REFLEXIÓN PARA ANTIFRANQUISTAS DE LA TERCERA GENERACIÓN (2017)

¿Qué representa hoy Franco en la memoria colectiva? Nada.

¿Qué significa para la clase política? Todo.

No hablamos de realidades históricas sino de procesos de simbolización.

Nuestra desfalleciente clase política padece una grave dolencia terminal: no puede reproducir su poder corporativo en el plano simbólico e ideológico. Carece de referentes, discursos y lenguaje expresivo. En lo ideológico vive tan parasitariamente de excrecencias como en lo material.

A través del símbolo «Franco», signo sin referente, vive su última experiencia heroica de ser protagonista de una Historia que ella ya no controla. El origen secreto de su verdad se le escapa.

La experiencia, salvadas las distancias, no es nueva. Fue ya la coyuntura de la burocracia de Estado del propio régimen franquista y fue la larga agonía de la burocracia de Estado soviética. Llegado cierto momento, el poder material efectivo se vacía por dentro de investidura espiritual autojustificativa y se convierte en máquina técnica perfecta de dominación social, pero sin ningún fundamento moral en las conciencias dominadas.

Hay en marcha una muy profunda crisis de reproducción del poder que el día a día en sus rutinas apenas permite vislumbrar en todas y cada una de las manifestaciones de una vida pública intoxicada en circuito cerrado por sus propios artefactos de impostura.

Se puede jugar a este divertido juego, pero sólo sabiendo que las cartas están marcadas y los jugadores no son quienes dicen ser.

En España, lo que se hace pasar por «izquierda» es lo que los dueños del Estado quieren hacer pasar por «izquierda».

¿De qué fondo de la conciencia social colectiva, de qué estratificación social real, de qué intereses concretos y expresados de grupos activos organizados puede surgir una izquierda que es pura y simplemente un adminículo, un apéndice del propio Estado constituido oligárquicamente? La «izquierda» social está por descubrir. Lo que habla en su nombre es una burocracia profesional ruidosa pero irrelevante.

 ¿Hay un Tribunal de la Historia? ¿La conciencia moral puede ser ese Tribunal? ¿El mal provocado por los hombres que actúan en la Historia es condenable, reconciliable, redimible, perdonable? ¿Tiene sentido plantearse estas preguntas desde la conciencia moral y para sí misma? Esas eran las preguntas que, por ejemplo, se hacía Hannah Arendt sobre un asunto parecido al que constituye el trasfondo de esta actualidad. Pero quien hace mal las preguntas, puede encontrar respuestas inquietantes.

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