DISCUSIÓN SOBRE LA «CORRECCIÓN POLÍTICA» (2016-2017)

La discusión sobre lo políticamente correcto es fascinante porque desata muchos de los nudos de la forma específica de la dominación actual de las burocracias estatales instituidas como monopolizadoras del poder político desde hace ya más de 60 años.

En su origen estadounidense, la “corrección política” es una deliberada estrategia del Partido Demócrata para captar apoyos en sectores de población muy numerosa en EEUU de carácter «extrasistémico» y alcanzar su despliegue y apogeo en el primer mandato de Clinton.

Como “saber académico” fue ensayada desde el campo teórico a partir de los años 70 en los departamentos universitarios de Humanidades y Ciencias Sociales inspirados por las tendencias posmodernas francesas de la deconstrucción de las filiaciones históricas, étnicas, religiosas y se extendió a todos los demás campos de la vida social con las reivindicaciones de las minorías y los segmentos excluidos.

Se olvida siempre que los EEUU es una sociedad a la vez de una complejidad y pluralidad extremas y de una uniformidad casi aterradora. Lo políticamente correcto es la fórmula «progresista» de una convivencia forzada y violenta en una desigualdad profunda revestida de igualdad formal. Lo políticamente correcto es el equivalente a una «isonomía» de la que ha desaparecido el fundamento ético colectivo.

Hay un capítulo de «Los Simpson», entre los mejores de la serie, que relata exactamente el proceso de invención e implantación social de lo políticamente correcto a través de las univesidades. El asunto es muy complejo, porque en EEUU el control social no es político sino «moral», dado que su base protestante es reluctante a lo político (lo público-colectivo) o más bien a su autonomía como esfera separada del quehacer social, y sitúa en el campo de los hábitos y costumbres «sociales» el punto nodal de la dominación: el poder no apunta a la forma puramente legal de la coacción sino que se introduce en lo «ético», en el sentido del «ethos» colectivo condicionante a su vez del «individual».

Lo chocante para la mentalidad de una parte de la población estadounidense es esta imposición sentida como ejercida por el poder político centralizado y no por el poder de la opinión pública plural y dispersa en la sociedad civil, algo que ya vio muy bien Tocqueville en 1830-1840 como la verdad secreta del funcionamiento «democrático» de la sociedad norteamericana: que ella misma producía «descentralizadamente» y de manera orgánica sus opiniones, valores, hábitos y costumbres y no eran determinadas por un poder político-público estatal, que por entonces apenas existía con la fuerza y extensión que tiene hoy.

«En todos los dogmas de lo políticamente correcto se criminaliza a alguien o algo que, “casualmente”, representa un principio o valor esencial de nuestra civilización:…»

En la Europa actual, el funcionamiento de las partidocracias, una vez que las sociedades se han estatalizado hasta cierto punto y sin apenas notarlo, el siguiente paso es inventar una especie de policía política del pensamiento como forma sutil de control social y dirigirla de modo inquisitivo hacia donde queden residuos de algo todavía no estatalizado, es decir, no sometido a los patrones normativos salidos de quienes dominan el poder político: la familia en primerísimo lugar; el «pueblo» o «nación» en segundo lugar; las confesiones y creencias religiosas en tercer lugar; las razas como entidades culturales en cuarto lugar.

La familia y la función social del hombre («imagen paterna») constituye el eje del ataque, porque ahí todavía anidan filiaciones no racionalizables por el Estado, focos de resistencia de una vieja autoridad (en el fondo no está lejos el «pater familias» clásico) no autorizada por el Estado, nichos de una moralidad privada no normalizada por el Estado.

Que esto se produzca en todo Occidente, con independencia del régimen político que encabeza este proceso de nivelación (uno más entre muchos otros más antiguos), es llamativo, pero quizás sucede que las sociedades occidentales han llegado a tal grado de atomización que los Estados, siempre operativos en la línea de un construcctivismo o artificicialismo creador de la «relación social» a través de la juridización de la vida en comunidad, ahora actúan ciegamente, aunque sea hacia dentro, para destruir su base biológica, económica y cultural, o bien tienen que fingir un control de las mismas al precio de la desestabilización general de todos los criterios de sentido «tradicional».

Es un hecho bien conocido que cuando los Estados no hacen la guerra hacia afuera, la hacen hacia dentro. Si a eso añade que la clase política europeo-occidental, una burocracia que en muy poco se diferencia de su modelo soviético, por su funcionamiento interno y su voluntad de resistencia y perduración más allá de una «misión histórica» que no tiene, es una clase política que pilota los comandos institucionales de Estados carentes de legitimidad, lo políticamente correcto se le aparece como una suerte de asidero o percha de la que colgar sus últimas ambiciones de «funcionalidad normativa» o «voluntad de racionalización». Pero esto es inmanente al Estado moderno, aunque la «socialdemocracia» europea sea su ocupante actual.

El territorio de lo moral y lo cultural siempre ha sido un reto al Estado moderno en su estrategia implícita de ocupar todos los espacios de la vida en comunidad. El concepto de «Estado total» es la verdad del Estado, y es cierto que la socialdemocracia europea está en la base de este proceso y ha colaborado mejor que ninguna otra ideología sistémica en su advenimiento.

Esta infiltración estatalista de control normativo público se observa en el modo artificial como ha sido introducido desde arriba por élites de formación europea, de carácter marcadamente “eurocéntrico” o “etnocéntrico-occidental”, con una muy marcada hegemonía cultural del elemento intelectual judío, como lo fue ya en el bolchevismo originario, con el que tan emparentado está “lo políticamente correcto” en cuanto voluntad férrea, rígida e intolerante de practicar “la moral del resentimiento”, apoyándose sobre el universo moral y simbólico de los excluidos de toda especie y rango: elevar moralmente a los “loosers” para favorecer las posiciones de privilegio y hegemonía de las minorías que sostienen ese discurso y se legitiman como tales mediante su administración.

Pero esta estrategia nada tiene que ver con principios políticos como la integración partidocrática ni la representación parlamentaria y los partidos estatales o societarios son quizás en parte las terminales, pero no los agentes, de procesos de civilización cuya génesis y orientación se empiezan a comprender sólo en su consumación.

A mi juicio, “lo políticamente correcto” es una “superreacción” (de ahí su cuádruple efecto “superestructural” o ideológico-jurídico-moral-normativo) de determinadas élites de oscuro origen y vocación rencorosa autodestructiva que se han hecho con el poder político y desde él imponen sus concepciones degradantes a todos los demás. Sin el elemento judeo-cristiano, muchos fenómenos de la cultura europeo-occidental son incomprensibles.

En la cultura europeo-occidental hay al menos dos filiaciones históricas fundacionales, y hoy una de ellas es la dominante. Y dado que las izquierdas son las que mejor han incubado el germen o embrión de esa tendencia, ellas son las que mejor pueden ejecutarlo y administrarlo en los momentos de descomposición de todas las últimas tradiciones históricas. Allí donde el vacío resplandece, una moral del rencor se ha hecho con el poder. Su síntoma y su patología: la pérdida colectiva de energía, el pesimismo cultural, la apatía biológica, la incredulidad, el hastío profundo de sí mismo, el odio de su propia historia, la desnacionalización, el desarraigo existencial, la autoculpabilización y la autoincriminación. En comparación con el Occidente actual, el bolchevismo tenía la energía, al menos destructiva, de una central nuclear.

La censura, persecución y ausencia de pensamiento libre acompañan por todas partes como una larga sombra a las metodologías de implantación quirúrgica de la “corrección política”. Es un asunto de caza mayor y hay que utilizar la munición que corresponda al tamaño de la presa. La corrección política amenaza esenciales principios democráticos. Afirmación válida para EEUU, donde la corrección política dispara contra verdaderos elefantes salvajes con trompa y colmillos, no para Europa y mucho menos para España, donde la corrección política dispara a indefensas y diminutas perdices y liebres.

Jamás he observado en España que nadie tenga la menor preocupación por el asunto de la “libertad de pensamiento y discurso”, por la sencilla razón de que en la esfera pública española no hay ningún pensamiento efectivo, ningún discurso salvo el único del consenso de los partidos y los medios a su servicio. Los pocos que piensan o han pensado están muertos o marginados y no son creadores de corrientes de opinión capaces de enfrentarse a lo que domina en esa esfera consensual, porque no disponen de los medios de comunicación ni de las instituciones que lo permitieran.

Aquí hay corrección política, sin duda su principio se ha intentado introducir y triunfa de un modo mucho más sibilino y disfrazado, ejecutivo-normativo, ya que es capaz de producir legislación de aplicación inmediata vía judicial, procesal y policial, pero no hay reacción contra ella porque no hay ninguna libertad de pensamiento. Alaridos, mugidos y ladridos no son pensamiento ni exponen ninguna libertad: sólo dolor innombrable, malestar no localizado y ausencia de expresión política.

En EEUU se puede luchar contra la corrección política porque aquellos ciudadanos, si plantan cara individualmente, disponen todavía de un espacio formal de libertad política instituida de carácter colectivo (pueden elegir directamente a un jefe del ejecutivo que intente liberarlos de lo que desprecian porque los oprime y desmoraliza con culpabilizaciones imaginarias).

Donde no se da tal condición, la corrección política tiene vía libre en el modo “orwelliano” puro de acceso al espacio privado e íntimo. El trasfondo de la corrección política en EEUU no es otro que un multiculturalismo cada vez peor digerido y gestionado por una clase dirigente en el fondo enamorada y seducida por la eficacia del control social viejo-europeo. Mucho más experimentado, como heredero que es de toda una tradición secular de Administración Total de vidas y haciendas, derechos y libertades otorgadas y revocables.

En España, la corrección política es el brazo armado del consenso virado hacia los tópicos de la facción estatal izquierdista y nacionalista de la burocracia política. La derecha política oficial se deja hacer y hurgar, como las putas poco melindrosas. Si hay cargos que repartir en las nuevas instituciones derivadas del seguimiento en los múltiples observatorios y paritorios sociales, cómo no va a dejarse engatusar…

La enumeración de los territorios de bestialización moral juridificada en que opera con preferencia este constructo ideológico es larga y monótona, porque una única voz recita en ella su “hágase la Luz”: delitos de odio, delitos de violencia de género, memoria histórica, tergiversaciones partidistas de identidades nacionales, manipulaciones de historias regionales, eufemismos políticos y burocráticos que dejan a la lengua española tiritando de frío y vergüenza, en fin, todos estos procedimientos en cada uno de sus diferentes ámbitos de acción van dirigidos a rehacer modalidades de conducta, expresión pública y discursos.

Hay quien se pone tetas nuevas, hay quien se alarga el pene, hay quien cambia de pareja alegando mal aliento, bajo estas condiciones, ¿cómo vamos a pedir que una clase política que vive de expoliarnos y prostituirnos en lo material no nos dé el cambiazo también en lo espiritual y moral con cosas como la historia, la nación, la familia, la propiedad, las diferencias de sexos, la educación, la convivencia social o la inmigración? ¿Dejar que cada uno se forma libremente su opinión y pueda expresarla políticamente? Eso no es una conducta tolerable para el Estado bajo ninguna circunstancia.

Fuera de un orden tradicional, consuetudinario, heredado, de distribución y asignación de funciones y roles, ¿quién determina lo que «está bien»? Sin darse cuenta, cuando uno refiere lo políticamente correcto a cuestiones esenciales de designación de bien y mal, entra en el meollo de la cuestión. Lo que se llama «ethos» (moral colectiva que regula lo público y lo privado) en sentido etimológico estricto determina el bien y el mal en una sociedad.

Cuando ese bien y ese mal empiezan a discutirse públicamente a partir de Sócrates con criterios puramente intelectuales, es decir, argumentativos, el «ethos» queda desestabilizado en la vigencia de su espontaneidad y surgen las escuelas «éticas» individualistas (estoicismo y epicureísmo sobre todo por su gran trascendencia histórica). Primera racionalización seguida de la primera individualización de la conciencia moral occidental.

El cristianismo se extiende como religión de salvación individual de todos los hombres que acepten una determinada fe (la fe en un Dios que se ha hecho hombre para salvar a sus fieles). La nueva distinción entre bien y mal queda establecida dogmáticamente por un sistema institucional de creencias cuya guardián es la institución eclesiástica. Segunda racionalización e individualización de la conciencia moral occidental.

Cuando aparecen los Estados modernos y la Reforma protestante, se deja en manos del individuo el criterio sobre el bien y el mal si y sólo si sigue perteneciendo a una confesión religiosa que le impone esos criterios morales de bien y mal, pero que ahora puede elegir dentro de un amplio margen de autonomía en función de la nueva libertad de conciencia religiosa. Tercera racionalización e individualización de la conciencia moral occidental.

Durante un periodo largo, que corresponde al periodo clásico del liberalismo y el parlamentarismo, el Estado se desentiende de la cuestión moral (¿qué está bien y qué está mal?), porque todavía no es una cuestión «política» en sentido schmittiano (el contenido moral no se distribuye ni inmiscuye en la oposición amigo/enemigo, tanto interno como externo).

¿Cuándo se convierte «lo moral» en una cuestión política en sentido siempre schmittiano? Probablemente con los Juicios de Nüremberg ya se dio el primer paso decisivo de la terrible confusión interesada entre los criterios políticos y morales, que es lo que filosóficamente hablando subyace a la corrección política. Las matanzas de la guerra se convierten en crímenes de unos, ordenados personalmente por unos, pero son «acciones legítimas de guerra y liberación de pueblos» si los cometen otros.

Esta hipocresía fundacional es el sedimento de la mentalidad que permite desenvolverse al espíritu farisaico de lo políticamente correcto. Su crítica ya fue esbozada repetidas veces por Carl Schmiitt en casi todos sus textos de los años 20 y especialmente en «El concepto de lo político».

Entonces centró la triple crítica en la burguesía, su liberalismo político y la forma anglosajona de confundir moral y política (el Tratado de Versalles, a mi juicio, es el primer documento histórico de lo políticamente correcto, que desencadenó lo que es bien conocido como sistema internacional de la ofensa, la humillación y la venganza).

Es lógico que la hegemonía mundial de los EEUU haya producido extraordinarias distorsiones en los criterios del bien y el mal, porque la mentalidad americana cree que en lo público deben predominar las mismas categorías morales que en lo privado. Ellos mismos han acabado por enredarse en lo que primero impusieron a otros.

Se olvida con frecuencia que la mentalidad de origen en EEUU es la de un fariseísmo llevado al extremo de la inconsciencia más ciega, como demuestran los personajes de la película «Un Dios salvaje». La reconciliación con la verdad primitiva del ser humano sólo llega con la pequeña Walpurgis del whisky de 12 años consumido con alegría inhibitoria por las dos parejas de exquisitos, activos y cultos ejemplares de la clase media neoyorkina.

El tipo iniciático de estatalismo contemporáneo hace su primera y gran aparición fulgurante en los límites bárbaros de la civilización europeo-occidental bajo la figura del “Enemigo de Clase” en el contexto de una práctica política deliberada basada en una metafísica materialista de la Historia construida en torno al Sujeto de la misma llamada “Proletariado”: en los primerísimos años 20 con el «judeo-bolchevismo», que en su origen vivo no es ninguna fantasía alocada sino algo muy real, tanto como la muerte colectiva de millones de rusos inocentes a manos de la policía política del partido bolchevique: lo que los primeros exiliados rusos de origen alemán vieron cara a cara operando en una sociedad por completo desvertebrada caída de repente en manos de una pequeñísima camarilla de judíos que utilizaron el bolchevismo, el terrorismo nihilista y el aparato estatal de nueva planta para hacer exactamente lo que hoy hace la corrección política sin matanzas ni campos de trabajo forzado. Lo que ocurrió desde 1917 es algo inédito en la Historia europea y nadie se ha atrevido a analizarlo bajo categorías idóneas de pensamiento.

El enemigo de clase es hoy el enemigo de género: todo hombre en tanto que hombre es un potencial maltratador, como todo burgués en tanto burgués es un explotador y por tanto no hay que tener contemplaciones de ninguna especie en extirparlo; todo hombre blanco en tanto que hombre blanco es heredero del esclavismo y la esclavización de la población africana.

Todo el sistema lógico del razonamiento apunta a la culpabilización de grupos de adscripción en el grado de la máxima abstracción y generalidad: género, raza, clase, nacionalidad.

Exactamente éste el modo operativo de pensar judeo-cristiano y judeo-bolchevique. Por tanto, dado que este estrato de pensamiento mágico está operativo en el inconsciente izquierdista del esclavo liberado, es bastante coherente que esa sea la vía de expresión de su sublevación contra las presuntas injusticias cósmicas.

En último término, el Enemigo absoluto es el orden del

Mundo en tanto que lugar del Mal absoluto. Sólo desde las raíces judías de la cultura occidental, absolutizadas y secularizadas por Marx en términos político-económicos, es posible pensar así. Lenin añadió el dogmatismo cerrado de la formación partidista elitista de secta secreta y la corrección política actual es la forma «cool» y «light» del mismo principio de enemistad intramundana absolutizada bajo categorías morales de victimismo, inculpación preventiva y rencor hacia sí mismo. Porque quien se crea y se inventa enemigos por el odio que motiva el resentimiento, sobre todo desde la posición de inferioridad moral sublimada, se odia sobre todo a sí mismo, porque no quiere ser aquello que es.

El principio que organiza la ideología es el mismo: la inversión de las jerarquías para colocar arriba al elemento inferior y sometido, con la excusa de una «liberación», simulando una igualación que es en realidad una nueva forma de dominación de ambos elementos, superior e inferior, por un tercero que es el grupo que realmente busca su sublimación y ascenso.

Nadie que no esté bien impregnado de los textos de Marx y Lenin, entre otros, pueden entender qué es la corrección política. El texto moralmente más repugnante que he leído es la prolija y reiterativa parte de la «Ideología alemana» de Marx dedicada a la crítica de Max Stirner. Pero en cualquier otro lugar de la obra de Marx se respira por anticipado el frío polar de los campos siberianos que sí conoció Dostoievski y de cuyas interioridades pudo hablar por anticipado.

Por eso en EEUU sólo la inteligencia judía puede entender intelectualmente qué es eso de la corrección política, aunque en modo alguno sea ella ni el resto de la comunidad judía estadounidense la que haya impuesto o influido de algún modo para producir esto que efectivamente es un retroceso a un estado de primitivismo moral, que ya Nietzsche concibió dentro de su crítica a la moral del resentimiento. Todo está dicho y descrito a la perfección en pasajes memorables de la «Genealogía de la moral«.

Los intelectuales de ciertas élites (a las que no atribuiremos por cortesía una específica adscripción ideológica y ello es inquietante por sí mismo, porque diluye la responsabilidad del sujeto enunciador del discurso público en un anónimo “se dice”) intentan trasmitir la idea, públicamente reconocida y en creciente difusión, de que “la gente corriente” genera, promueve, comparte y se adhiere a falsas creencias, mitos grotescos, burdas mentiras, sentimentalismos baratos y emociones desorientadas.

Por tanto, hay una oposición entre “élites” y “gente corriente”. ¿Pero qué “élites”y qué “gente corriente”? Es decir, que la “ordinary people” parece haberse puesto a “pensar y sentir” por sí misma, lo que tendría, a juicio de esas “élites”, unas consecuencias indeseables, sobre todo si se traducen en “decisiones políticas colectivas” quizás, quién sabe, “desafortunadas”. Hasta aquí la voz de Javier Benegas en mi lectura de algunos de sus artículos en VozPópuli el otoño pasado de 2016.

Ahora las preguntas pertinentes a Javier Benegas desde mi lectura.

¿Quiénes son esas élites?¿Cuáles son sus resortes de poder? ¿Qué ideologías las inspiran y las sustentan en esa su extraordinaria “legitimidad moral” de asignar criterios de verdad o mentira? ¿Se reproduce aquí, a una nueva escala y bajo unas nuevas condiciones, la llamada “dialéctica de la Ilustración” hegeliana?

Es decir, la clase cultivada y todopoderosa en el Occidente mundializado actual, el del cosmopolitismo y el multiculturalismo, asumiendo el papel de la burguesía clásica europea, de la que nuestra élite actual es heredera por su miedo al “pueblo ignorante” (?), sostiene el discurso sobre el carácter “supersticioso” de la “fe popular” sin darse cuenta de que el contenido de su propio discurso también se funda sobre una petición de principio: el hecho de que es también y nada más que una pura y simple creencia basada en una mera certeza subjetiva (el poder de la Razón para “iluminar” o “ilustrar” el mundo a través del conocimiento racional).

La ilustración burguesa del XVIII creía sinceramente que era portadora de la Razón Universal (las Luces, en el sentido de “las luces de la razón”) frente a la religión productora de “supersticiones” a las que se les presta fe y por tanto certeza subjetiva. Ese pueblo debía ser “iluminado” o ilustrado”, incluso mediante el “sano despotismo” de los poseedores de la Razón Universal, facultad suprema de la Humanidad, de la que el pueblo estaba muy insuficientemente dotado o incluso, por qué no, desprovisto.

¿En qué momento surgen estas condiciones culturales de enfrentamiento entre élites ilustradas y pueblos ignorantes? ¿Dos siglos y medio de liberalismo político, de revoluciones políticas, de “democracia”, de “espíritu científico”, de “progreso moral» y seguimos en las mismas condiciones “filosóficas” que en 1789?

Una de dos: o no ha habido tales cosas “reales” como procesos de liberación del Hombre (en realidad, nunca las hubo: tesis de toda la corriente nihilista revolucionaria conservadora de Nietzsche a Foucault) o bien estas bellas y buenas cosas ilustradas han fracasado o han sido “incumplidas” como proyecto “utópico” moralmente superior (tesis de la Escuela de Francfurt y de Habermas, es decir de la izquierda post-utópica y post-marxista más intelectualizada, pero cuyas ideas son hoy tópicos circulantes cuya paternidad casi nadie conoce).

¿Hay algo de “realismo político” en estos análisis actuales sobre la “postverdad”? No más que en las críticas ilustradas a las masas populares imbuidas de “superstición” en el siglo XVIII.

El discurso de Javier Benegas, consciente o inconscientemente, se sitúa en lo que los libros de Historia contemporánea llaman “espíritu contrarrevolucionario”. Pero cabe preguntarse entonces, ¿cuál ha sido la Revolución a la que las élites reaccionan? ¿quiénes son aquí los “revolucionarios” y “los contrarrevolucionarios”? La Revolución silenciosa ha sido la de lo políticamente correcto. La Contrarrevolución ha sido la “reacción” de la “ordinary people” contra lo políticamente correcto.

¿Dónde están los españoles aguerridos en estas “épicas luchas”? Pues un poco como estaban en el siglo XVIII: aterrorizados de tener que verse obligados a pensar por una vez por sí mismos, sin que el Estado y sus agentes piensen por ellos.

¿Y si la primera manifestación histórica de la corrección política, el prototipo de todas las demás, que no son tan novedosas como se insinúa, hubiera sido el monoteísmo, en el preciso sentido en que el pueblo elegido que practicaba la Ley Mosaica, al designar a los dioses de los otros pueblos que lo rodeaban, más cultos, más ricos, más bellos, más poderosos, más numerosos, más prolíficos, más creadores, mejor dotados para todo, salvo para el resentimiento convertido en arte psicológico, los llamaba “los dioses de los gentiles”, falsos, objetos demoníacos de idolatría bestial, como si su número plural, su “humanidad demasiado humana”, su singularización y diferenciación fueran un atentado contra la Unidad y lo Mismo?

Esto merece una meditación, pues la raíz de cierta forma de concebir la política en nada difiere de esta concepción del mundo en la que el Mal se presenta como la Alteridad, el Otro o lo Otro, que uno admira y desprecia a la vez, porque reconoce su diferencia como amenaza existencial para la autoconservación del pequeño grupo eternamente vencido y malogrado al que uno pertenece.

Para el buen entendedor, no se necesitan más argumentos para saber a dónde apuntan estas inquietantes cuestiones. Si la ideología inspiradora de la corrección política se identifica con ciertas élites, está bastante claro cuál es el origen intelectual y moral de sus premisas implícitas. La dominación mediante la inyección de resentimiento en vena es el rasgo definidor de muy determinados grupos humanos, que en sociedades niveladas son fácilmente reclutables en todos los estratos, tanto más cuanto que los valores nobles y elevados ya no existen o lo que queda de ellos no tiene ningún valor regulativo.
No hay machistas más que para los que al idealizar al macho lo denigran, porque ellos no pueden encarnar su ideal fantasioso.

No hay desnudez culpable más que para aquellos que odian un cuerpo al que temen por su potencia de seducción, porque su belleza evidente encarna la denigración de su oscuro espíritu impuro.

No hay derechos a la discriminación positiva más que para aquellos que sólo pueden concebir la vida como una cuestión de supervivencia mutilada y nunca como lo que cada uno debe hacer consigo mismo y nada más.

No hay comunidades oprimidas más que para aquellos que imaginan un mundo en el que su debilidad pudiera transformarse ella misma en opresiva para los que designan como sus opresores.

No hay mujeres maltratadas en cuanto objetos pasivos de una imaginaria “violencia de género” más que para aquellos que fantasean con la violencia como un humor u hormona secretable automáticamente por categorías sociales (“géneros”) a las que se asigna apriorísticamente tal condicionamiento biológico.

Lo que protege a una sociedad de sí misma son sus más arraigados prejuicios, como el sistema inmunológico protege al organismo de las múltiples agresiones interiores y exteriores que debe afrontar para sobrevivir. La tarea ilustrada de «desprejuiciar» a una sociedad es siempre señal de que un proceso de estatalización del orden social se ha puesto en marcha.

Estatalizar el orden social significa que el curso de los prejuicios debe «canalizarse». Pero estatalizar es lo contrario de «civilizar». «Civilizar» se civiliza la propia sociedad a sí misma mediante procedimientos de autodisciplina emanados de ella misma a través de hábitos y costumbres. El primer Estado moderno, el tipo absolutista, creó en buena medida la llamada «sociedad cortesana» como una forma de refinamiento de las conductas sociales aceptables para el modo de funcionamiento jerárquico del nuevo Estado.

Civilizar» es hacer previsible el comportamiento del otro en tanto desconocido con el que uno entra en contacto. Desde muy pronto aquí empezó a operar el Estado moderno, pues su verdadera esencia y función no es otra que la de volver previsible y domesticar al hombre. Hobbes ya lo sabía y esta parte de su obra se suele obviar.

«Civilizar» es estatalizar al hombre ofreciéndole seguridad a cambio de una renuncia definitiva a la espontaneidad. El prejuicio social, desde muy pronto, fue el objeto de esta lucha estatal por normalizar al hombre. Hoy, en un estadio superavanzado de este proceso, la corrección política no tiene nada de patológico o anormal en la lógica histórica europeo-occidental. Es una fase ulterior de esta fase de «estatalización del hombre» a través de la cual hay que desarraigar del hombre normalizado cualquier pulsión agresiva: castrados los instintos elementales, los prejuicios deben seguir el curso de desaparición prediseñada para alcanzar el «bello» objetivo de una sociedad desprejuiciada, liofilizada, envuelta al vacío, incapaz en definitiva de reacción defensiva alguna. No es lo mismo gobernar sobre lobos que gobernar a corderitos.

Entonces «civilizar» se vuelve lo contrario de lo que en su origen fue: no el refinamiento social de la autodisciplina y estetización de la conducta con la añagaza de valores nobles y elevados, aunque hipócritas (la sociedad ya corrompida de «Las amistades peligrosas» de Laclos) sino la barbarie estatalizada y su fealdad omnipresente (la sociedad invertida de «Un Dios salvaje» de Roman Polansky).

A propósito de la ideología de género, sólo la literatura amorosa más elevada puede oponer un dique a esta barbarie moral, porque, fuera de la experiencia amorosa sublimada por la gran literatura, donde unión y separación del hombre y la mujer son lo mismo porque son imposibles (polos que se buscan y no se encuentran), el género es algo indiferente en la banalidad de lo cotidiano: ahí, hombre y mujer son sólo animales de carga arreados por el orden social, desechos de la Historia.

Cuando se trata de hablar de diferencias y del concepto mismo de diferencia, yo gusto de evocar la siguiente máxima: “El bramán y el paria no son desiguales entre sí, porque uno no es la medida del otro. Su diferencia reside en que cada uno tiene un destino diferente”. O dicho a la francesa: “El destino del bramán es otro que el destino del paria” (Baudrillard). Y la proposición invertida también es cierta y dice lo mismo. Para el hombre y mujer, en cualquier cultura y en cualquier momento, el otro es su destino pero cada uno tiene el suyo, de ahí que no puedan encontrarse bajo una subsunción de un destino común más que en el amor llevado al límite. Lo demás es sociedad, ciencia y aburrimiento. Aquí sólo la literatura nos hace justicia.

Feminidad soñada: la que sólo vive en la mente y en el deseo del hombre. Las mujeres podrán congregarse por millones pero jamás producirán esa imagen que no puede provenir sino de otra parte. Si las mujeres ya no aceptan ser soñadas –incluso en la fantasía de la violencia- perderán hasta su goce y su derecho. El hombre ha pretendido expulsar de su cabeza la influencia de la seducción femenina; el privilegio aterrador del sexo liberado consiste en pretender el monopolio de su propio sexo: “Yo no viviré ya ni siquiera en vuestros sueños”. El hombre debe seguir siendo dueño de la mujer ideal” (Jean Baudrillard, Cool Memories, 1986)

El ojo no puede mirarse a sí mismo. El texto citado no dice qué y cuál es la imagen de la mujer, no dicta una esencia ni un estereotipo social, como parece usted creer sino que indica tan sólo formalmente que ella, la mujer, usted misma si lo es, no puede producir su propia imagen, como no la puede producir nadie de sí mismo, ni yo de mí mismo como hombre. Otro tiene que reconocernos e imaginarnos.

El texto trata de la relación de alteridad, es decir, expone de un modo claro y sencillo el pensamiento de que el otro para mí, aquí «la» mujer o «esta» mujer, no tiene ningún ser «propio» para mí más que porque es otro y por tanto algo o alguien imaginado y a quien sólo puedo conocer imaginándolo. Esto es fácil de entender. La mujer o el hombre no existen más que como proyecciones mutuas y da igual si son falsas o verdaderas. El tipo de pensamiento “feminista” que sustenta esa “valorización de la mujer y de lo femenino”, que en el fondo niega, cree que convirtiendo a la mujer en Sujeto de Derechos, que ya valen muy poco en sociedades en descomposición, la está liberando.

Hay que hacerse una última pregunta sobre el dispositivo de control social que es la corrección política en sus prácticas bajo las condiciones de funcionamiento del régimen español vigente: ¿de verdad tiene algo que ver con la «sociedad» española o no es más bien la manifestación de la violencia ideológica institucional que se ejerce sobre ella para modelizar normativamente su percepción de sí misma desde las instancias de poder? La anomalía y el desquiciamiento proceden de esta operación mediante la cual el poder crea todas estas «derivas» publicitarias que escenifican su propio funcionamiento. El vacío de la representación política real es la causa última de esta ficcionalización de lo público.

Por lo demás, todo está sometido a las pautas de un guión que asigna a cada uno sus papeles. Como en todas las demás «situaciones dramáticas convencionales» del régimen, aquí está trabajando su potencia para envolvernos en sus categorías, criterios y pautas de control social. Que sea la ideología de género, la ideología economicista, el discurso burocratizante, la esquizofrenia antifranquista, el delirio nacionalista, el apoliticismo neofranquista, eso da igual, todos son pistas falsas de juego para una sociedad tutelada sin libertad política.

La ausencia de discusión pública de asuntos realmente serios es lo que determina este soliloquio intelectual aquí mismo practicado en vacío sobre una cuestión como la del género y la corrección política que dan para tesis doctorales y «críticas» mediáticas pero que en modo alguno definen las coordenadas de la dominación actual. Al contrario, son burdas telarañas para rellenar los huecos de un presente moribundo. Lo desquiciado es que esto sea objeto de reflexión seria.

Todo lo que hoy circula en el planisferio de lo público es una pura «agitación» teledirigida desde arriba para obligarnos a encuadramientos forzosos, dialécticas fungibles y moralmente corrompidas, amigo/enemigo, babias intelectuales para adictos a burocracias delictivas. El discurso de la corrección política generalizar una «violencia ideológica» latente a todos los asuntos públicos que nos ocupan, y ello determina que todos sin excepción sean delirantes, impostados, puros «fakes» de tercera mano, todos burlas veladas dirigidas a un pueblo alelado, a una sociedad indiferente, fórmulas mágicas para animar cadáveres políticos cuyas almas nos habitan, extrañan y asolan, distorsionando la percepción de la realidad que el Kurtz conradiano supo nombrar.

La percepción que se nos obliga a adoptar como participación en lo público se expresa bastante fielmente en este pasaje de un artículo, donde el “respeto” a una dignidad indefinida se trasforma en poder autónomo de censura y control:

Esa es la clave: la dignidad humana como mínimo denominador común a todos los individuos de la especie. Supone reconocer que el prójimo, como nosotros mismos, es dueño de sus actos y de su destino. Cuestión de dignidad humana es respetar que un niño se sienta niña o una niña se sienta niño.” (Antonio Casado, El Confidencial).

Plurisexualidad, plurinacionalidad: si lo primero entra en la mollera del público alelado por artes mágicas, lo segundo cuela igual. El discurso del «sentirse así «. Terry Eagleton, un verdadero marxista británico, critica esta posmoderna «estética como ideología»: nos definimos, no por la clase, la religión, la nación, sino por «lo que sentimos». Pero ahí todo se equivale en la fugacidad y la inconstancia.

Es una forma de neutralización de las verdaderas dialécticas sociales e ideológicas, que sólo pueden producirse bajo sistemas políticos que se sustenten sobre alguna forma realista de representación de la sociedad civil. Todo aquello de que aquí se habla en última instancia es la anomalía profunda de un estado de cosas en que todo lo social, moral y cultural, además de lo político-jurídico, es producido desde arriba por instancias estatales, cuyo arbitrio y fin es reproducir esa misma neutralización originaria.

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