APUNTES SOBRE EL «ETHOS» CIVIL Y POLÍTICO ESPAÑOL (2017)

Es hora ya de que osemos apuntar a una verdad que es más fuerte que la del orden fáctico. Nuestro juicio político debe ser acerado, debe partir de pocas pero firmes certezas, entre ellas una de inspiración hegeliana ya muy vulgarizada: la conciencia española, en cuanto a proveer un principio ético-político de acción común, no está a la altura con respecto a lo que sabe realmente de la situación. Es decir, nuestra conciencia moral va con mucho retraso en relación a una difusa conciencia de la verdad de la situación política.

En la España del 78 y hasta el día de ahora mismo, la moral, en el sentido del «ethos», que es la moral social compartida, la «Sittlichkeit» de Hegel, se ha privatizado en un proceso de neutralización axiológica instado por el Estado a través de los partidos, los medios de comunicación, los aparatos ideológicos y todo el sistema cultural. El «criterio», la sensatez, el sentido común son los instrumentos del consenso social. El Régimen de 1978 es un dispositivo en el que todo lo amoral y anómico es celebrado como «normativo» por las instancias públicas encargadas del control social. Ya es mucho que en su vida cotidiana la mayor parte de españoles todavía se muestren «funcionales», “productivos” y “eficientes” desde el punto de vista del cálculo económico puramente utilitario; ahora bien, en lo político tienen el cerebro deteriorado hasta límites inverosímiles.

Una vida humana en sociedad sin ideal es sobrellevable, pero sólo eso. Perdidos de vista el ideal religioso (una ingenua o sincera fe bien fundada), moral (un bien irrenunciable como norma vital o como deber) y estético (una belleza no contaminada de fealdad, escarnio y vileza), tal vez ya sólo queda, y no en muy buen estado de conservación, el ideal político hacedero (el buen gobierno en libertad). Curiosamente, hoy la gente con más recursos, esa vasta clase media a la que se imputa el mantenimiento estable del orden social y político, es la que se halla poseída por el ideal de vida históricamente propio de los pobres: obsesión banal de cubrir necesidades y multiplicarlas como ostentación y emulación de estatus. Pero el ideal es el lujo del espíritu, es decir, de lo que todavía hay de creativo y por venir en nosotros.

Los hombres de corazón inquieto y espíritu libre deben aprender del funcionamiento del Estado español actual todo lo necesario para conocer la verdad de la política en su fase terminal. Donde no hay principios verdaderos sustentados por reglas e instituciones verdaderas, toda la vida pública se convierte en una farsa hipócrita en la que toda la hez de la sociedad encuentra acomodo, plaza de mando y privilegio. Lección no pequeña la que trasmite un estado de cosas cuya normalización es la auténtica corrupción mental que todo lo enerva y contrae a una miserable escala.

Con la corrupción política española sucede como con ciertos restaurantes cuya fama se debe más al generoso riego de vino barato de sobremesa que anubla el buen juicio que a la exquisitez y elaboración de los platos que satisfacen el paladar y el estómago. Personalmente tengo el estómago estragado del vinazo agriado y la carnaza con larvas que los serviciales camareros-periodistas nos sirven a diario a instancias de los diferentes «chefs» de este Acéfalo Régimen de mil extremidades atrapalotodo. Pero insisto en que la responsabilidad de toda la clase intelectual es inmensa, porque hasta la Restauración canovista tuvo sus Unamunos y Ortegas y hoy tenemos al tropel «liberal» e «izquierdista» para compensar a los camisas negras del Estado de Partidos, su última fuerza de choque y contrachoque. Pero sabemos que lo público no se construye con devoracerebros tumefactos.

La voluntad de corromperse preside el origen mismo de un régimen de poder carente de legitimidad democrática. La corrupción que se nos echa encima en los medios es epifenoménica. El fundamento es la apropiación del ejercicio de las funciones del Estado por un grupo de cooptados entre sí que sabe perfectamente que no dispone de ninguna legitimación ni de origen ni de ejercicio. La oscuridad embrutecida en la conciencia colectiva de esta radical ilegitimidad es la causa moral de todo lo que ocurre: en la clase política, intelectual, periodística y empresarial. De no ser así, la mentira no sería un arma complementaria de la corrupción.

La salida de la corrupción es tan difícil como el privarse para un dipsomaníaco de la copa ritual a las ocho de la mañana y por las mismas razones, que acaban por provocar dispepsia. Un tercio de la población salivaría de rabia si la privaran de su adicción preferida, como si les arrebataran el mando de TV con que aprietan la tecla nº 5. Para otro tercio quizás la vida mejoraría un poco, pero nadie se preguntaría por qué. Sólo para el tercio restante la instauración del control sobre las fuentes de corrupción tendría un sentido verdaderamente moral elevado, mucho más allá de la garantía material para el hombre de no ser confundido con un esclavo fiscal, sometida su conciencia a derecho de pernada mediante el voto.

Ante la «corrupción sistémica y sistemática», siempre queda la queja, el lamento, la risa, el embarazo nervioso y el desconcierto. Mucho más difícil es presuponer a esa corrupción política, económica, administrativa, mediática e intelectual, la otra corrupción, la fundante y verdadera, la que sostiene el edificio que sirve de refugio a los Aladinos de la Lámpara Maravillosa del Presupuesto estatal: la «corrupción cívica» del voto «civilizado» que lleva 40 años practicando una buena parte de la sociedad «española» sin pudor, responsabilidad, espíritu ciudadano de lo público ni sentido de la «estética».

Sabemos con certeza electoral impecable que al menos un 65% de nuestros «compatriotas» ha asumido, quiéralo o no, una «filosofía de vida» cuya primera y casi única «intuición existencial» se expresa en la recurrente máxima amoral: «Si yo estuviera en su lugar, haría lo mismo». Y cuanto más arriba en la estratificación social, la máxima resuena con mayor poder de persuasión y verosimilitud. La corrupción corrompe, no ilustra más que a los que ya están «ilustrados». Por tanto, se vive como «ruido de fondo» y «redundancia semántica».

Pero incluso así los hombres y mujeres que poseen íntimamente la clave de la suprema dignidad de la propia persona, sin comparación igualitaria con el estatus de otras personas, tienen sentido de la libertad política y de la libertad personal. La libertad, incluso cuando se postula como colectiva, es cosa de aristócratas, y en el pueblo no sólo hay «lumpen y proletarios», como la izquierda imaginaria cree, sino mucha aristocracia basada en el autorrespeto, el sentido muy arraigado de la dignidad y el orgullo, valores nada igualitarios, por cierto. Es el Régimen de 1978 el que nos ha convertido en chusma servil a los españoles de todas las clases sociales por el trato civil que nos concede a través de sus instituciones.

Por eso a veces me pregunto qué votará la cajera del supermercado de barrio cuyas manos pasan los artículos por el lector de código de la caja registradora. La misma pregunta cuando veo al director de la sucursal tan simpático pero azorado ante clientes a los que tiene que negar la hipoteca, cuando el charcutero trocea el pollo, cuando un dueño de restaurante invita a otra copa a su mejor cliente. Para mi alivio encuentro que seres más inteligentes se han hecho cargo de la dificultad que implica toda elección: les han precocinado las listas de candidatos, acotado el espacio de ideas, delimitado lo decible, pensable y decidible, y con ello les evitan, mediante tutela preventiva, la siempre secreta angustia de la libertad.

Porque si bien existe la «tutela judicial preventiva», es indudable que existe también una «tutela electoral preventiva». Nuestros sabios ex-franquistas, neo-comunistas, post-socialistas y nacionalistas periféricos de la Transición sabían muy bien lo que se hacían y para lo que lo hacían. El verdadero consenso gira sobre un sistema electoral que por coacción estructural de su sola puesta en funcionamiento aniquila toda posible manifestación de los sistemas de valores realmente existentes en la sociedad civil. Por eso los ideólogos más avanzados del Régimen dicen que la sociedad española está «infantilizada» cuando en verdad está «tutelada» por el apriori de violencia y coacción que implica el sistema proporcional, causante de la zombificación ideológica general.

Votar en España es un error que tiene cura: reflexionar a solas hasta convertirse en un sujeto moral dueño de sus propias convicciones y amo de sus propios actos. La cuestión decisiva no es la abstención como estrategia o manifestación de lo que sea, sino el acto en sí mismo, la determinación de atenerse a la propia conciencia por encima de la coacción ambiental. Porque cuando un «derecho» aparece revestido de sentimientos como el miedo o asegurado por el cálculo, si ese derecho que tiene por objeto la elección política está así condicionado, entonces no se ejerce con libertad de conciencia, que es lo único que puede darle un valor moral ante uno mismo. El voto en España es vergonzante, hasta el punto de que se oculta porque se le reconoce como algo sucio, cómplice, connivente con cosas dignas de esconderse y no confesarse.

Todo lo que, envuelto en una atmósfera enrarecida e irrespirable, existe hoy en la vida pública española, sobre todo el proceso secesionista, el recurso al populismo, la retórica antifranquista, el guerracivilismo a toro pasado, la neutralización ideológica general, las pseudo-posiciones republicanas, todo sin excepción, es el resultado querido e inevitable del dispositivo estratégico para el control de masas que es el propio sistema electoral, sobre cuyo fundamento se construye el resto de edificio institucional. Sin él, la clase política, como cuerpo unificado de intereses antisociales y antinacionales, está perdida.

Como por un conjuro mágico trazaremos un círculo que nos envuelva y mantenga ajenos a los tres males que nos destruyen: faccionalismo de partido, confusión de conceptos, ignorancia de las realidades empíricas. Apelaremos a la «sabiduría innata» de los estratos profundos de nuestro pueblo, desposeído de voz. Pero entretanto las Tres Parcas que presiden el Destino del Régimen de 1978, Anomalía de la conciencia histórica española, Anomia de la sociedad civil desmoralizada y Anarquía del sistema institucional, bailan en su Aquelarre contra la impotente realidad de los instintos pervertidos y desviados. La conciencia intelectual honesta sólo puede decir entre susurros una verdad que no será escuchada.

¿Cuál es el peor castigo? ¿Doblegar la voluntad, encerrar el cuerpo, o excluir de los beneficios?”. Esta extraordinariamente perspicaz pregunta de Michel Foucault permitirá algún día clasificar las posiciones políticas genuinas, no las imposturas grotescas que dominan hoy esta España saturada de mentira institucional y miedo silente a la verdad. Según como la responda cada uno, así será su humanidad y su temperamento moral tanto más que su ideología.

La Nación política española debe separarse de una vez del Estado para refundarse en una libertad política originaria, cuya demanda, desgraciadamente, no existe en ninguna parte en el día de hoy. Se ha podido comprobar que en las manifestaciones «españolistas» durante los días primeros de octubre de 2017 con motivo de la proclamación secesionista en Cataluña se exigía más Estado, más tutela, mayor protagonismo de los partidos «españoles», mayor dureza en la aplicación de unas leyes corruptas, pero nunca, simplemente, Libertad política, libertad respecto de la dirección extorsionista de los Partidos y el Estado, libertad para ser representados de verdad, libertad de conciencia para elegir a quienes deben decidir en todos los asuntos públicos.

El español medio cree que el Estado y su Jefatura hereditaria tienen algo que ver con él. Dado que el español no se piensa a sí mismo como ciudadano «apriori» libre de toda dependencia de una Autoridad (aquí pesa como el plomo la herencia católica y monárquica más acrítica y embrutecida), hoy no entendemos que no hay ninguna sujeción legítima a un poder si no la reconocemos libremente como algo que expresa nuestra libertad a partir de la formación del propio poder. El servilismo español, visible hasta en los menores detalles de nuestras vidas, se ha traducido en una actitud política de impotencia y fatalismo

El español medio padece de idiocia política profunda en su manera de entender su relación con el Poder, la Autoridad y las Instituciones. No se da cuenta de que puede llegar a ser lo que él quiera con sólo quererlo y unirse a otros como él que quieran lo mismo. Eso es el sentimiento elemental de la libertad política colectiva: los gobernantes son nuestros enemigo internos a los que debemos mantener a raya con «nuestras» Leyes, no sometiéndonos a las suyas como un perro sujeto de un collar. Para ser políticamente libre, lo primero es desear que esa libertad inunde todas nuestras aspiraciones y eso raramente sucede porque la inmensa mayoría confunde su libertad de movimientos físicos con la libertad en el espíritu y en las instituciones.

Por eso, la palabra griega «idiota» designa a la perfección la actitud del español actual hacia el estado de cosas político. En Atenas se llamaba «idiotai» a los que vivían por completo ajenos a la participación activa en la vida pública de la ciudad-Estado. Gente que prefería encerrarse en el ocio y el trabajo, dedicándose a sus negocios y amistades y que casi nunca asistía a la «Boule» o Consejo de hombres libres para participar, exponer sus puntos de vista y ofrecerse a los sorteos de los cargos públicos. En Atenas, sobre 100.000 habitantes, de los cuales 30.000 hombres libres con derechos, sólo 7000 sostenían la gobernación. Los «idiotai» fueron una minoría despreciada.

Por supuesto, estaban excluidos de la vida política activa los esclavos, los metecos (miembros de otras comunidades considerados extranjeros sin derechos políticos) y las mujeres. La razón de esta triple exclusión de la «democracia griega» (que nada tiene que ver con nuestra experiencia histórica moderna, que gusta vestirse con el pedigrí del mundo antiguo para disimular su condición secularizada procedente del cristianismo) se justificaba por el hecho de que sólo los hombres libres reconocidos como tales pueden defender con las armas en la mano la perduración de la ciudad-Estado, para los griegos lo más sagrado, al punto de identificarla con la inmortalidad que el culto rinde a los dioses. A los «idiotai» todo esto no les interesaba demasiado por muy diferentes circunstancias.

Exactamente igual que a los españoles actuales, votantes de listas de partido, les es indiferente o desconocida la libertad política, la permanencia de la Nación, la identidad cultural, la racionalidad, potencia y prestigio de su Estado y cualquier otra realidad que exceda la dimensión aplanada de su vida privada. Síntoma de vivir bajo un despotismo es siempre, lo que constituye un tópico de la retórica política contra la tiranía desde antes de Etienne de La Bóetie, el hecho de regodearse en la propia vileza, reconocerla, consumirla, deleitarse en ella y asumirla como «marca» de distinción. El nacionalcatolicismo franquista ya aplanó la moral con su tartufería impuesta; el Régimen de 1978 se instaló en sus escombros y de ahí un ideal de vida más propio de cerdos que de hombres.

Lo admirable de vivir bajo una semejante «Democracia avanzada» hay que buscarlo en el escaso nivel de autoexigencia que los Súdditos deben mostrar hacia lo político. La Política, esa cosa delegada y superflua, un decorado dentro del diseño «HD» del confort privado, todas esas impostadas trifulcas rápidamente difundidas y aún más velozmente consumidas, se desarrolla dentro de la burbuja asfixiante de unas camarillas anónimas de profesionales inescrupulosos, sin que el público espectador se vea afectado en lo personal.

Haber suprimido la verdadera pasión política, ligada al inspirado pensamiento político, es uno de esos irreconocibles logros de la civilización europea actual: los leones devorarán al noble gladiador pero el romano obeso y corrompido estará a salvo mirando desde las gradas. La vieja selección antinatural siempre operativa.

Potencialmente, sin que apenas lo percibamos ni aun en nosotros mismos, la invisible acción de la emulación social nos conduce hasta el nuevo «ethos» o morada existencial en que habita «el sociópata transicionista»: el Estatólatra de Partido que «se sacrifica al Estado» en aras de un interés «superior»: el suyo propio y el de su grupo. No usa tanto la declamación retórica como el silencio. Es maestro de la atenuación de los matices y el eufemismo. No promueve el Bien pero finge virtud. Su mundo está hecho de imitaciones baratas y artículos de importación. Carece de impulso creativo y le humilla el talento. Entre ellos el odio es conciencia de clase, pero nunca han acabado de matar al Padre político, por lo que su Edipo antidemocrático no está resuelto. Aman la riqueza, pero sólo si su adquisición está envuelta en vileza ostensible y oscuridad de medios. Y no obstante, les tienta la honestidad, aunque sus escrúpulos logran apartarla siempre de su camino.

Son nuestros Amos y Señores.

Podemos deshacernos de ellos en el momento en que nuestra voluntad alcance el umbral a que ya ha llegado nuestro saber.

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