LA DÁDIVA (2009)

I

Has llegado otra vez

cuando ya nada te anunciaba:

un tiempo apaciguado aún se removía

ante los ojos cansados de espera.

Cuánta luz

se ha fundido en tu luz,

cuánta imagen

ha sido nuevamente convocada,

cuántas hadas

se han adormecido en la larga vigilia…

Lejos, siempre lejos y más lejos.

Pero cuando por fin adviene el acontecimiento,

debías acogerlo en su forma única.

¿Qué pasión puede vencer

a la de los ofrecimientos del azar?

Tanto he descendido

hasta el yo y el tú de los diálogos diferidos,

tanto he buscado

en cada luz la figuración de su revelación silenciosa,

tanto he tenido que amar

cuando no había nada que amar…

Todo, un vano consumirse obstinado

en el sueño y en su agitación incierta.

Pero si has llegado otra vez,

el tiempo se abre

y no quiere ninguna promesa,

pues todo es ahora cumplimiento a través de ti.

II

Puedes apagarte en cada momento:

eres conato infinito de tiempo renovado.

Puedes apagarte en cada momento:

todo empieza una y otra vez,

si así lo quieres.

Pero mejor apagarse por fin

sin ya acordarse de uno mismo:

como la demora lenta

con la que el sol se pone en julio.

Apagarse así,

dejándolo todo a medias, por hacer:

sin la pasión estúpida

de lo que quiere completarse.

No hay continuidad

para lo que has querido ordenar,

convocando fragmentos y restos.

No te pertenece ningún orden,

el secreto, el oculto,

te llevaba de la mano sin saberlo.

Por eso tienes que apagarte

y saber apagarse es lo más difícil,

sin lamento ni resistencia.

La sombra en su llegada

no hace violencia,

da al mundo otro aspecto.

III

Cuando la luz nueva de un otoño benévolo

(no creías que su sol volviera a deshelarte alguna vez),

quiere anunciar que la cosecha está madura,

no te apresures a recogerla.

Sabes que debes esperar todavía,

aunque en la vieja ánfora

no queden ni aromas ni posos

de un exótico vino lejano.

Sabes que si has de sembrar nueva simiente

en tu tierra por fin bendecida,

no recogerás nada que tú mismo

no hayas entregado antes en sacrificio.

Por eso, ya no eres codicioso,

no quieres nada más que lo que mereces obtener

a cambio de tus cuidados sin deuda,

y amas nuevamente este sol otoñal

que te revela un sabio aroma de vino lejano.

Olvida ahora el naufragio en que tanto se perdió,

no fue culpable la ceguera ingenua de tu juventud,

pues así es como uno se embarca siempre:

con la ansiosa vista puesta

hacia donde el deseo confunde

la permanencia con los espejismos

de horizontes cambiantes.

El tiempo que te queda

no es más que tu tiempo de renovación

hacia interpretaciones de lo mismo:

aves en tu cielo solitario,

cuyo vuelo has observado tantas veces,

amedrentado o gozoso,

sin engañarte sobre sus pretensiones de verdad.

IV

(Variación sobre unos poemas de Gottfried Benn)

Demasiado has amado a los grandes temporalistas,

ellos también amigos del círculo y el anillo,

porque los perdidos en su propio laberinto

quizás necesitan de una luz y una oscuridad más intensas:

lo acogedor puede ser a menudo lo aterrador,

cuando los límites de un mundo inhabitable

nos apresan en el ejercicio del yo.

Comprendes el éxtasis del que mira al cielo

y se cree dueño de un saber mejor,

no ignoras tampoco la beatitud del que renuncia

cuando todos los poderes son fruto de un pacto asesino

y las canciones de cuna fomentan las adormideras.

Pero tú, inclinado sobre tu propio esfuerzo

de un vivir obstinado,

no abarcas más que el pasar inquieto

de lo transitorio a lo mudable,

no te confías y no te entregas a lo eterno,

pues todo hombre

sin poder vivir del momento, al momento se debe”.

Te has preguntado de dónde proceden

las señales de algo diferente del momento

y no has encontrado señales ni respuesta,

pues también las palabras hacen muecas

no siempre honestas

de un dolor sólo temporal:

nunca escuchamos en el tono de su apelación

las voces auténticas de los desolladeros del mundo

o de los aullideros interiores,

tanto más fatales que aquéllos.

Si hay una gloria de lo eterno,

está sellada bajo los sellos del secreto,

como se escapa el amor en la respiración

acompañada de los amantes en el beso.

V

Si la mirada se agota

en los reflejos trucados

de los cuerpos que enmudecieron…

Si la mirada ya no resiste

el peso del mundo,

porque el sueño se adueña de la luz

que vino de un oriente simulado…

¿A quién dirigirás ahora la plegaria, el canto?

Si las estatuas son sólo estatuas

y hace tiempo que las cubre la sal

humedecida por brisas de mares fríos y oscuros…

Pero ahora buscas,

apenas poseído por el viejo don,

como buscaría un ciego con el tacto,

la última huella de un calor improbable

y te agitas preguntando de dónde vino y para qué

esta exhausta certeza de otra luz.

Los poemas eran invocaciones

a una presencia más real

que la del cuerpo y el espíritu,

y si esa presencia quería la forma de mujer,

¿por qué creíste siempre en la fuerza del encantamiento,

en los poderes contrarios del sortilegio?

¿Acaso no comprendiste que el dolor sin nombre

fue tu única verdad, la única compañera?

VI

Errancia, senderos extraviados,

aquí y allá, alguna migaja de sentido,

algún instante de clarividencia,

alguna forma no demasiado opaca de compañía.

Buscabas a veces en tu jardín otoñecido

rosas amarillas, las más raras,

las más difíciles de cultivar,

las de florecimiento más tardío.

Luego, en tierras baldías,

hierbajos pateados por reses de matadero.

Pasos perdidos, mal orientado

por un sol que se ocultaba demasiado pronto:

oscuridad inhóspita otra vez de las noches,

miedo a cruzar otra vez los umbrales

del viejo dolor en la casa vacía.

Paredes estrechas, ángulos muertos

del pensamiento, zonas de penumbra:

se hunden todas las medidas,

el yo, la inflamación grosera del alma,

el tú, el hallazgo más iluso de la nada.

Las horas del sueño apaciguado te abandonaron

a las maquinaciones de los espejismos,

pues quien lleva desiertos dentro

no sabe dónde hallar el agua para su sed.

Pero todos los hastíos redimidos

quisieron ser llama inexhausta,

palabras reverdecidas en labios

aún no marchitados por la exacción del vivir.

Y toda despedida sabe a boca petrificada.

VII

¿Quisiste ser alguien diferente?

No hay culpa en haber deseado belleza invisible,

cuando había que inventar el amor,

sus ritos y el estilo

que un mundo hueco empobreció.

Cada uno tiene su parte de ella

y a ella la devuelve.

En las largas vigilias silenciosas

que ahora te renuevan,

como un hontanar inagotable de horas

que redimen del tiempo no vivido,

vas tejiendo poco a poco la guirnalda

para tu insaciado deseo de una belleza visible:

otro cuerpo y otro gesto

que aprendes a leer en el movimiento

si un alma se te anuncia y te espera.

No podías ser alguien diferente,

ni un hombre, ni un río, ni un lago,

bajo cielos que no podías reflejar,

sólo esta corriente oscura que en la calma o el temblor

siempre presintió otra profundidad y otras orillas.

A través de los poemas

construyes una nada que se os parece,

con el placer insoportable de ser por un momento leve

el mejor yo con quien dialogas,

adivinando la forma en torno de su vacío,

la forma que espera la mano que la anime,

el vacío hecho para la forma.

Y no quieres ser alguien diferente,

porque ahora sólo piensas en devolver

lo que se te ha dado:

ofreces aire para su respiración,

ofreces luz para su risa,

porque te ofrece aire para tu respiración,

luz para tu risa,

y, como antes nadie, te inventa en su presencia

y te destina en su ausencia a otra ilusión

más allá del gozo y del dolor.

VIII

De los días antojadizos

que se consumían en juegos

con flores de trapo y una pasión extrañada;

de las noches aniñadas

que se refractaban demasiado lúcidas

en la superficie acerada de nuestros espejos,

sólo quedarán olvidadizos y fatuos

los despojos,

mal encadenados al capricho de una libertad

que en su propio exceso se hiere a sí misma,

pero no puede dejar de herirse para ser libertad:

esos versos,

ni hallazgo hacia los atajos del porvenir,

ni solicitud hacia las encrucijadas del pasado:

lucha antagónica y amistosa contra la nada,

estremecido agonismo tenso y delicado

de un azar y una necesidad,

tan tuyos en lo áspero

como en lo dulce suyos.

Porque quien escribe versos en un mundo

escombrado de sentimientos esdrújulos

sólo responde a una pregunta,

que otro yo, desconocido y porfiado, le dirige:

Amor mío,

mi alegría y mi pesar,

¿para qué las palabras

a las que les arrebataron el alma

si las aves de corral saben cloquear

y nada más necesita el hombre?”

IX

Vivo un tiempo suspendido entre dos orillas.

El puente que las unía eras tú,

mi viejo amor de tantos otoños anticipados,

una vida a la que no supe devolver

la gracia y el destino

que ella misma me hubo concedido.

Pero ya no es transitable el puente

y el tiempo corroyó todos sus puntos de amarre.

La memoria no me vincula a nada.

Cuando quiero cruzar la separación,

un viento brusco agita las banderas

que al otro lado se alzan

y me esperan para el combate:

desplegadas en mi corazón ondean y restallan,

no hay paz, no hay tregua, nunca las hubo.

Los recuerdos cambian y me cambian,

ya no soy el mismo,

su sentido se multiplica bajo máscaras

ahora y siempre,

cuando yo era mi mejor enemigo

contra todos y contra ti,

que quisiste asistirme

en el desvalimiento de la juventud estéril

y en la enfermedad de los años de aprendizaje.

Los recuerdos no se agotan,

aunque estemos fatigados de su cortés insistencia,

de su misericordiosa obsequiosidad,

pues a veces su tedio es el único auxilio

contra la violencia del deseo

y ellos te necesitan

para que el vivir no sea idéntico al vivir.

Lentos y mansos,

como animales domesticados,

vamos siendo conducidos hasta el altar

en que ellos nos sacrifican,

pero al menos desconocen

el oprobio común del juicio, la culpa y la condena.

Vivir como el saltimbanqui no es fácil,

el único riesgo verdadero es encontrar el rostro

de aquel sobre el que quisimos saltar

por encima de nuestras fuerzas.

Su mirada desconfiada no nos engaña,

él sabe que ninguna herida es para siempre,

por eso busca en un juego banal

el rostro verdadero de sí mismo,

cuando está cerca de la muerte,

la que sólo quiere que alguien se atreva a acariciarla.

Entonces, por un instante de miedo y éxtasis,

lo sabe y lo recordará:

nunca el mundo fue tan bello como ante el vacío.

X

Amor y odio,

desasosiego perpetuo en la balanza,

han decidido por mí

que tú eras materia indiscernible

para el uno y para el otro.

Seas curación o herida,

beso para la traición o beso para la comunión,

cuando todo te llama y te requiere,

no he podido ser ni amado ni amante.

La claridad, la sombra,

una era mi refugio, otra mi pasión.

Pero no toleré nunca

que una luz más pura

astilla quemada o carbón fuera,

para calentar medias noches de amor

entre pausas de comodidad a medida.

Para qué ahora este despertar,

cuando me miran espejos de coral verde claro,

de los que a veces emergen mares sepultados,

y no sé ya qué responderles

sino sólo hundirme en ellos,

hasta apurar el último calor de su incendio,

hasta agotar el último silencio de su cansancio.

XI

De noche a noche,

en medio la sinrazón,

tranquila o desbocada,

que también sabe dar sus razones

para seguir viviendo,

como si convocase su corte leal

de ilusiones aduladoras

para halagar la impaciencia de un rey melancólico:

juego de manos bufonesco,

contra la eternidad del aburrimiento,

eso también es el amor y Provenza lo sabía.

Corazones y cabezas, almas muertas,

cabezas aventadas de inercia,

pero sólidamente sostenidas sobre los hombros;

corazones a los que vistieron hace tiempo

con la mortaja de última creación;

almas cuya cosecha se recogió muy tarde

y, a falta de algo mejor, se bebió su vino ácido.

Pero no hay que marcharse

y abandonar demasiado pronto,

hay que mantener la distancia y el aplomo,

si las manos no alcanzan los racimos,

tampoco los ojos ven más que lo que quieren ver.

Las invenciones, las ponemos nosotros:

dulzura de un gesto, reciedumbre de una voz,

fascinación de un mirar hipnótico,

ligereza de gacela, lasitud de esclava,

sonrisa arcangélica o taimada.

Desde ciertas perspectivas,

los valles quizás parezcan montañas;

los arroyos, ríos caudalosos;

los campos que empiezan a secarse,

praderas del paraíso,

muy próximas a ser descubiertas

por exploradores extraviados en lo incierto.

En el amor,

más vale una costumbre que ninguna,

más vale hacerse al hábito

que no tener hábito alguno,

más vale mal vivir de él que bien morir de él.

Pero los caminos se estrechan

cuando más los necesitas,

y el retorno es como una resaca largamente diferida,

de manera que debes seguir bebiendo un poco más.

XII

Esta otra intimidad comienza tarde,

cuando la fantasía crea al fantasma

que antes evocaran las palabras.

Un pavor, algo sin nombre,

te acoge en su violento oscilar

del exaltarse a las pequeñas lágrimas,

como si existiera una armonía secreta

en este juego de la vigilia y el sueño.

Y si apareces ahora en el sueño,

otra tarde de invierno

en que te veré marchar sola

bajo el aguacero que no te toca:

que sea para traerme el favor o la gracia,

no la copia de una belleza

que yo mismo he inventado,

lejana e impalpable,

sino la tuya mejor,

sin el ropaje de esta imagen que te deforma.

En este duro volver a la luz

del día que se apaga,

el sueño liberador se vuelve mudo,

sabe mucho más de lo que expresa,

calla mucho más de lo que sabe,

y yo tengo que interrogar al rostro

como a una esfinge de humo

que con signos de incertidumbre me asedia.

Y así se escapa el enigma,

todo lo que busco

se vuelve espejo de su contrario,

como aspereza y dulzura

intercambian sus máscaras,

y siento el frío

que desprenden sus párpados helados,

rosa oscura sobre ojos de claridad verde

que miran al infinito y no me encuentran.

XIII

Cuando quedaban mujeres

en tierras envejecidas

y demográficamente saturadas,

a las que había que iluminar con luz eléctrica

para resaltar su angélica feminidad

o su demonismo atávico

(en cualquier caso, una diferencia afortunada

que unos hombres huecos habían olvidado) -,

el apenas disimulado claroscuro de la “vagina dentata”

se proyectaba sobre multitudes

a las que el tedio industrial y el “Herrschaft des Arbeites”

arrojaba hasta los cinematógrafos

que olían a traje apolillado de funcionario,

más o menos en la época de Lili Marlene,

en el otoño catástrofico de 1942 -,

cuando el cerco de Stalingrado,

la dulce espía alemana

y el sobrio poeta castellano, falangista vacilante

(¿qué hacía un hombre tan mal dotado

en una guerra de hombres?),

en Ronda, la ciudad rilkiana,

entonces bienaventurada

por la ausencia de turismo cultural,

sí, ellos dos a solas pasaron días y noches

(¿quién lo diría?)

de los que nadie debería guardar memoria,

salvo quizás la mente universal del poeta,

y su discreción será respetada.

Hoy, en un mundo petrificado,

en el que los viajes de diseño

sustituyen a la aventura personal,

la bruta indiferencia de la rutina

a la coquetería espiritual,

el exabrupto banal, la broma meliflua

o el educado ademán apenas perceptible

de no sentir nada a propósito de nada,

normas del cinismo más perspicaz;

con la fotografía presente

de aquella Hexe,

Podewils de abolengo periclitado,

signo de una Europa acanallada,

pero aún con fuerzas para un último heroísmo,

al servicio ella de cualquier causa

(como todos nosotros, con o sin prosapia ilustre,

pero igualmente merecedores de la ofensa),

pienso en el final de un tiempo

y en la renovación del tiempo por venir,

el dolor y la alegría se funden en un gesto amistoso,

que desearía dirigir a quien más adelante leyera esto,

cuando ya la vida haya dejado de agitarse en la nulidad.

Como la de esta mujer

que por un solo momento de estupor y desconcierto

me ha hecho volver a sentirla viva,

con su olor, su voz, la música secreta

de sus gestos y movimientos más singulares:

sus hombros y su busto estrechos,

los ojos de azul oscuro como lago de alta montaña,

el noble perfil antiguo,

casta bien lograda a través de los siglos,

mezcla confusa de las sangres, los cuerpos y los espíritus,

en actos de amor auténticos o fingidos;

pequeño pecho,

como el de toda mujer con alma,

que respira, sonríe, mira y ama sólo a través de ella,

como su piel más delicada y segura;

labios sensuales, no muy marcados,

de niña tenaz y caprichosa;

mentón y pómulos bien delineados,

poderosos y bellos como su raza,

la que por breve tiempo

-tal la fugacidad de una tarde de invierno‑

se reflejó intensamente sobre su rostro,

pues la pasión profunda no es común a todos.

Espiritualizar la general rapacidad de todo deseo -,

hacerlo muy pocos saben,

pero luego hay que vivir como un perro doméstico

al que arrojan las sobras

de los advenedizos, los esnobs y los superfluos.

XIV

Agradecido a este otoño

que sin haberlo querido

me hace perdurar más allá de la memoria,

unciendo palabras a luz nueva,

uniendo deseo contrario

que difiere de sí mismo,

ganando en desposesión

que no lamenta su pérdida:

luz, lamento o deseo

que han sabido aguardar

para el momento de honestidad última

en que más los necesitaba.

Siempre lo otro

llega a su tiempo,

-repítelo para no olvidar

y para no ser descortés contigo mismo-:

lo imposible puede esperar.

Ahora sólo te importa

este regresar veleidoso

de las palabras que te buscan

y quieren acogerte en su dolorido

calor recién recuperado,

palabras tal vez sanadas o sólo convalecientes,

después de tanta fanfarria

de multicolorido homúnculo saltarín,

pues demasiado te habías mezquinamente adornado

con legajos de humanidad moribunda.

XV

Los cielos grises nos acompañaban

en nuestros viajes, a veces eran cárdenos,

con las ofuscaciones de metales

oxidados hace mucho.

Dábamos vueltas girando sobre el vacío,

lo encontrábamos en todas partes,

los cielos seguían grises o cárdenos -,

a veces, por algún resquicio de tiempo,

como la sonrisa en un rostro que sorprendemos

tras la cristalera de un tren en marcha,

podíamos ver un sol lejano…

Por un momento, confiábamos

en lo imposible o en lo posible,

estar poseídos sin estar aplastados

era lo único que nos consolaba.

Todos los amaneceres que no compartiremos

me acusan de negligencia.

Todos los poemas

en que quise adivinar quién eras

sin saber cómo reconocerte

me reprochan la impostura.

Ahora que los poemas y los amaneceres

-en un silencio creador de esta verdad-

se alían para que nada olvide

de este tiempo únicamente tuyo,

dejo vagar el advenir en lo cumplido,

pues haber vivido con pasión

en lo incumplido fue fatalidad.

XVI

Oculto fluir se adensa

en penumbras insondables

que dividen los días y las noches;

los momentos se vuelven grumos,

acideces, nada realmente decantado:

como algo perdido en habitaciones

con muebles realquilados.

Todo es ahora lugar sin nombre,

estancia vacante,

espacio excesivo, deshabitado,

para un cuerpo cualquiera

que vaga encerrado en su desnudez.

Sobrevueles o te sumerjas:

los polos no se aproximan,

ni agitación violenta en el sueño,

ni ánimo renovado en la vigilia:

imágenes sin referencia a afecto,

sólo más y más lugares para desaparecer,

cuando toda mirada daña

un pudor enajenado de sí mismo.

Osificaciones de alma,

escarificaciones rituales del espíritu

aquietado en la bonanza del insomnio salvaje,

tiempo que crece como arenas

que se deslizan hacia un mar

imaginariamente embravecido:

sin margen ni poder para ser otra cosa,

un yo lentamente aniquilado

por la sombra, pero sin sombra.

Entonces, no hace falta multiplicar el dolor:

no lo mide ningún reloj,

no se deja sorprender por el pensamiento,

no se deja suspender por la canción,

se expande por todas partes

y sus senderos llevan

a donde menos se espera:

hallazgo para las aves oscuras

que te depredan entre escombreras

hechas de hábitos, afanes, perdones.

XVII

“…felicidad,

ventaja prematura de una pérdida cercana”

Rilke

El paisaje nevado, hoy, dónde -,

no recuerdas tampoco la primera vez

al despertar lejano, tristeza incomunicable

de humedad en patios de recreo.

La belleza ya entonces oprimida

contra los muros de la rutina,

la belleza invisible que tantas ansias

reunió desde la infancia humillada,

el anuncio de la pobre libertad del niño

encerrado entre las sienes pensativas

de su soledad, todavía no plateadas

por brillos de ofuscaciones interiores.

Este paisaje, que fue blancura

siempre prometida de futuro,

se ahoga ahora de normalidad fingida,

decrepitud de legajos humanos,

cuando inevitablemente se posa en ti

el largo gesto detenido del adiós,

la pueril sonrisa petrificada del amor,

todo lo que al fin vuelve idénticos

los horizontes aplanados.

Si los cielos se vaciaban desde su origen,

qué quedará para después,

para cuando el tiempo se haya consumado -,

cómo, si no en la pérdida creciente

de toda memoria, seguir en la paciente espera:

otra vez arrojar a la hoguera los poemas,

otra vez recontar decoloraciones y escamas,

otra inmisericorde celebración de las cenizas

para aventar los momentos ya sidos pero por venir.

XVIII

Cómo amar

(no pude darte otro nombre

que luz que se fundía en mi luz),

sin la maldición de la fe ciega

en el poseer.

Amarte quise sin despedir,

como en torpes cuerdas mal ajustadas,

la nota que rompiera la armonía

de tu unidad interior.

No quería ser un yo solo

disolviendo en mezcla confusa todo el tú,

en lento darse como tímida caricia

de un aire que sabe su fuerza

pero la reserva.

Amar sin la maldición del poseer

es la fascinación pura del abrirse

para devolver en eco la huella limpia

de todo acento, espíritu o tacto,

sin haber querido nada a cambio.

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