«No pudo ser otro,
cuna y destino, impulso y necesidad,
deseo disipado de antiquísimas tierras,
antepasados inválidos, muerte temprana,
ancestralidad del espíritu, estirpe de la carne,
cargas, traición, discurrir de las especies.»
1
Esta España, si uno no se desliga de lo público y no es hombre ahormado en un cierto saber de la vida, los hombres y el poder, sólo ofrece la vivencia del personaje de Winston en la novela de Orwell y en la película, personaje interpretado con amor por el recién desaparecido John Hurt.
Ahora mismo: no ha sucedido nada, todo es normal, no hubo jamás ni realidad ni voluntad de secesión ni conspiración ni ilegalidad ni golpe de Estado ni Revolución legal ni firmas en documentos ni órdenes ejecutivas ni movimientos sediciosos de masas. Borrado de «Memoria histórica». Nuestro actual Presidente de Gobierno Mariano Rajoy pasará a la Historia como el gobernante que disuadió a los gobernados de «la verdad» de aquello que vivieron. El perfecto disolvente o neutralizador socialdemócrata.
No recuerdo quién decía que la política era el destino, en el sentido no tanto de “fuerza o causa desconocida y superior al género humano que se supone que controla y dirige inexorablemente todo lo que va a ocurrir, e incluso, la existencia de las personas” como de “situación o estado a que una persona o una cosa llega o ha de llegar inevitablemente guiada por esa fuerza”. Si esto es verdad, entonces nos esperan cosas inauditas, pues nuestro destino es apurar hasta las heces la inconsistencia de una mentira institucional devastadora.
Los versos de Gottfried Benn arriba citados, pertenecientes a su poema «El viejo camarero» (1938), pueden incitar a la reflexión: preguntémonos si el catalanismo no será la nostalgia envidiosa de una Historia que el «pueblo» catalán (?) nunca conoció, frente a la abrumadora y excesiva Historia de una España que no se reconoce a sí misma en ella, pues es un sujeto histórico disociado: fue sujeto histórico como Imperio Universal, es Estado nacional cuando ya no es sujeto histórico. Al haber perdido la imagen de sí misma como «universalidad», España recae políticamente en la residual multiplicidad particularista, propiciada y fomentada ésta además por un Régimen de poder que se ha adueñado del Estado y de sus instrumentos y agentes.
Ahora bien, no son los pueblos, como tales organismos hibridados de naturaleza y cultura, sino sus clases dirigentes las que quieren ser «Sujetos de la Historia» y a esa Voluntad exclusiva de las minorías envanecidas de su poder puramente estatal la llaman «Libertad», «Independencia», «Democracia» o «Soberanía»…, confundiendo todos los términos.
Es muy fácil hablar de «Nación» en tercera persona en enunciados con el verbo «ser» y declarar generalidades abstractas que a nada vinculan porque a nada comprometen, a nadie afectan y no crean dialéctica enojosa amigo/enemigo. Pero hablar de «Nación» en primera persona y preguntarse a uno mismo cómo «fui nacionalizado español» y por qué estoy naturalizado hasta el punto de tener que responder con la totalidad de mis capacidades, caracteres hereditarios y personalidad individual de esa realidad constituyente, eso es mucho más difícil y ninguna teoría viene en nuestra ayuda.
Pero hay un hecho comparativo incontestable. En el largo y complejo proceso de formación de las grandes naciones culturales y políticas europeas, nunca han surgido dentro de ellas, como vástagos indignos y rebeldes, sujetos difusores de una Anti-Britania, Anti-Francia, Anti-Alemania o Anti-Italia. Pero héte aquí que la Modernidad tardíamente acogida en España conlleva la extravagancia inexplicable de una Anti-España, notoriamente vigorosa que ocupa cátedras, escaños, consejos de Ministros, tribunales, distribuidores cinematográficos, editoriales prestigiosas, academias, direcciones de sociedades de capital privado e incluso Presidencias del Gobierno y Coronas. Alguien debería explicar esto en serio y sin recurrir a anécdotas.
Y en la misma línea de reflexión, ¿y si el catalanismo no fuese otra cosa que la expresión exacerbada de una pulsión latente y reprimida en toda la clase política, la pulsión de una Oligarquía de Estado, sabedora de su total ilegitimidad, embrutecida por su propia corrupción, consciente finalmente de que sólo puede conservar y reproducir su poder sobre la Nación española si consigue destruirla como sujeto político, después de haberla privado de la libertad política, arrastrándola por una infinidad de abyecciones que la hagan renegar de sí misma?
Siempre he pensado que Cataluña es un territorio experimental donde se ensayan discursos, ideologías y estrategias para luego probar/testar en el resto de la Colonia española. Nadie se da cuenta, pero la hegemonía cultural nada tiene que ver con la dialéctica derecha/izquierda, sino con la dialéctica España/Anti-España. Al final, la verdad de esta Historia yace en los labios cerrados de cierto personaje mitificado.
2
No se necesita ser un Sherlock Holmes del análisis político para darse cuenta de esta sencilla verdad que cabe deducir de los hechos y de las reglas de juego de un Régimen de partidos estatales como el que ahora se precipita en el abismo de la inconsciencia suicida de sus clases dirigentes: si una facción da un «golpe de Estado» con base territorial y la utiliza como «palanca» para sus objetivos, entonces es fácil suponer que todo el Estado y todas sus facciones de partido están implicadas en el «golpe». El resto de opiniones sobra. Estamos en una operación de largo aliento que es verdaderamente un autogolpe de todo el Régimen cuyo propósito desconocemos.
La ficción escénica de la «representación territorial» en manos de partidos del Estado de inspiración «nacionalista» es una peculiaridad de la muy avanzada «democracia española» que no existe ni en Estados originariamente «federales». ¿Alguien se imagina el Partido Nacionalista de California o el Movimiento bávaro de Liberación Nacional o el Frente Unido por la Independencia del Mezzogiorno o el Partido Provenzal por la Nación Occitana con poder político y aspiración secesionista dentro de sus respectivos Estados?
¿Conocemos algún movimiento «independentista» que luche por la «independencia» de su «Nación» dentro de un Estado como grupo de poder dentro de ese Estado, financiado por ese Estado, constituido por funcionarios públicos de ese Estado? ¿De verdad creemos ingenuamente que aquí se lucha por la «independencia» y no por la «hegemonía» dentro de un bloque oligárquico posesionado del Estado? ¿Realmente nos creemos las historietas para niños de que existe un «nacionalismo» catalán? ¿Nos creemos todavía las invenciones del discurso público dominante y las invenciones del discurso público dominado? ¿Los miembros del IRA y del Sinn Fein eran funcionarios del Gobierno británico?
¿La Cámara de los Comunes está formada por diputados de distrito o por funcionarios de partido? ¿A quién representa realmente un diputado «nacionalista» en el Parlamento español? ¿Es lo mismo el PARLAMENTO español que la CÁMARA DE LOS COMUNES británica? Son preguntas inquietantes, porque el nacionalismo en sistemas de representación como el británico está filtrado por el principio de representación por distrito, mientras que en España es el Estado el que se hace representar «territorialmente» ante sí mismo por fuerzas aparentemente «nacionalistas». ¿Hemos pensado alguna vez dónde estaban los «nacionalistas» el día 20 de noviembre de 1975? ¿Guardamos, como ordenan las reglas del consenso político oficial, un decoroso silencio al respecto?
Suponiendo, que es mucho suponer, que existiera conciencia del ridículo o pánico escénico en la clase política española, este bello otoño ha sido más revelador de lo que casi nadie imagina. La pantomima se acabó, las máscaras han caído, el negocio recuenta sus haberes y sus debes, los empresarios de la función circense han huido con la caja de caudales, las fieras están sueltas, los enanos empiezan a crecer, la mujer barbuda se ha casado con el hombre-bala, la contorsionista se ha dislocado el tobillo y los niños no se ríen de las caídas del payaso.
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Las elecciones weimarianas del 21 de diciembre de 2017, verdadero «streep-tease» del Régimen del 78, se ve que no sirven de nada. Pudiera suceder que hasta dos o tres millones de españoles se hicieran políticamente adultos de golpe si tan sólo dedicaran uno pocos minutos a meditar sobre el sentido de toda la secuencia de los extravagantes acontecimientos de los que han sido testigos mudos.
Me pregunto para qué sirven estas elecciones en Cataluña. Escudriño a fondo y revuelvo mis ficheros mentales, que contienen clasificados los desórdenes, irregularidades y desgobiernos, sospechados y comprobados, en mi ya larga vida sufrida como ciudadano cautivo y desarmado bajo este Régimen. No encuentro nada, quizás la impresión tantas veces repetida y familiar: una extorsión más, otra engañifa, una vejación colectiva, una infamia pronto olvidada, la visualización del horror en una de sus formas más sarcásticas. Pero el límite de la paciencia se alcanza cuando por fin se percibe que se trata en realidad del autoindulto anticipado que una clase política exhausta se da a sí misma a fin de perseverar en su ser.
Inés Arrimadas, por su juventud, belleza y aguante, es nuestra María Magdalena en el largo Via Crucis que presenciamos a cámara lenta: todo lo que puede hacer es llorar y enjugarse las lágrimas con la celulosa de las inútiles papeletas de voto que, por las razones que podrían argüirse, serán depositadas en las urnas este otro jueves de dolor electoral que tan sólo certifica que no habrá Domingo de Resurrección para nuestro anhelo reprimido de libertad política.
Debería ser un día de luto el de estas malditas elecciones en que vienen a concentrarse las atrocidades del sistema político español: su carencia de un horizonte despejado, la simulación grosera de opciones, la sordidez intelectual de su clase política, el cinismo de todas las opiniones desvergonzadas, la volátil nulidad de un voto entregado en condiciones anormales para acopio tortuoso de componendas entre camarillas del lumpen burocrático. Nadie ha pagado por los acontecimientos: todo el daño “moral” infligido a una Nación herida se trasfigura a través de este amueblado del campo de internamiento forzoso, dirigido por quienes han cambiado la camisa de fuerza por la bata de doctor sin que notemos la diferencia.
Hagamos un esfuerzo de traslación mental al contexto real en que un ciudadano español en Cataluña, cualquiera que fuese su propensión, ideología, querencia, prejuicio, ignorancia o saber lo inclinase. ¿Qué se solicitaba de él en este plebiscito pseudo-electoral? Programas no había, los candidatos eran de tercera regional, muchos eran sospechosos de irregularidades flagrantes, discursos ideológicos nadie los sospechó e Iceta no bailó por mandato imperativo de Ferraz. La participación ha sido altísima y las cuotas se han vuelto a barajar. Rajoy ha relegitimimado a sus colegas catalanes y el «lío» ese ininteligible que a él no le quita sueño. Porque las Constituciones se escriben en el agua y él ya se ha lavado las manos.
El español medio quizás piensa para sí: «El hombre tenía el poder, en sus manos estaba la decisión, es Presidente del Gobierno, la Ley lo asiste, escribe su firma en el BOE, realiza nombramientos, es jefe del partido «mayoritario», controla el poder legislativo, judicial y ejecutivo, puede influir en el Jefe del Estado, puede ordenar la movilización del Ejército, puede proclamar los Estados de Excepción y Sitio, los medios de comunicación están a su servicio…, pero entonces, ¿por qué convoca unas elecciones y no acude a su inmenso poder virtual?»
Pero es que el español medio no concibe que antes de todo eso es el Jefe de una Oligarquía consensual de Partidos. Y el principio de supervivencia del Jefe de una Oligarquía de partidos consiste en que todos los partícipes en la misma deben conservar su «tickett» electoral de «legitimidad democrática» para que el Gran Juego continúe, incluso si el propio partido desfallece, porque lo importante del Juego es que Todos participen en él y todos obtengan de su participación una parte alicuota de poder y riqueza. Es la «democracia proporcional», es decir, la extorsión bien distribuida.
Pues nada de lo que ha sucedido y va a suceder es racionalmente explicable y comprensible sin el recurso a hipótesis en absoluto fantásticas. La trivialidad y la grosería de los actores en primer plano oculta la inteligencia relativa del guión interpretado por toda la clase dirigente. Todo está «apalabrado» de antemano, hasta los «gags» de humor chusco, las gesticulaciones y las retóricas.
Tarde o temprano habrá que preguntarse por el sentido de lo que sucede en Cataluña en tanto que síntesis exacerbada de la situación política española. Quizás sea necesario pensar en una implosión a cámara lenta de todo un sistema institucional sin salida. Quizás Cataluña sea la vanguardia y la abanderada que anuncia amplificados acontecimientos posteriores, como lo viene siendo desde la Semana trágica, hoy el otoño bufonesco. Esta vulgar «patota montonera» que es la juventud hereditaria del Régimen de 1978 puede prolongar la agonía entre las capas urbanitas más antipolíticas, pero sólo televisiva, no políticamente. El Régimen de 1978 confunde ambos horizontes. También la trivialidad mata la legitimidad.
En Cataluña, antes que en ninguna otra parte, se ha podido comprobar que el Régimen de 1978 puede compatibilizar la ley de hierro de las oligarquías, en cuanto a la perpetuación de los intereses de grupo, con la circulación de las élites, en cuanto renovación del acceso al poder de nuevos grupos siempre que conserven y reproduzcan a escala mayor esos mismos intereses.
La agitación que vemos proviene del hecho de que en Madrid, en el Gobierno central y a causa de la total hegemonía de un capital financiero todavía no decidido en esta batalla de sus cuerpos de guardia, la nueva compatibilidad no se ha efectuado con garantías para los grupos implicados. Cataluña marca el camino como experimento de «cohabitación» a medio realizar entre antigua oligarquía del capital privado y élite nueva de la forma política partidista. Lo chirriante es el choque de placas dentro del bloque o plataforma dominante.
Pensemos bien esta realidad política sin subterfugios. Hasta que no llegue a entenderse que Democracia formal es igual a Nación representada en el poder legislativo ante un Estado cuya forma de gobierno esté por completo separada del modo parlamentario-partidocrático de ejercicio, y los partidos mismos sean desalojados del Estado por el sistema de representación, cualquier idea de España como principio y conciencia unificadora es una impostura que remite a una historia fracasada por haber obviado lo único necesario: que el interés de una Nación no es nunca el interés del Estado y si éste cae bajo el dominio de una Constitución oligárquica, entonces no hay otra salida que la Revolución política, no la Reforma.
La persona «bien informada» sabe que todo español que se autodeclare «español» con conciencia de serlo más allá de toda duda «metódica», es un peligro público, que debe ser «reeducado» bajo riesgo de que en el infeliz sujeto pueda llegar a madurar una «personalidad fascista» que le induzca a concebir la neurótica fantasía de que todo el sistema institucional bajo el que vive como «gobernado» es un fraude, una mentira y un horror. Quizás algún laboratorio farmacológico internacional esté ya trabajando en una línea de ansiolíticos muy aptos para el necesario tratamiento de estas anormalidades antisociales.
Cuando suena la música, el cuerpo pide “marcha”. Mientras las pasiones políticas no sean «pasiones de servidumbre», hasta cierto punto, todo está permitido y el espíritu, más sutil que el cuerpo, también se libera y desea escuchar la letra que lo conmueve. Lo que padecen los españoles no es escarlatina ideológica infantil, sino total asepsia de pasiones bien motivadas por causas nobles. De ahí la extrema pobreza de sus vidas inmoladas al Leviatán cuyos ventrílocuos son unos tipos con severo retraso mental y lesiones cognitivas irreversibles. La violencia es el sonajero agitado ante los ojos entreabiertos del bebé español que todavía está a medio formar.
Llegados a este punto de no reterno en esta incivil barbarización particularista y territorializante provocada por el Estado Autonómico, hemos de aceptar que cualquier referencia, por trivial que sea, a una «Nación» distinta a la española bajo un sistema político bien constituido, es decir, en verdad democrático (regido por el principio mayoritario real, no por el consenso de los jefes de partido) significa un delito de traición y sedición inmediatamente punible y reprimible con las penas más severas. Quien pone en duda una Nación histórico-cultural como la española, lisa y llanamente, debe ser excluido de ella: con la muerte, la prisión o el destierro. El no tener valor para ejecutar la sentencia, sólo significa que la peor chusma tiene el poder. Y así es, en efecto.
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Respecto a todos los argumentos empleados en la discusión pública sobre los acontecimientos provocados por el secesionismo catalanista, es evidente que no hay ningún problema «económico» ni «desigualdades» ni «injusticias históricas» y jamás las ha habido. Tampoco hay ningún problema de «identidad cultural» y jamás lo ha habido. Tampoco una «explotación colonial de Cataluña». Lo que hay es una «voluntad de poder» muy explícita y trabajada para erigirse en grupo dirigente dentro de un bloque formado por partidos y capitales privados unidos en intereses comunes de dominación sobre el Estado para exprimir a toda la población. De ahí la uniformidad del discurso público.
La facción catalanista del bloque oligárquico de poder, que ya estaba perfectamente formado hacia 1917-1936, como muestran los estudios de Tuñón de Lara y otros historiadores, es sólo una «punta de lanza» ofensiva de un Régimen de privilegios corporativos que comprenden los partidos que controlan las Administraciones públicas y el núcleo duro del gran capital español internacionalizado gracias a las privatizaciones concentracionistas de los Gobiernos de González y Aznar entre 1985 y 2000. De aquella concentración del poder económico dividido en facciones rivales procede el auge del «catalanismo» y la sobrepuja al resto del bloque en el poder. Han corrompido a sus partidos y éstos asumen sus luchas por el dividendo.
Habría que comenzar por cambiar la terminología para resituar el punto de vista con el que observamos el horizonte actual. En vez de emplear muy pocos apropiados términos (“nazis”, “supremacistas”, “xenófobos”) para referirse a todo el universo mental del «catalanismo» habría que decidirse por emplear una expresión técnicamente más exacta procedente del unico discurso político realmente válido de que disponemos hoy en España, el de García-Trevijano: llamemos «nacional-estatalistas» a estos “secesionistas”, pues su sola existencia es un hecho derivado del tipo de Estado y Gobierno instaurado con la Constitución del 78. Bajo otras condiciones institucionales, serían barridos sin dejar ni rastro. Como peerse en público se considera de mal gusto, así bajo otra Constitución ser «nacionalista catalán» se estimaría una descortesía y hasta una afrenta. Nos queda tanto por aprender en materia de civilidad política y buenas costumbres…
Lo que llamamos «España» es «Nación política» y «sociedad civil». Y con toda evidencia, en términos de “Constitución material”, la única histórica y políticamente relevante y efectiva, sólo existe una Nación política y una sociedad civil española. El problema no es «Cataluña» ni la «clase dirigente catalana» ni el enorme poder empresarial nucleado en torno a «La Caixa», sino todo el sistema institucional «español» que sirve a los intereses inmediatos de toda la clase económicamente dominante «española» (sea vasca, catalana, madrileña, gallega, andaluza, valenciana, canaria, balear…) a través de todos sus partidos políticos, que no son más que «órganos del Estado» que convierten en directamente «públicos», «estatales» y «prioritarios» los intereses económicos de clase de aquellos a los que sirven.
El conflicto no es «Españoles/Cataluña» sino Nación política española frente a Estado en manos de oligarcas de todos los orígenes «regionales».
Véase, por ejemplo, la oferta de conceder incentivos a las empresas que, después de cambiar sede social, quieran volver a Cataluña. Demuestra bastante bien que el privilegiar «lo catalán» es connatural a todo el Régimen político español porque éste de basa en una discriminación previa entre gobernantes y gobernados erigida en el Privilegio, cuyo modelo ejemplar y más visible es la discriminación «territorial» en que originariamente tuvo que fundarse este Régimen para disimular y ocultar la brutal dominación de clase heredada de la dictadura franquista. De ahí el papel anómalo de la “izquierda orgánica estatal” para encubrir esta «desigualdad» bajo el discurso “plurinacional” o «federal”.
Con toda evidencia, la riqueza de una Nación no es imputable a individuos, territorios o cualesquiera otras unidades de medida. La riqueza producida, distribuida y repartida es únicamente imputable a la Nación misma como unidad integradora e integrada en un Todo que supera a las partes. Si un Estado asume como principio constitutivo suyo que esa riqueza colectiva que él gestiona debe devolverse social o territorialmente según «hechos diferenciales» actuaría como el padre que divide sus bienes en función de sus humores temporales y tornadizos de simpatía o animadversión hacia sus hijos y tal facultad eminente ni siquiera está reconocida al padre en el derecho civil.
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Dice Cayetana Álvarez de Toledo, portavoz del grupo “Libres e Iguales”, en una entrevista en El Español el 24 de diciembre de 2017: «Lo que no han entendido los dos grandes partidos españoles es que se está produciendo un cambio social muy profundo en España. O que se ha producido ya y que se está ahondando en ello. Después de cuarenta años, el nacionalismo ha conseguido convencer en Cataluña a la gente de una serie de ideas. Pero, de alguna manera, la Constitución también ha tenido efectos en la población española. Y la gente ahora quiere ser igual. La idea de que un español es más que otro lo tiene muy difícil hoy en día. El PP lo tiene difícil.»
Añade Cayetana Álvarez de Toledo: «La movilización española en torno a lo catalán y la conciencia de que los derechos y libertades de nuestros conciudadanos están en juego, así como las nuestras, siguen vivas. Es la conciencia de que esto requiere movilizarse, coger un tren o un avión y manifestarse en Cataluña como lo hacíamos en su día en el País Vasco. El problema es de todos, de los extremeños, de los andaluces, de los manchegos. Y eso tiene un efecto en Cataluña, que es la movilización de la sociedad catalana en su autodefensa. Aquí lo que hay ahora es una nación cuyos ciudadanos se reconocen fraternalmente los unos a los otros. Y eso es muy importante, muy poderoso y muy emocionante.»
Ésta es la imaginación política más elaborada en este momento: la Constitución del 78 es el «gran baluarte» que nos «defiende» de las asechanzas del Mal, el secesionismo y el populismo como nuevos fantasmas que acechan al Orden Constitucional español, ahora necesitado de defensa a través de ese nuevo mito hipócrita de «Ciudadanos Libres e Iguales», pero siempre bajo las indiscutibles reglas de juego monopolista de una Oligarquía de partidos basada en el privilegio excluyente de la «representación».
Se piensa que la Constitución política de un Estado es, por sí misma, la forma política de la Nación fabricada por consenso en torno a ciertos principios, que unos conciben como cambiantes y adventicios y otros como cuasi-inmutables y cuasi-eternos, según el grado de comodidad y pereza mental de cada uno, pero en todo caso el Estado producto de esa Constitución actúa como un esquema apriorístico que define a la Nación mediante un artificio o artefacto jurídico convencional.
El cimiento teórico del «constitucionalismo» español del 78 es extremadamente endeble, carente de verdad histórica. A efectos prácticos, el nacionalismo periférico, tal como lo vivimos, es un epifenómeno de un conjunto empírico de decisiones extraordinariamente erróneas, falaces y arbitrarias tomadas en pequeño Comité por unos irresponsables, ignorantes y vulgares arribistas entre 1976 y 1980. La sociedad de entonces, como la de ahora mismo, nunca supo ni entendió lo que se le imponía como «sistema político». Todo el relato oficial sobre la elaboración de la C78 es íntegramente falso, como lo es el grosero texto mismo, como falsos son sus redactores, como falso fue todo el «proceso», como falsos son sus principios y sus «fuentes». Como falso es todo lo que hoy cobija esa Constitución, falsa su reforma y falso todo el sistema institucional y como falso es hasta el último voto del último y primer escrutinio.
Una verdadera Constitución política es una Constitución de la Nación para el Estado, por lo que éste no podría modificar ni alterar a aquélla. Cosa muy distinta es una Constitución del Estado para la Nación: en este caso, la voluntad del Estado, es decir, su clase dirigente (los partidos) tiene por fin exclusivo alterar ese «dato bruto» que es la Nación para adaptarlo a sus propias «necesidades» (explotación oligárquica y oligopolista de recursos, territorios y población). La tentativa de reforma constitucional pone en evidencia el radical enfrentamiento latente entre Estado y Nación. Quizás la clase dirigente no sea consciente de que aquí se lo juega todo.
Pensemos por un momento en las famosas fiestas de enmascarados en Venecia. El prototipo histórico de Oligarquía que duró muchos siglos y creó obras de arte inigualables en todos los géneros escénicos y musicales. La oligarquía veneciana concedió al pueblo una sola libertad: en ciertas ocasiones podía todo el mundo ocultar su rostro con una máscara de riquísima elaboración y jugar a intercambiar los roles de poder. El Estado de Partidos español reproduce la inocuidad de ese juego en el ámbito autonómico. La Reforma constitucional es la rebelión de los Enmascarados.
Sin saberlo, los españoles tienen el raro privilegio histórico de estar a la vanguardia de esa ahora por fin aflorada contradicción fundacional entre la figura latente de las Naciones históricas como formas primarias de lo político en Europa y los degenerados vástagos del Estado salido del vacuo positivismo jurídico-constitucional de una Revolución francesa que no fundó lo que pretendía fundar sino su inconfesable contrario. Lo inconfesable de este fracaso histórico es lo que hoy condiciona el atolladero de todas las instituciones: nadie sabe ya cuál es su “fuente de legitimidad”. Y esta contradicción en las condiciones de la España actual ha llegado finalmente a su secreto clímax dramático, por imperceptible que parezca.
Hay que describir correctamente la anomalía española creada a partir de la instauración del Régimen constitucional de 1978. Ningún grupo de poder jamás ha intentado aniquilar la base material y simbólica que le sirve de soporte a su ambición, que llegaba justo hasta ese límite de autoconservación y supervivencia, una vez superados los límites puramente formales a su ejercicio del poder. Lo que vemos ante nuestros ojos es, por más que se nos oculte y a la vez se nos muestre con escarnio, una experiencia histórica del todo inédita, pero que es la esencia y la lógica de un Régimen perverso de concienzuda y exhaustiva «desnacionalización». Quizás suceda que estos perversos además sean por completo idiotas o estén idiotizados por el propio sistema de selección inversa por el que obtienen poder y riqueza: creen, en su infinita ignorancia, que se puede atacar la base de una Nación sin destruir con ella su propio Estado, da igual la forma que éste adopte.
Personalidad jurídica implícitamente reconocida a los territorios como entidades políticas autoconstituidas y pronto autoconstituyentes; principio de solidaridad trasladado desde las personas físicas a esas otras fingidas personas jurídicas; singularidad, hechos diferenciales, derechos históricos, privilegios territoriales para justificar asimétricas voluntades de poder. Si alguien piensa que ese conjunto de aberraciones tiene algo que ver con el principio de racionalidad de un Estado moderno, que no admite «cuerpos intermedios» entre el individuo y el Estado (Jouvenel o Weber), que eleve su opinión a la futura ponencia del PSOE.
El Régimen español de 1978, no en el texto constitucional falsario, sino en la práctica de todo su sistema institucional, se funda en el negocio del trato diferencial. Así, por ejemplo, reconocido o no, el principio de legitimidad del concierto fiscal vasco y el cupo evoca tan sólo la idea bien simple contraria a todo Estado moderno, en cuanto prototipo de racionalidad, objetividad e imparcialidad: éste no contiene como principios reguladores reconocimientos míticos, simbólicos o históricos de «diferencias» referidas a grupos sociales, estamentos, territorios o corporaciones. Ahora bien, la Constitución española del 78 es el reconocimiento implícito de todo lo que hace a un Estado una cosa inviable desde el origen.
El único debate que debería estar incendiando a finales de este 2017 la prensa, la televisión, las cátedras universitarias de Derecho penal y Derecho político, la única cosa que una opinión pública estaría en condiciones de dirimir juiciosamente, sería tan sólo este agonístico cuestionamiento elemental: ¿por qué no se ha llevado a cabo una represión en masa de todo el nacionalismo catalán como movimiento político e ideológico subversivo del orden del Estado y conspirador contra la Nación, mediante la prohibición de todas sus organizaciones civiles, partidistas, culturales y mediáticas? Porque los Subversivos son el Estado mismo, convertido en facción criminal dentro del Estado protector.
Que en esta España política, mediática e intelectualmente irrespirable no se haya abierto el debate de la ilegalización de todas las organizaciones que han participado en un movimiento secesionista abierto y confeso, tan sólo indica y apunta, ante la incomprensión general, a quien tiene realmente el Poder fáctico, que no coincide en absoluto con el poder formalmente reconocido como «legal». Si ambos poderes coincidieran, las organizaciones secesionistas habrían sido prohibidas y perseguidas. Es lo que no sugiere con la debida penetración Pedro Insúa en su bien ponderado artículo “De la necesidad (lógica) de la ilegalización del separatismo” publicado el 12 de noviembre de 2017 en el asterisco.es, donde plantea este único y verdadero debate frente a todas las maniobras de distracción que nos acosan.
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En la raíz del problema de la reforma constitucional subyace la puesta en cuestión pública del mito del origen del Régimen de 1978: la naturaleza del consenso. Éste, para dar base de sustentación a una Constitución, no puede ser un consenso político sino social, «social» en el sentido de las formas de tratamiento civilizado en la sociabilidad común: yo soy libre si tú también lo eres en tanto que juntos poseemos y compartimos la libertad política que instaura un poder que reconocemos como legítimo. Este consenso social tiene a su vez por fundamento la Constitución material heredada de la Nación histórica. Todas las Constituciones europeas de posguerra son falsas en su raíz, y la española además instaura una falsedad doble: la del Estado sin legitimición democrática y la de la Nación desposeída de valor histórico y existencial.
¿De qué trata entonces la “Reforma de la Constitución”? ¿Qué pretende la Burocracia de Partido con ella? Desde 2014 hasta hoy hemo sido testigos de una dislocación planeada como recambio institucional, en gran parte fallido por ahora: abdicación de un Rey para relegitimar el principio monárquico (“el padre, detestable; el hijo, adorable”); creación de un nuevo sistema de partidos para reforzar el existente (“No nos representan, ahora sí”); experimento secesionista para endurecer la necesidad de un Estado Autonómico “readaptado” a la “crisis política” derivada. Cada “cambio” significa un remiendo que vuelve más ingobernable, paralizante y desfondado a un Régimen que no logra transformar su exudante “calor” institucional en “energía” legitimadora. Por eso Rajoy se reafirma en su negativa estético-higiénica a todo movimiento: nada de exudaciones malolientes con sobaqueras.
Presumo que el temor de Rajoy a la “Reforma Constitucional” es causado por una pavorosa visión infernal: el definitivo “reparto del poder territorial” contra el residuo de Estado central que resiste a su desaparición (así expresado en el documento lleno de eufemismos “Ideas para una reforma de la Constitución” redactado por los Decemviros universitarios). El núcleo de la Reforma previsible consiste en elevar a la Comunidades Autónomas al nivel virtual de verdaderos Estados Federados, de ahí el papel estratégico que pasa a ocupar un Senado directamente controlado por los Presidentes Autonómicos en régimen de paridad con el Presidente de Gobierno para las cuestiones clave de reparto de presupuesto (“financiación autonómica” no decidida por una Hacienda central sino “personalmente” “coordinada” los Presidentes Autonómicos). Involución a la situación de los barones feudales que hicieron firmar la Carta Magna a Juan Sin Tierra.
Para la clase política española ya no quedan salidas. La reforma constitucional es su último cartucho y sabe que la pólvora está mojada. Lo único que debiera preocuparles a nuestros hombres de poder partidista, si fueran un poco inteligentes, es si prefieren el retiro voluntario o involuntario, porque si eligen este último, la cosa tendrá un desenlace muy violento. Acumulan cada día más pruebas de cargo que los inculpan en acciones y omisiones que ya sólo pueden expiarse o con la libertad o con la vida. Han pasado ese límite con la «gestión» del asunto catalán. Lo saben y se dan codazos para ponerse al acelerador. No piensan frenar. Se ve el tinglado y creen que si aceleran pueden seguir huyendo de su final histórico.
El grado crítico de desconexión de una clase dirigente con su base «nacional» sólo se produjo en la época contemporánea una vez en la República de Weimar. En España la gente se cree que el «bienestar» anula las pasiones políticas. Cierto, respecto a una masa eterna de seres pasivos y conformistas. Pero ya Pareto advertía que la historia es «el cementerio de las aristocracias». El lugar de la clase política española es ése, al menos desde que su Jefe, Modelo, Arquetipo y Ejemplo abdicó en 2014. Se resisten a ser lo que ya son, cadáveres de la Historia, para evitarlo están dispuestos a «producir» cadáveres en todos los sentidos, literales y figurados. El miedo de los poderosos es un tema poco tratado, aunque es el eje de la Historia contemporánea.
La clase política española ha llegado al punto exacto de confundir su poder institucional o formal con el Poder a secas. No se da cuenta de que todo poder para serlo tiene que ser reconocido como tal, es decir, legitimado. Confunden legitimación formal con legitimación real. La primera es de orden técnico, institucional; la segunda es de orden psicológico y moral y se admira y obedece como Autoridad. El Estado concede la primera; la segunda la da la sociedad civil en tanto que Nación histórica.
La ausencia de sociedad política libre que intermedie entre ambas instancias es lo que deslegitima a esta clase política desconectada de la realidad y la mata lentamente. La total ignorancia de nuestra clase dirigente sobre el sentido de lo que es una Constitución en su doble concepto «material» y «formal» es el factor silencioso que finalmente la desautorizará y arrojará al vacío en el que se hará trasparente su «ilegitimidad de origen». Antonio García-Trevijano estará enterrado pero su discurso habrá vencido, y lo peor es que casi nadie lo sabrá.
Hasta tal punto es esto así que el Presidente del Gobierno Rajoy cree realmente que «la Nación se puede decidir», pero siempre de acuerdo con la Ley, porque para un funcionario el mandato impersonal es la suprema voluntad. Rajoy tiene en la cabeza una «teoría del Estado» que trasmite en máximas memorables como «ya seas presidente o conserje, estás sometido a la ley» o «el Estado funciona bien si los funcionarios van a la oficina». Si un nuevo reglamento declara decidible la Nación, el buen funcionario, presidente incluido, no puede negarse a acatarlo. Todo es coherente con esta visión. La obediencia al reglamento es lo primero. Sea conserje o presidente, el hombre no debe inmiscuirse en los misterios inescrutables de esta voluntad.
Si se interpreta la aplicación del 155 como un golpe de Estado de papel frente a otro golpe de Estado de papel y se comprende que ambos golpes acabarán en otro documento de papel que a su vez contendrá la verdad estratégica final de los dos primeros, entonces se obtendrá la percepción correcta de quién es verdaderamente Rajoy y la necesidad del Régimen de perpetuarlo en el poder de papel timbrado que se le ha concedido. Porque nadie como él (y toda la clase política que el Presidente de Gobierno encarna a la perfección) para “hacer política” sólo moviendo papeles en la oficina.