Desde muchos ámbitos de opinión, se insiste en hablar confusamente de una “crisis de Régimen”. Seamos cautos, porque quienes defienden esta tesis, son los mismos que habitualmente también afirman todo lo contrario y a la vez lo contrario de lo contrario.
No hay ningún «final de régimen», hay una «reconversión» vía «marketing» (reforma constitucional) sobre la base de la auto-exhibición de la corrupción y la irregularidad, a fin de precipitar los «cambios» de opinión necesarios para «relegitimar» a la clase política en virtud de un «nuevo comienzo» de pureza absolutoria general.
Los años 1993-1996 no andan lejos. Es tan fácil gobernar a los españoles que hasta esta burocracia de partidos idiotizada e idiotizante puede hacerlo sin mayores complicaciones.
Todas las líneas de argumentación a favor del Régimen del 78 confluyen en un viejo tópico literario, el lirismo embotado de la “aurea mediocritas”. Todos los argumentos están escritos bajo la inspiración de este “horacianismo político” que se observa hasta en el estilo antirretórico, claro, conciso, desapasionado.
Sólo que aquí se juzga a un régimen político, cuyas obras conocemos bien, sobre la base bien establecida de la aceptación de la impotencia colectiva, reconocida como renunciamiento virtuoso. En toda defensa o crítica parcial del Régimen del 78 yace oculta una descarnada “Apologia pro domo sua” de la propia oligarquía adoptando el punto de vista «horaciano» de la clase media subalterna.
Es la ideología latente que unifica a las clases medias, para quienes se hizo la “Reforma política” dentro del franquismo: el fin era “ponerlas al día” como nueva clase consumidora “liberada”, darles unas cuantas “libertades personales”, que la carcasa conservadora del franquismo obstruía. A cambio, la fraudulenta malversación de lo que no pensaba entregar la clase dirigente en proceso de reconstitución al servicio de la oligarquía financiera e industrial, cuya única aspiración era abrirse a “Europa”, salir al mercado de sus pares europeas para obtener las rentabilidades que el débil mercado español ya no proporcionaba.
Las carencias de aquella visión política, las limitaciones de sus ideólogos, las deformaciones de la conciencia social y nacional española perpetradas por el franquismo, las propias veleidades de un materialismo grosero de unas clases medias radicalmente despolitizadas, todo ello, que hoy perdura como único horizonte sofocante de una vida política, económica y cultural reprimida por los Partidos del Estado, es el producto de una estrategia deliberada de dominación, no el resultado de un azar ni una contingencia de la Historia.
Para el sentido común, que todas las instituciones padezcan una avanzada artrosis y muestren rostro apopléjico entre la hinchazón y el ictus es algo inconcebible. Pero para quienes las manejan, se encuentran en perfecto estado, dado que la única función de tales instituciones es ser útiles para servirse de ellas y realizar el ideal normativo más querido y rentable de la clase corporativa que las ocupa: desgobernar es la condición sin la cual esta clase política no sabría qué hacer.
Y dado que no tenemos otra experiencia de gobierno que ésta, el sentido común se satisface con tal hallazgo, pero cada cual para su capa se dice que «algo de esa salsa caiga en mis patatas», y la burocracia de partido lo sabe. Desgobernar es fácil si uno sabe «administrar» bien la «salsa».
La creencia en una «voluntad anónima e impersonal» que dirigiera y presidiera el proceso de degradación es una hipótesis fuerte de carácter casi espiritista. Más bien estamos ante una pura concertación de intereses entre «sociedades secretas» (los partidos) que comparten los mismos rituales y las mismas ambiciones y para las que el Estado no es más que un territorio de maniobra, además de un formidable negocio.
Por esa razón siempre que leo o escucho la expresión «Estado de Derecho» pienso en lo mismo: efectivamente, cierto «derecho», su práctica y concepción es la forma «regulativa» compartida mediante la cual los grupos iniciáticos no llevan la sangre al río. Esto es sovietismo, pero con educación de colegio de pago.
Los discursos mediáticos de que se alimenta la derecha social e ideológica, es decir, artículos mil veces repetidos como los de Jesús Cacho, Pedro J Ramírez, Federico Jiménez Losantos, Arcadi Espada y tantos otros del mismo espectral discurso diurno, en sus respectivos medios de comunicación, son simples «jeremiadas», viejas ya en 1995, cuando la cosa aquella de la AEPI y “la conspiración contra el felipismo”.
Tenores de voz hueca que vibra y retumba en el interior del vacío ideológico de una «derecha social» que, sin darse cuenta ni quererlo ni prevenirlo, se está convirtiendo en la columna vertebral de un Régimen exhausto y deslegitimado, pero no acabado, pues lo peor de todo lo peor imaginable está por llegar bajo modalidades inauditas que ya se vislumbran. El fin material está lejos en el tiempo, pero el final en otro plano, el de la autoridad moral, ya ha llegado.
El verdadero hecho ya consumado y definitivo es la total «pérdida de autoridad moral»: el reconocimiento social de que goza el poder y sus personificaciones, cualesquiera que sean, es una condición necesaria para poder seguir ejerciendo el poder.
Lo insólito es un régimen político que se exhibe en tanto que «desautorizado» y no obstante puede seguir durando un tiempo indefinido en pura inercia, calor sin energía.
Personalmente, experimento un inexplicable estado constante de inquietud y perplejidad que me induce a la visión lúcida de que lo peor es vivir bajo unas condiciones políticas que uno sabe en su fuero interno que llevan a un desastre sin paliativos y algo le dice que no desea ser testigo presencial del mismo.
Y la inteligencia y el buen sentido no ayudan a facilitar la digestión de esta verdad: que nada puede hacerse por evitarlo. En política, la inteligencia de las situaciones es impotente por definición. Lo que actúa es la ceguera del interés inmediato que sacrifica el futuro a la autoconservacion de una clase dominante, interés aliado de una servidumbre autohumillada en una población cuyo horizonte temporal tan sólo abarca hasta el próximo fin de semana, ritual y cíclicamente repetido.
Estamos muy lejos de la percepción correcta del estado de cosas, así como moralmente ajenos a las reacciones solícitas de disentimiento activo que debiera engendrar.
Cada vez más la sintomatología de nuestra precariedad política nos lleva a sentir en nosotros la difícil connivencia de un vestigial jeremías que anuncia el fin del mundo pecaminoso, un senil arbitrista que se acoge a cualquier veleidad de reforma vacía y un solitario hombre de carne y hueso desesperado que anhela una libertad que no sabe expresar.
Más allá de la capa polvorienta de los intereses creados de varios cientos de miles de individuos sin oficio ni beneficio incrustados en el Estado a través de los partidos en cargos remunerativos prebendarios, el problema de la clase política y de la población española es el mismo: la ignorancia sobre conceptos elementales que definen las condiciones mínimas de una «ciudadanía» consciente.
Hace tiempo que nos privaron del sencillo sentido común inspirado por un espontáneo sentimiento patriótico. Lo que puede leerse sobre la secesión catalana, el orden constitucional y su reforma, la relación entre Estado y Nación, el referéndum «pactado», la «plurinacionalidad», el Estado Autonómico, el federalismo «competitivo o asimétrico», en suma, todas las evanescentes posiciones públicas son motivos que justifican el exilio voluntario si uno ya no se identifica para nada con sus compatriotas y con lo que se les obliga a vivir como «realidad política».