Poder es obra de la derecha más reaccionaria, no consecuencia de la eficacia improbable de una imaginaria presión «izquierdista».
No me resulta persuasivo, pues, el prejuicio tan extendido de que una «izquierda» mitificada sea la responsable de los «desajustes» autonómicos. La inspiración de fondo del Estado Autonómico es un concepto orteguiano de Nación histórica reformable desde el Estado (como Nación política instituida) sobre la base de la idea de «proyecto sugestivo de vida en común»: el ser nacional vacío reformable desde el poder del Estado por un hacer «subjetivo» decidido por la voluntad de «vivir juntos». La facción oligárquica dominante dentro del Estado franquista antes y durante la Transición plasmó en el papel esta idea. «Et voilà». Secesión catalana como Nación electiva.
La inspiración profunda del Estado Autonómico es mucho más «orteguiana» de lo que nadie imagina. La forma intelectual, la infraestructura teórica del Régimen del 78, que nadie ha descrito aún, es una combinación de ideas de Kelsen, Heller, Abendroth, Ortega, algunos oscuros constitucionalistas italianos de segunda fila, y poco más. Era el bricolaje intelectual de los Padres Fundadores. El mismo que aún hoy exhiben todos los historiadores y «constitucionalistas» como Herrero, Muñoz Machado, de Blas, Solozábal, Carreras, de Esteban, Sosa Wagner y algunos más de los ideólogos orgánicos póstumos de la Constitución de 1978.
La inspiración última del consenso sobre las «nacionalidades» en 1978 era un compromiso implícito del «nacionalismo español», obligado a disimularse, y el «nacionalismo catalán», reconocido en su exigencia de convertirse en realidad «estatal» (primero autonómica, luego ya veremos) y tenía por sustrato una concepción voluntarista de la nación política: la Nación es algo siempre por hacer como «proyecto, tarea, misión, deber». La concepción subjetivista de la Nación, casi por fatalidad histórica, acaba pasando a las manos de los verdaderos sujetos hacedores de Naciones artificiales: las Oligarquías de Partido.
Esa derecha «española» nunca ha sido ni ha actuado como un contramuro ni una línea de defensa de lo español, por la simple razón histórica, concreta y definitiva, de que nunca hubo una burguesía nacional española cuya intelectualidad elaborase una imagen productiva y revolucionaria de España. Para que algo así hubiera podido tener lugar habría que haber hecho una revolución política formal a la francesa para instaurar al menos la Nación política moderna o habría que haber hecho una revolución religiosa contra la Iglesia católica romana al estilo inglés o alemán para «nacionalizar» la fe y construir la independencia «nacional» unificada desde ella. El presente es la consecuencia muy mediatizada de los no-acontecimientos históricos fundamentales.
Y a la vez que se experimentaba esa carencia, el nacionalismo vasco-catalán es y fue un subproducto intelectual de una corriente central del pensamiento político de una «derecha social y económica» que juega a autoescindirse entre facciones oligárquicas que ya antes de la Constitución del 78 ocupaban por completo el Estado y los puestos de mando en la propia sociedad civil del franquismo y que desde entonces hasta el día de hoy lo único que han hecho es repartirse el poder político y la riqueza utilizando como fuerzas subalternas a unas «izquierdas» íntegramente compradas como factores de socialización de la ideología oligárquica dominante. El «charnego español» desnacionalizado habitante del Estado Autonómico es el subproducto político resultante de esta alquimia o artificio de la praxis política.
A mayor abundamiento, es la derecha «regionalista» en todas partes la que juega a la implantación del «tradicionalismo» folclórico como fase previa a la reivindicación de la identidad nacional diferenciada y discriminatoria. Pero esto el pobre votante confundido del PP lo ignora porque lee poco y le resulta inasimilable la cruda verdad de que el partido al que vota no es, en ningún sentido, «español» ni lo ha sido nunca. El fundador, Fraga, ya era el mayor impostor e hipócrita de todos, incluso peor que el arribista Suárez. Quien ha dispuesto que la parte alícuota del poder dentro del Estado pertenezca a Cataluña y el País Vasco privilegiando su posición «asimétrica» a través del sistema electoral y los Estatutos de Autonomía ha sido toda la clase política franquista con Juan Carlos de Borbón y Suárez a la cabeza, antes incluso de que la izquierda desnacionalizadora ocupara situaciones de poder institucional de largo alcance.
Al final del Régimen de Franco, era difícil seguir siendo «franquista». Al menos para un andaluz, un gallego, un castellano, un extremeño, etc. Pero los vascos y los catalanes (sus élites sociales, económicas y culturales) fueron más listos. A través de su recién estrenado «Nacionalismo de Estado», institucionalizado por la Monarquía del Régimen de 1978, pudieron seguir siendo auténticos «fascistas» póstumos... precisamente a través de un simulacro de «antifranquismo», que la izquierda desnacionalizadora y corrió a comprarles. En cuanto al resto del «franquismo» sociológico, se acharnegó dividiéndose entre el PP y el PSOE, y por eso los verdaderos fascistas, el nacionalismo localista periférico, son los que realmente mandan. Permanecieron fieles a sus raíces.
Es un asunto tabú: no hay explicación satisfactoria sobre el origen histórico del nacionalismo periférico, su implantación y su éxito. No puede declararse públicamente porque toca el núcleo duro de las cosas secretas que hay que callar. Ya se insinuó la responsabilidad exclusiva del Principio Monárquico en su forma específica española como cobertura de legitimación y como caución de su despliegue. La forma de Estado es el asunto tabú para una Oligarquía de la que su contraparte catalana es miembro integrante y socio fundador.
¿Qué sentido tiene en un Estado Moderno “racional” unificado que su Jefe pueda hablar de “deslealtad constitucional”? ¿Qué concepción subyace ahí de la relación entre Territorio y Estado si no es “una mediación personalizada” en una figura a la vez real y simbólica? Lo que hoy sucede en el proceso secesionista catalán es prueba evidente de que este Estado se sostiene sobre un Pacto Territorial Preconstitucional de tipo personalista ajeno a un principio democrático. La idea de que la regia persona es la encarnación viviente del Principio de la Unidad de la Nación es un idea digna de una buena meditación. La unidad de la Nación depende de la integridad de su poder constituyente.
En la prensa europea que ha seguido más de cerca la cuestión del proceso secesionista catalán, por ejemplo en el diario francés “Libération”, se ha resaltado este trasfondo histórico-político, que en España tiende a obviarse por lo embarazoso que resulta para la legitimción de la Monarquía hoy vigente. Uno de los informantes encargados de seguir la actualidad española y el “conflicto catalán”, un profesor universitario de Historia contemporánea, buen conocedor de la nuestra, un tal Stéphane Michonneau ha declarado entre líneas lo que debiera ser objeto de un debate abierto y casi cotidiano entre nosotros.
Para un francés educado en la soberanía integral de una República unitaria fruto de una revolución de la Nación política contra la Monarquía, lo que ocurre en España sólo puede tener una explicación: “El independentismo catalán es la expresión de una larga tradición jurídica española que concibe la monarquía como un pacto revocable entre el rey y su pueblo, y de una vieja tradición política española que defiende una concepción “compuesta” de la Monarquía de los Habsburgo”. Ahí está la clave de todo.
La idea de que la regia persona sea la encarnación viviente del Principio de la Unidad de la Nación, confundida con el Estado y su definición “estática” trascendente (=Reino= “símbolo y permanencia del Estado” CE 78), es un idea digna de una crítica mordaz, porque es la expresión anacrónica de un misticismo creado por la Iglesia Católica para legitimar “carismáticamente” en la Edad Media a la Monarquía Feudal o “paccionada”. La unidad de la Nación depende de la integridad de su Poder Constituyente actualizado en cada acto de Constitución. Ahora bien, eso jamás se ha producido en España y es, considerado desde el estrato más profundo de nuestra Historia política, la causa primera y última del vergonzoso estado de cosas al que hemos llegado por haber negado ese principio democrático fundador.
Hay un hecho incontrovertible: en el País Vasco y Cataluña, la ideología dominante (y los grupos sociales que la sostienen y se sirven de ella para implantarse dentro del Estado) es verdaderamente fascista porque es una ideología constituida sobre un principio esencial del fascismo histórico realmente «existido»: un tipo de nacionalismo exarcebado, bajo coartada irredentista, que usó el poder del Estado como si Nación y Estado fuesen una unidad real, y no la fusión violenta de una comunidad «natural» y un puro artificio técnico de administración. El sistema de valores fascista es un modo de socialización de masas para la guerra. El fascismo real es una forma nihilista de agonismo.
El fascismo, el revisitado como objeto arqueológico por los libros de Historia, es un constructo, politológicamente arbitrario e históricamente irrelevante. Concibo el fascismo como un determinado tipo de nacionalización de las masas en el momento mismo en que surgen como «sujetos pasivos» de la acción política al tiempo que se imponen los partidos obreros como organizaciones de clase para la toma del poder. La fascistización de las clases medias es un reflejo defensivo que pronto pasa al ataque con el apoyo de fracciones de la clase dominante. La Transición en Euskadi y Cataluña debiera ser enfocada en este sentido.
Un análisis muy acertado de este proceso se encuentra en el libro de Enmanuel Rodríguez, «¿Por que fracasó la democracia en España?», escrito desde un planteamiento izquierdista que cree ver en el nacionalismo vasco y catalán una fuerza «progresista» en tanto que «desestabilizadora» y abierta a «otra democracia posible». En realidad, sin saberlo, está describiendo en clave «progresista» un típico proceso de fascistización social y política travestido hasta resultar irreconocible.
La nacionalización de las masas no tiene que ver en apariencia con la idea de expropiación «estatal» en el sentido de privar a un individuo o un grupo social de sus bienes mediante la ley o la fuerza. Ahora bien, los nacionalismos vasco y catalán, tras el éxito de su nacionalización regional de las masas a ellos entregadas por el poder político heredero del régimen franquista, han entrado en efecto en la fase «expropiadora», es decir, ahora ya se empiezan a manifestar en su puro sustrato profundo, la tentativa de tomar el territorio y erigirse en su Soberano. El nacionalismo es «posesivo» y «expansivo», porque esa es su lógica y su vida. En España, muchas cosas todavía no se han manifestado en su plenitud, porque la conciencia política popular va con mucho retraso sobre la vanguardia de la clase dominante.
Se afirma que en el fondo el secesionismo catalán tan sólo consiste en la «voluntad» sobre el propio «destino político» que una comunidad experimenta en un momento dado de su «evolución», «voluntad» que se manifiesta en el «querer crear una nueva legalidad» por y para sí misma. Cuánta filosofía alemana de finales del XVIII y principios del XIX hay condensada al límite en esa «representación» imaginaria del Sujeto nacional soberano en busca de sí mismo. Porque, lo sepamos o no, se trata de la autoproduccion del sujeto en todos los ámbitos del ser. Los pensadores alemanes, como fundadores del concepto «subjetivo» de Nación, leyeron a Rousseau en un sentido muy determinado: la Libertad como autoposicion del sujeto, en este caso, «colectivo» en tanto voluntad general, lo que antes interpretó Sieyès como «soberanía» de los «representantes»: autoposición del poder constituido para convertirse en poder constituyente.
Así que la posición secesionista catalana es de un idealismo de procedencia bastarda perfecta a partir del enunciado sintético: «los catalanes quieren fundar su propia legalidad». Examinemos bien, metafísicamente hablando, el ser de ese «querer»: Ortega lo trajo a España y afirmó lo mismo de la Nación política española como «proyecto» y «construcción». La Falange originaria y el Movimiento Nacional institucionalizado lo convirtieron en dogma banalizado de la ideología oficialista de un régimen autoritario personalista. Y el Régimen de 1978 se funda sobre ese mismo «voluntarismo» o concepto subjetivista de Nación, que era a su vez el núcleo fascista de la idea de España del franquismo. La «filiación» y horizonte intelectual del independentismo catalanista no ofrece dudas como tampoco la inspiración deconstructivista del Estado Autonómico actual.
La frase de Puigdemont sobre Rajoy como «guardián de la tumba de Franco» es lo más jugoso de estos días desde el punto de vista de la retórica de combate. Desvela a la perfección el inconsciente ideológico de los nacionalistas, pero también el del resto de la clase política. Todos se saben herederos y todos comparten, como buenos hermanos, una cierta complicidad culpable, en tanto que oligarcas hereditarios del mismo poder que el que ejerció El Yacente en el Valle de los Caídos. Por eso la referencia a Franco es tan rica en interpretaciones como la evocación freudiana de la «escena primitiva»: coito de los padres o coyunda de los oligarcas como trauma infantil o trauma político.
Un verdadero izquierdista sabe, si es coherente con una tradición ideológica de raíz marxista (no leninista), que el nacionalismo es la más perfecta sublimación moral de la desigualdad dentro de una comunidad política y entre comunidades políticas. La afirmación sobre el carácter «fascista», originario, no derivado ni metafórico ni analógico, del nacionalismo periférico no es trivial. No haberse tomado en serio el proceso de fascistizacion en Cataluña es una clave para entender la naturaleza del régimen español, que es quien lo ha engendrado estatalmente.
Deberíamos, tal vez, empezar a preguntarte por qué el «proceso secesionista» se produce bajo un Gobierno en manos del PP y no bajo un Gobierno del PSOE, supuestamente más «comprensivo» y colaborador. La razón es obvia. La derecha sociológica tiene que estar controlada para que el consenso implícito pueda funcionar cuando de lo que se trata es de «modificar» el estatus del supuesto «valor supremo» de esa derecha «nacional»: la presunta (irreal en tanto que impostada y no pensada como hecho en su pura facticidad) unidad de la Nación española. Este «sujeto virtual» de la Historia fue liquidado formalmente en 1978.
Releyendo el discurso de Rajoy del pasado 7 de septiembre de 2017, en los pasajes clave observo una insistencia en palabras-fetiche como “decidir” y “decisión”. Se apela a una “decisión colectiva sobre el propio futuro” a propósito de las “normas democráticas” de convivencia. Nadie ha hablado jamás de un “decisionismo” de lo colectivo como determinación sobre su propia entidad como tal (entidad a la vez nacional y estatal). Hay un “decisionismo jurídico-político” en situaciones de excepción, tal como lo ha analizado Carl Schmitt referido al viejo principio romano de la “salus rei publicae suprema lex esto (o sit)”. Pero hay, y esto es nuevo, un “decisionismo por consenso oligárquico”: ése es el redil mental al que se pretende conducirnos.
El “decisionismo por consenso oligárquico” supone la subsunción de lo colectivo-público (la entidad a la vez estatal y nacional) por los Partidos, lo que quiere decir que no puede producirse situación de excepción que a la vez no sea producto del previo consenso de los Partidos para modificar su posición en el Estado. De ahí la impresión certera de encontrarnos ante un escenario de simulación sobreinterpretado mediáticamente, como corresponde al funcionamiento de ese peculiar decisionismo oligárquico, que apunta a crear la situación excepcional para a continuación proponer la situación normativa que la supere en un nuevo consenso oligárquico. Lo característico de la Oligarquía como Forma de Gobierno es su circularidad.
Se tiende a ignorar, y de ahí la confusión, sobre todo en la derecha social e ideológica, que una forma oligárquica de gobierno, en modo alguno «democrática», se funda en el principio de la particición el poder y su participación en él según algún criterio que al grupo dominante le permita optimizar el rendimiento de su explotación conjunta. En España, ese criterio es la territorializacion del poder de los partidos, que al ser facciones oligárquicas del Estado, deben asentar ese poder sobre una base material, los territorios, sus recursos y su población. De este modo el Estado y la Nación son categorías viciadas en tanto que a la vez vaciadas de sustancia y que sólo se mantienen nominalmente en la retórica oficial de un Régimen que no las necesita para nada.
La esencia, el núcleo ideológico secreto de la Constitución de 1978 es la positividad de la pura Ley para cambiar desde ella misma (es decir, desde el poder político soberano estatal encarnado en los partidos del propio Estado y sus jefes) las condiciones histórico-políticas de la Nación española. El Estado Autonómico no es una mera Forma de Estado: es la decisión política fundamental para destituir a la nación histórica de toda posibilidad de llegar a constituirse en Nación política. Porque es evidente que la Forma de Estado que conviene a nuestra Nación política, consolidado y fortalecido su Estado nacional gracias al régimen de poder personal de Francisco Franco, es la de una República unitaria centralizada con un presidencialismo en el Estado (poder ejecutivo y jefatura del mismo) y una representación verdadera de esa misma Nación en dialéctica consciente con ese Estado de nueva inspiración.
La organización territorial de un Estado no es ningún problema ni en ninguna gran nación histórica europea lo ha sido desde que existe el Estado moderno. Porque justamente la existencia de este tipo concentrado de poder político monopolista implica que no pueden existir dentro de sus límites unidades fraccionarias de poder excluyente que compitan con él. Los Estados Federales (EEUU, Alemania) son ficciones jurídico-constitucionales que mitifican orígenes ya perdidos. Sólo las oligarquías cultivan la pluralidad de centros de poder, exactamente igual que las corporaciones mafiosas se reparten el territorio de extorsión: España es un ejemplo digno de estudio al respecto.
El Estado (el artificio técnico-administrativo creado por el régimen franquista) es usado como instrumento quirúrgico por las oligarquías de partido para aniquilar lo que más temen porque constituye la amenaza simbólica del material «telúrico» resistente: una lengua, una historia, una cultura, una tradición que delata sus obscenos manejos. La peculiaridad española consiste en algo que se ha hecho evidencia institucional y praxis política efectiva, rutinaria: la confusión de Estado y Nación. El Estado se nos aparece como condición de posibilidad de nuestra realidad histórico-cultural: una completa aberración por inversión del orden de valores.
El apriori de la democracia formal, política, es sencillo de enunciar, extremadamente difícil de poner en práctica y no menos embarazoso de concebir para el entendimiento común del consenso oligárquico que domina todas las mentes como “su” verdad exclusiva. Ese apriori es la separación del Estado y de la Nación, separación formal cuyo fundamento y expresión se corresponde con el de dos realidades materiales distintas. Las oligarquías de Estado se basan en la indistinción de ambas realidades, dado que el Nacionalismo de Estado procedente del fascismo es su raíz. La peculiaridad española consiste en un impensado que se ha hecho evidencia institucional: la (con)fusión de Estado y Nación, es decir, el Estado se nos aparece como condición de posibilidad de una realidad histórico-cultural, que es sin embargo su soporte vital. Una inversión de semejante violencia sólo puede desencadenar una violencia aún mayor.
Lo que se discute, en términos muy primarios e inconscientes, es que la facción oligárquica catalana, parte esencial del consenso que legitimó la Monarquía «franquista» primero y luego muy mal llamada «constitucional», se ha vuelto «infiel» a ese consenso y quiere instaurar otro más a su favor. Pero se olvida que justamente ésa es la aspiración inconfesada de todas las demás facciones territorializadas de partido. De ahí que la siguiente vuelta de tuerca tras el proceso ficticio de secesión sea en Cataluña, santo y seña de toda la clase dirigente, el «proceso constituyente» como preámbulo a la reforma constitucional. Cataluña siempre ha marcado el ritmo evolutivo de las élites «españolas» en la dirección de una mayor oligarquizacion de todas ellas.
La (extrema) derecha no cuenta para nada en este debate por razones obvias. Porque carece de entidad intelectual y discurso racional y «nacional» con el que entrar en debate. Pero eso ocurre exactamente igual con los defensores del federalismo igualitario, el federalismo asimétrico, el confederalismo de los derechos históricos y las singularidades, el plurinacionalismo y el derecho a decidir. No hay ninguna fundamentacion intelectual con base teórica firme que criticar. Tan sólo consignas, logos publicitarios, marketing, para ocultar la voluntad de oligarquizar aún más el poder político dispositivo sobre los recursos, las rentas y la población sometida a la arbitrariedad despótica de los Partidos.
Al no existir unos medios de comunicación libres, que expresen alguna manifestación de pensamiento libre, hay que leer la realidad política a través de indicios. El 15M expresó la ignorancia profunda de una cierta «izquierda social» que entrevió el problema con un «No nos representan» vacío de contenido. Ahora la «indignación» ante la actuación gubernativa de partido de la derecha política oficial frente al «conflicto catalán» pasa a una cierta «derecha social» que exhibe la misma resistencia a la lucidez, envolviéndose en triviales apelaciones a una «autoridad» que evidentemente no existe y con la que en su inconsciente siempre sueña, hoy bajo esa «legalidad» tan irrisoria. El Régimen puede estar satisfecho: su principio de realidad está bien implantado. El Gobierno por consenso apoyado en la simulación faccionaria.
Por ejemplo, el artículo en La Gaceta del grupo Intereconomía a cuenta de José Javier Esparza (“Los siete pecados capitales del sistema de 1978”). Lúcido, preciso y ponderado en el diagnóstico y en las propuestas. Pero, y he ahí está el núcleo del problema, un texto falto de inspiración por ausencia de fundamento teórico. Lo que el autor describe como «fracaso del sistema del 78» lo apunta en el «debe» de un Régimen político que considera «democrático», pero todos los «defectos» que describe objetivamente son los correspondientes a una muy acabada forma oligárquica de gobierno en su expresión ideal-típica más desarrollada. Y la misma impostura se comete en la izquierda, en cualquier artículo de Jesús Maraña o Ignacio Sánchez Cuenca en Infolibre.
En este contexto de incertidumbre Rajoy no hace nada, porque sabe perfectamente, como lo saben Sánchez, Iglesias y Rivera, que en el nuevo reparto de cartas en este obsceno «streap-poker» de toda la clase dirigente, todos resultan beneficiados, porque el régimen oligárquico se funda, como demostró el desgobierno de las cajas de ahorro y de todo el sistema judicial, en la distribución de zonas compartidas de riqueza y poder. Todo lo que se escenifica ante la opinión es radicalmente falso. El acuerdo sólo se exhibirá tras la dramatización de las fuerzas partidarias en conflicto simulado, pues todas son estatales, desde ETA a la CUP, desde el PP al PSOE, desde C’s a Podemos, desde ERC a PdeCat. Hasta el gato del bedel…
Debemos observar que el Estado de las Autonomías, más allá de las intenciones expresas o inconscientes de esa nueva clase política, apunta a liquidar una estatalidad y una forma administrativa, la heredada del régimen de poder institucionlizado dentro del franquismo como coalición pasajera de intereses comunes a diferentes grupos dominantes, pero que era de hecho en muchos aspectos concretos la primera tentativa de racionalizar en serio y poner orden en una forma de gobierno hasta entonces caótica. Austrias, Borbones, parlametarismo liberal conservador de la Restauración, Segunda República…, todas fueron formas organizativas del Estado incapaces de dar expresión a la «materia» de la Nación histórica que intentaron organizar. Y cuando se logró correlacionar Estado y Nación política tuvo que hacerse sin libertad política colectiva, de ahí el origen del desastre actual.
La clave del asunto está en que para «nacionalizar» a las masas en Cataluña que sirvan de soporte al Estado Catalán independiente, hay al mismo tiempo que «desespañolizar» y «folclorizar» al resto de la población. Esencialmente ésa ha sido la finalidad profunda de la Constitución de 1978, el proceso autonómico y la implantación de partidos sin raíces en la sociedad real, y todos los aparatos ideológicos del Estado, desde la escuela a la Universidad, pasando por los medios de comunicación y el cine, toda la industria cultural en su conjunto, han trabajado en una misma dirección, que es la de toda la oligarquía, no sólo la de su facción hegemónica catalana. Todo poder oligárquico concentrado tiene que destruir desde la raíz la libertad política y por tanto la Nación histórico-cultural, de la que ella misma es sujeto colectivo.
El catalanismo, es decir, la gran burguesía catalana, determinó el curso del Régimen del 78 en cuanto «Estado de las Autonomías». Ahora, a través de la posición secesionista abierta, pone en crisis el mismo régimen con el que ella incubó «el huevo de la serpiente». Como ya es norma en la Historia española del último siglo y medio, Cataluña marca el camino haciendo y deshaciendo la estructura territorial y política del Estado y cambiando regímenes y constituciones. Al menos por esto, debemos estar agradecidos a los nacionalistas catalanes: son los que promueven el «cambio». Qué sería de nosotros si Cataluña no nos hubiese marcado el camino con la charnegada franquista-socialista y ahora podemita.
Desde el momento en que la base del capital no es «territorial», sino que los títulos de propiedad adoptan la forma de enormes sociedades anónimas corporativas por acciones y capital bursátil, desde ese mismo momento los intereses de los grupos «nacionales» de propietarios se diversifican en el sentido de que ya no necesitan ni el marco de la soberanía estatal ni la legitimación del «nacionalismo» integrador de masas que le es consustancial. La anomalía que observamos en el proceso independentista catalán consiste en que el capital «nacional» catalán quiere ser hegemónico en el conjunto de España no por vías «comerciales» sino por vías directamente «políticas», es decir, constituyendo su superioridad neo-metropolitana como Estado independiente.
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La voluntad «secesionista» de la fracción oligárquica catalana integrante del «pacto constitucional» fundador del régimen del 78 es un «violación de la Constitución y de la ley», según el discurso oficial del Régimen del 78, no se interpreta realmente como lo que es: una virulenta agresión simbólica y material a la Nación histórica y política desde dentro del propio Estado constituido. Dado que tal Constitución es el reglamento de funcionamiento interno de la Oligarquía de partidos y de la clase política en que se sustenta, al parecer, habrá que llamar al orden a los firmantes del «pacto constitucional», a fin de que adopten las buenas maneras del pacto y el consenso, no sea que se vuelva necesario aplicarles un pequeño correctivo en forma temporal de suspensión del «derecho» a seguir obteniendo colectivamente rentas de la corrupción estatalizada, como el resto de socios del pacto.
En el castellano antiguo, todavía registrado en el «Cantar de Mio Cid», se llama «companiones» (hoy «compañeros») a los que comen de un mismo pan. Es el origen de la «mesnada» militar medieval («mansionata»: los que pueden vivir mantenidos por los recursos de un señor poseedor de suficientes tierras para dar alimento a sus servidores armados). En este sentido, los partidos son «companiones» y el Estado es el «señor». El «problema catalán» consiste en que los reconocidos como meros «companiones» oligárquicos quiere ser «señores» y repartir su «propio pan». Se necesita retornar al «feudalismo hispánico» primitivo para entender el sentido de un Estado oligarquizado medievalmente.
Pero el único «señor natural» que podría «dirimir» el estado de cosas actual para poner «orden», por fin un verdadero orden, sería un «pueblo español» que, bajo verdaderas condiciones de libertad de expresión y pensamiento, pudiera por una vez «decir» algo significativamente político a propósito de sí mismo sin que los partidos políticos que los herederos franquistas metieron dentro del Estado como órganos de una falsa representación les coaccionaran a pensar como desearon que pensaran desde 1977 hasta el día de hoy.
Desde el momento en que no tenemos «representación» política genuina, sino partidos cuyas burócratas impostan la voz de quienes no «representan», la falsificación de la vida pública permite, soporta y tolera cualquier otra impostura. Ningún Partido representa Nada, absolutamente Nada. El voto a una lista no dice nada, como mucho es el mugido salvaje inarticulado de una bestia domesticada.
A partir de ahí, la Nación Política española, como la italiana o la alemana, está muerta. La Nación quiere vivir, pero la clase política en su conjunto sabe que para que sus burocracias prebendarias vivan, la Nación debe morir. La Secesión es un asunto gestionado y por ello la vez avivado y atenuado por los partidos como cualquier otro «negocio» corporativo de esta clase de privilegiados por el mero estatuto de la función política dentro de un partido del Estado. Cataluña abandera la lógica antinacional que comparten y los cohesiona en un consenso oligárquico contra los intereses sociales y nacionales más profundos y arraigados de la Nación histórica y política, de ahí la complicidad general.
El problema catalán y español está en las instituciones políticas y en las oligarquías que las ocupan con la coartada del voto ciego a las burocracias de partido que no representan a nadie. No sabemos qué piensan y sienten los catalanes como no sabemos qué piensan y sienten los demás españoles. Cuando una sociedad no tiene representación política real desde sí misma, es inútil ponerle una voz y mayor impostura es osar sustituir por cualquier espantajo su decisión mayoritaria, igualmente desconocida. Las cuotas electorales de partido no pueden decirnos nada creíble sobre una sociedad y mucho menos sobre el «estado» de una Nación política secuestrada y extorionada por los partidos. El caos y la anomia actuales derivan de esta falsificación originaria. Si no hemos aprendido esto, es que somos políticamente «idiotas» sin solución.
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La Historia de la pugna entre Gobierno y Generalitat, salvadas las distancias de época, problemática de fondo y personalidades, algún día será estudiada quizás bajo la estructura conceptual de la polémica entre Kelsen y Schmitt en torno al defensor de la Constitución, dado que el trasfondo del asunto es nada menos que el problema schmittiano clásico: ¿Quién decide en última instancia? ¿quién es soberano? Hay quien piensa que la Ley es por sí misma Soberana, hay quien piensa que el Soberano es una Voluntad que hace activa la Ley, más allá de las condiciones establecidas a priori por la Ley. «Auctoritas, non veritas, facit legem», pero Rajoy, a todas luces, además de kelseniano, es eminentemente cobarde y cómplice… y nadie se lo imagina como “Auctoritas” encarnada en “Soberano”, salvo sosteniendo una copa de “brandy” de esa misma Marca.
No se analiza con suficiente objetividad el punto de vista catalán. Valgan como mínimas fuentes informativas la entrevista a Borja de Riquer en El Español y el artículo de Mas Colell en Ara. Cataluña quería ser potencia hegemónica dentro de una España federal o confederal, pero los poderes «madrileños» no la han dejado serlo, así que la independencia es el único camino. En consecuencia, el «pacto constitucional» del 78 está roto y no es restaurable. Las facciones oligárquicas traducen a «lucha territorial» sus ambiciones hegemónicas: «una democracia liberal avanzada».
Lo más irrisorio del asunto se encuentra en que dos facciones oligárquicas «puras», la madrileña (que agita ahora el espantajo de un «españolismo» trivial) y la barcelonesa (que es tan puramente estatal como su colega) se presentan cada una como la verdadera encarnación de la «democracia»: una identificándola con una Nación política que nunca ha constituido su libertad; otra, evocando un mítico «derecho a decidir» con el que tampoco podría fundar desde el origen su propia libertad política. Perfecto «feed back» de dos oligarquías «estatalistas» que se esconden detrás de su respectivo concepto de Nación sin libertad política, lo que las vuelve solidarias y cómplices.
Las cosas así habría que volver a preguntarse en qué momento se le paró el corazón al Estado nacional español. El voluntarioso y esforzado «electroshock», tantas veces intentado, no ha conseguido nunca volver a hacerlo latir. Quizás la parada cardíaca fuera provocada porque nunca un hálito de libertad política fundacional, es decir, constituyente, le hiciera bombear la sangre que le hubiera permitido vivir. Un pueblo, vuelto por dominaciones históricas servil y cobarde, prefirió siempre los cuidados homeopáticos de una oligarquía que volvía obeso el cuerpo mientras vaciaba la cabeza. Es hora de morir como Estado nacional para quien nunca supo ser libre para instaurarlo.
Un Régimen desarraigado de todo vínculo con la realidad social, que se muere de inanición simbólica desde hace varios años, que ha agotado todas sus potencialidades, en su mayor parte autodestructivas, ya que en él no habita ningún principio intelectual o moral elevado, ahora nos pone delante el espejo deformante de su devenir implosivo en Cataluña, su “Memento mori”, el único que podía extraer de su lógica anti-histórica, pues dadas las condiciones de su origen, el mito de fundar un Estado sobre la base de la aniquilación de la Nación histórica y política, se ha revelado por lo que es: una lucha a muerte de la Oligarquía de Estado contra sí misma.
Estratégicamente, aprecio la contribución del secesionismo catalán para hacer saltar por los aires un Régimen político como el del 78, pero el problema es que todo se juega en una lucha entre facciones oligárquicas para despedazar una Forma de Estado y de Gobierno que bien merece desaparecer sólo si quienes promueven su destrucción al mismo tiempo fueran quienes nos trajeran una oportunidad para la libertad política de todos los españoles contra todas las oligarquías integradas en ese Estado, y desgraciadamente, el secesionismo catalán tampoco se funda en una voluntad de ruptura antioligárquica, sino que se erige en voluntad de ruptura dentro de la propia oligarquía. Ahí no hay en juego nada más que ambición de poder, no libertad.
Si la independencia de Cataluña y su constitución como Estado efectivamente independiente marcara por una vez en la Historia española la Fundación de una libertad política originaria, yo sería partidario de algo así, pero sabemos que tal cosa no es posible por el hecho mismo de que quien gobierna Cataluña, al menos por ahora, es un grupo idéntico en intereses de autoconservacion de poder y riqueza al que domina al resto de España a través de la administración autonómica. Cataluña merecería ser libre si su sociedad civil hubiera alcanzado un nivel de conciencia de la libertad política superior al resto de españoles, pero no es así. Sigue presa de una oligarquía estatal como el resto de la Nación.
El primer error del pensamiento es aceptar las premisas del adversario dialéctico, que en política puede traducirse como «el enemigo» schmittiano. Por paradójico que resulte, la primera afirmación es: no existe ningún problema catalán. Lo que existe es el producto consecuente de un sistema institucional muy determinado. Creer ingenuamente que «existe» (como realidad en sentido fuerte y eminente) un «problema catalán» es ya un grave error de juicio. Existe una «producción» institucionalizada de una relación de fuerzas dentro de un bloque de poder oligárquico que sitúa al nacionalismo periférico en el centro de decisión dentro de esas relaciones de poder. De lo que se trata es de romper ese centro de decisión y con ello el nacionalismo periférico y a la vez todo el Régimen de poder sobre el que éste se sostiene.
Jamás elevaré mi voz contra un nacionalista catalán o vasco. Jamás criticaré su «reivindicación», ni su imagen de sí mismo, ni su pasión, simulada o no. Favorecidos desde el poder del Estado del que forman parte o fingidamente perseguidos, han sabido construir lo que es más necesario para una comunidad que quiere perdurar en el tráfico funesto de la Historia. El resto de españoles se han conformado con ser poca cosa, apenas una excrecencia folclórica impuesta por poderes que les arrebataban la Personalidad, la Historia y la Libertad. Dichosos los hermanos que no se conformaron con las rentas adquiridas por los antepasados y se aventuraron al descubrimiento de nuevos continentes. Ficciones de poder, las hay en todas partes a precio de saldo, pero hay que luchar por imponer las propias, los mitos fundadores. Los españoles no han sabido hacerlo, porque no han querido ser libres.
Don Quijote sueña con emular las acciones de la Orden medieval de Caballería en una época en que tal acción carece de sentido porque la sociedad en que él vive ya no se corresponde con el discurso mimético que se le ofrece en las novelas que ha leído. Nosotros nos comportamos igual: creemos que la realidad de la Nación que invocamos es más fuerte que el Poder del Estado que la hechiza. Pero no somos sino pobres funcionarios al servicio de ese poder: vemos ondear banderas donde sólo se agitan al viento los pañuelos en gesto de despedida de la clase política que reescribe las novelas que nos enloquecen.
Quien vive en un mundo delirante de ficción, produce «actos reales» de ficción, es decir, es actor, «dramatis persona» sin saberlo. La analogía de la situación del régimen político español con una cierta interpretación del viejo «quijotismo» español (inventada por los románticos alemanes) es muy productiva. Pues «España», esto es, la imagen producida por sus condiciones políticas institucionales, sólo existe como autoinvención delirante: la lucidez la aniquila. No ha sido nunca libre para imaginarse libremente a sí misma.
Lo que se vuelve a plantear hoy es el problema de la formación de la «Nación política» a partir de 1808-1812 hasta el día de hoy y su relación con el Estado. Porque sin saber cómo ni porqué no pudo jamás «constituirse» formalmente en «Estado nacional», no se llega a entender nada de lo que está sucediendo a lo largo del proceso secesionista. Aunque parezca inverosímil, vivimos bajo la coacción de la Historia, de las grandes decisiones tomadas y, sobre todo, de las grandes decisiones no tomadas en un cierto momento. El Régimen de 1978 es heredero de omisiones, que ha institucionalizado a ciegas. Lo que viene ahora inexorablemente es una «perversión» del pasado actualizado aún más destructiva pero consecuente con el origen el «problema».
El nacionalismo es a los pueblos lo que la inmortalidad del alma al individuo. Los nacionalismos periféricos, incubados en el Estado de Partidos español se nos aparecen como manifestaciones irritantes de una «disminución egocéntrica» de la voluntad de poder y permanencia de nuestro muy problemático «Estado nacional». Pero este enfoque quizás explique el indudable éxito de esta «nacionalización» de las masas, a la que un Estado Español burocratizado nada puede oponer.
Si la Nación española, constituida políticamente a través de una verdadera representación, pudiera decir algo libremente, los nacionalismos, español, catalán o vasco, serían reducidos a la nada, puesto que son tan sólo expresión exclusiva de Partidos de un Estado controlado por un Régimen de poder cuyo fundamento es la división para implantarse en los territorios y en las conciencias. España es la Nación histórico-cultural más homogénea de toda la Europa culta y civilizada, razón de base por la cual, como Nación política proyectada en una Forma de Estado y de Gobierno, podría llegar a ser igualmente uniforme y gobernable de acuerdo con sus propios intereses. Lo bárbaro e incivil es la estructura institucional del Régimen de 1978.
Se reivindica ahora no se sabe muy bien qué «igualdad entre los españoles» como dique de contención contra la corriente secesionista catalana. ¿Cómo van a ser “iguales” los españoles si ni siquiera son libres en el único sentido en el que puede fundarse una Nación política, que es de la única cosa de la que yo hablo, pues doy por sobreentendido que la Nación histórico-cultural es un hecho absolutamente dado? Es la libertad política lo único que puede erigir a una multitud indefinida y heterogénea en Nación política y darle sentido histórico consciente, algo que jamás ha conocido la España contemporánea. La clave de este asunto es la interesada confusión entre Estado y Nación política varias veces evocada aquí. A los que controlan el Estado les va la vida en reprimir esta conciencia diferencial de lo estatal y lo nacional, a la que sólo se llega con gran dificultad y esfuerzo intelectual, pese a su engañosa evidencia.
Debemos convencernos de la verdad. No existe nacionalismo, no existe supremacismo, no existe hispanofobia. Existe «Estado español» controlado por la clase política blindada por un Régimen de poder sin legitimidad democrática y que, precisamente para obtenerla usurpando la representación de la Nación política existente, tiene que inventarse todo tipo de discursos, estrategias, procedimientos de control e integración de sectores sociales a los que previamente se les ha privado de toda conciencia y consciencia de libertad política. El Estado de la clase dominante es lo único que existe: el resto es su principio de gobierno. «Divide et impera». Pobres españoles crédulos y corrompidos por tal principio.
Pero no achaquemos culpas a la ligera ni perdonemos pecados de otro tiempo. No tenemos ese poder. Hagamos una reflexión histórico-política de cierto fuste y alcance, por dolorosa que resulte, pues formamos parte de esa Historia y no podemos excluirnos como observadores desapasionados. Y entonces no nos quedará más remedio que reafirmarnos más allá de la mentira institucional que nos envuelve: no hemos amado ni querido nunca con suficiente pasión la libertad, la mía, la tuya y la de todos, incluso la de nuestros enemigos y adversarios.
Paradoja histórica extrema, para casi todos irritante y enojosa por pereza mental infatuada: Franco, el Dictador por antonomasia, ha sido el único personaje histórico español de la época contemporánea que podría haber fundado una posibilidad de dar por primera vez la Libertad colectiva a la Nación política, pero eligió la continuidad del Estado, creado por él mismo, y por tanto consolidar la fuerza legal que la aplastaba. Y eso es lo que se ofrece a nuestra consideración en este presente institucional degradado en la Forma de Estado y Gobierno hoy vigentes.