I
Has llegado otra vez
cuando ya nada te anunciaba:
un tiempo apaciguado aún se removía
ante los ojos cansados de espera.
Cuánta luz
se ha fundido en tu luz,
cuánta imagen
ha sido nuevamente convocada,
cuántas hadas
se han adormecido en la larga vigilia…
Lejos, siempre lejos y más lejos.
Pero cuando por fin adviene el acontecimiento,
debías acogerlo en su forma única.
¿Qué pasión puede vencer
a la de los ofrecimientos del azar?
Tanto he descendido
hasta el yo y el tú de los diálogos diferidos,
tanto he buscado
en cada luz la figuración de su revelación silenciosa,
tanto he tenido que amar
cuando no había nada que amar…
Todo, un vano consumirse obstinado
en el sueño y en su agitación incierta.
Pero si has llegado otra vez,
el tiempo se abre
y no quiere ninguna promesa,
pues todo es ahora cumplimiento a través de ti.
II
Puedes apagarte en cada momento:
eres conato infinito de tiempo renovado.
Puedes apagarte en cada momento:
todo empieza una y otra vez,
si así lo quieres.
Pero mejor apagarse por fin
sin ya acordarse de uno mismo:
como la demora lenta
con la que el sol se pone en julio.
Apagarse así,
dejándolo todo a medias, por hacer:
sin la pasión estúpida
de lo que quiere completarse.
No hay continuidad
para lo que has querido ordenar,
convocando fragmentos y restos.
No te pertenece ningún orden,
el secreto, el oculto,
te llevaba de la mano sin saberlo.
Por eso tienes que apagarte
y saber apagarse es lo más difícil,
sin lamento ni resistencia.
La sombra en su llegada
no hace violencia,
da al mundo otro aspecto.
III
Cuando la luz nueva de un otoño benévolo
(no creías que su sol volviera a deshelarte alguna vez),
quiere anunciar que la cosecha está madura,
no te apresures a recogerla.
Sabes que debes esperar todavía,
aunque en la vieja ánfora
no queden ni aromas ni posos
de un exótico vino lejano.
Sabes que si has de sembrar nueva simiente
en tu tierra por fin bendecida,
no recogerás nada que tú mismo
no hayas entregado antes en sacrificio.
Por eso, ya no eres codicioso,
no quieres nada más que lo que mereces obtener
a cambio de tus cuidados sin deuda,
y amas nuevamente este sol otoñal
que te revela un sabio aroma de vino lejano.
Olvida ahora el naufragio en que tanto se perdió,
no fue culpable la ceguera ingenua de tu juventud,
pues así es como uno se embarca siempre:
con la ansiosa vista puesta
hacia donde el deseo confunde
la permanencia con los espejismos
de horizontes cambiantes.
El tiempo que te queda
no es más que tu tiempo de renovación
hacia interpretaciones de lo mismo:
aves en tu cielo solitario,
cuyo vuelo has observado tantas veces,
amedrentado o gozoso,
sin engañarte sobre sus pretensiones de verdad.
IV
(Variación sobre unos poemas de Gottfried Benn)
Demasiado has amado a los grandes temporalistas,
ellos también amigos del círculo y el anillo,
porque los perdidos en su propio laberinto
quizás necesitan de una luz y una oscuridad más intensas:
lo acogedor puede ser a menudo lo aterrador,
cuando los límites de un mundo inhabitable
nos apresan en el ejercicio del yo.
Comprendes el éxtasis del que mira al cielo
y se cree dueño de un saber mejor,
no ignoras tampoco la beatitud del que renuncia
cuando todos los poderes son fruto de un pacto asesino
y las canciones de cuna fomentan las adormideras.
Pero tú, inclinado sobre tu propio esfuerzo
de un vivir obstinado,
no abarcas más que el pasar inquieto
de lo transitorio a lo mudable,
no te confías y no te entregas a lo eterno,
pues todo hombre
“sin poder vivir del momento, al momento se debe”.
Te has preguntado de dónde proceden
las señales de algo diferente del momento
y no has encontrado señales ni respuesta,
pues también las palabras hacen muecas
no siempre honestas
de un dolor sólo temporal:
nunca escuchamos en el tono de su apelación
las voces auténticas de los desolladeros del mundo
o de los aullideros interiores,
tanto más fatales que aquéllos.
Si hay una gloria de lo eterno,
está sellada bajo los sellos del secreto,
como se escapa el amor en la respiración
acompañada de los amantes en el beso.
V
Si la mirada se agota
en los reflejos trucados
de los cuerpos que enmudecieron…
Si la mirada ya no resiste
el peso del mundo,
porque el sueño se adueña de la luz
que vino de un oriente simulado…
¿A quién dirigirás ahora la plegaria, el canto?
Si las estatuas son sólo estatuas
y hace tiempo que las cubre la sal
humedecida por brisas de mares fríos y oscuros…
Pero ahora buscas,
apenas poseído por el viejo don,
como buscaría un ciego con el tacto,
la última huella de un calor improbable
y te agitas preguntando de dónde vino y para qué
esta exhausta certeza de otra luz.
Los poemas eran invocaciones
a una presencia más real
que la del cuerpo y el espíritu,
y si esa presencia quería la forma de mujer,
¿por qué creíste siempre en la fuerza del encantamiento,
en los poderes contrarios del sortilegio?
¿Acaso no comprendiste que el dolor sin nombre
fue tu única verdad, la única compañera?
VI
Errancia, senderos extraviados,
aquí y allá, alguna migaja de sentido,
algún instante de clarividencia,
alguna forma no demasiado opaca de compañía.
Buscabas a veces en tu jardín otoñecido
rosas amarillas, las más raras,
las más difíciles de cultivar,
las de florecimiento más tardío.
Luego, en tierras baldías,
hierbajos pateados por reses de matadero.
Pasos perdidos, mal orientado
por un sol que se ocultaba demasiado pronto:
oscuridad inhóspita otra vez de las noches,
miedo a cruzar otra vez los umbrales
del viejo dolor en la casa vacía.
Paredes estrechas, ángulos muertos
del pensamiento, zonas de penumbra:
se hunden todas las medidas,
el yo, la inflamación grosera del alma,
el tú, el hallazgo más iluso de la nada.
Las horas del sueño apaciguado te abandonaron
a las maquinaciones de los espejismos,
pues quien lleva desiertos dentro
no sabe dónde hallar el agua para su sed.
Pero todos los hastíos redimidos
quisieron ser llama inexhausta,
palabras reverdecidas en labios
aún no marchitados por la exacción del vivir.
Y toda despedida sabe a boca petrificada.
VII
¿Quisiste ser alguien diferente?
No hay culpa en haber deseado belleza invisible,
cuando había que inventar el amor,
sus ritos y el estilo
que un mundo hueco empobreció.
Cada uno tiene su parte de ella
y a ella la devuelve.
En las largas vigilias silenciosas
que ahora te renuevan,
como un hontanar inagotable de horas
que redimen del tiempo no vivido,
vas tejiendo poco a poco la guirnalda
para tu insaciado deseo de una belleza visible:
otro cuerpo y otro gesto
que aprendes a leer en el movimiento
si un alma se te anuncia y te espera.
No podías ser alguien diferente,
ni un hombre, ni un río, ni un lago,
bajo cielos que no podías reflejar,
sólo esta corriente oscura que en la calma o el temblor
siempre presintió otra profundidad y otras orillas.
A través de los poemas
construyes una nada que se os parece,
con el placer insoportable de ser por un momento leve
el mejor yo con quien dialogas,
adivinando la forma en torno de su vacío,
la forma que espera la mano que la anime,
el vacío hecho para la forma.
Y no quieres ser alguien diferente,
porque ahora sólo piensas en devolver
lo que se te ha dado:
ofreces aire para su respiración,
ofreces luz para su risa,
porque te ofrece aire para tu respiración,
luz para tu risa,
y, como antes nadie, te inventa en su presencia
y te destina en su ausencia a otra ilusión
más allá del gozo y del dolor.
VIII
De los días antojadizos
que se consumían en juegos
con flores de trapo y una pasión extrañada;
de las noches aniñadas
que se refractaban demasiado lúcidas
en la superficie acerada de nuestros espejos,
sólo quedarán olvidadizos y fatuos
los despojos,
mal encadenados al capricho de una libertad
que en su propio exceso se hiere a sí misma,
pero no puede dejar de herirse para ser libertad:
esos versos,
ni hallazgo hacia los atajos del porvenir,
ni solicitud hacia las encrucijadas del pasado:
lucha antagónica y amistosa contra la nada,
estremecido agonismo tenso y delicado
de un azar y una necesidad,
tan tuyos en lo áspero
como en lo dulce suyos.
Porque quien escribe versos en un mundo
escombrado de sentimientos esdrújulos
sólo responde a una pregunta,
que otro yo, desconocido y porfiado, le dirige:
“Amor mío,
mi alegría y mi pesar,
¿para qué las palabras
a las que les arrebataron el alma
si las aves de corral saben cloquear
y nada más necesita el hombre?”
IX
Vivo un tiempo suspendido entre dos orillas.
El puente que las unía eras tú,
mi viejo amor de tantos otoños anticipados,
una vida a la que no supe devolver
la gracia y el destino
que ella misma me hubo concedido.
Pero ya no es transitable el puente
y el tiempo corroyó todos sus puntos de amarre.
La memoria no me vincula a nada.
Cuando quiero cruzar la separación,
un viento brusco agita las banderas
que al otro lado se alzan
y me esperan para el combate:
desplegadas en mi corazón ondean y restallan,
no hay paz, no hay tregua, nunca las hubo.
Los recuerdos cambian y me cambian,
ya no soy el mismo,
su sentido se multiplica bajo máscaras
ahora y siempre,
cuando yo era mi mejor enemigo
contra todos y contra ti,
que quisiste asistirme
en el desvalimiento de la juventud estéril
y en la enfermedad de los años de aprendizaje.
Los recuerdos no se agotan,
aunque estemos fatigados de su cortés insistencia,
de su misericordiosa obsequiosidad,
pues a veces su tedio es el único auxilio
contra la violencia del deseo
y ellos te necesitan
para que el vivir no sea idéntico al vivir.
Lentos y mansos,
como animales domesticados,
vamos siendo conducidos hasta el altar
en que ellos nos sacrifican,
pero al menos desconocen
el oprobio común del juicio, la culpa y la condena.
Vivir como el saltimbanqui no es fácil,
el único riesgo verdadero es encontrar el rostro
de aquel sobre el que quisimos saltar
por encima de nuestras fuerzas.
Su mirada desconfiada no nos engaña,
él sabe que ninguna herida es para siempre,
por eso busca en un juego banal
el rostro verdadero de sí mismo,
cuando está cerca de la muerte,
la que sólo quiere que alguien se atreva a acariciarla.
Entonces, por un instante de miedo y éxtasis,
lo sabe y lo recordará:
nunca el mundo fue tan bello como ante el vacío.
X
Amor y odio,
desasosiego perpetuo en la balanza,
han decidido por mí
que tú eras materia indiscernible
para el uno y para el otro.
Seas curación o herida,
beso para la traición o beso para la comunión,
cuando todo te llama y te requiere,
no he podido ser ni amado ni amante.
La claridad, la sombra,
una era mi refugio, otra mi pasión.
Pero no toleré nunca
que una luz más pura
astilla quemada o carbón fuera,
para calentar medias noches de amor
entre pausas de comodidad a medida.
Para qué ahora este despertar,
cuando me miran espejos de coral verde claro,
de los que a veces emergen mares sepultados,
y no sé ya qué responderles
sino sólo hundirme en ellos,
hasta apurar el último calor de su incendio,
hasta agotar el último silencio de su cansancio.
XI
De noche a noche,
en medio la sinrazón,
tranquila o desbocada,
que también sabe dar sus razones
para seguir viviendo,
como si convocase su corte leal
de ilusiones aduladoras
para halagar la impaciencia de un rey melancólico:
juego de manos bufonesco,
contra la eternidad del aburrimiento,
eso también es el amor y Provenza lo sabía.
Corazones y cabezas, almas muertas,
cabezas aventadas de inercia,
pero sólidamente sostenidas sobre los hombros;
corazones a los que vistieron hace tiempo
con la mortaja de última creación;
almas cuya cosecha se recogió muy tarde
y, a falta de algo mejor, se bebió su vino ácido.
Pero no hay que marcharse
y abandonar demasiado pronto,
hay que mantener la distancia y el aplomo,
si las manos no alcanzan los racimos,
tampoco los ojos ven más que lo que quieren ver.
Las invenciones, las ponemos nosotros:
dulzura de un gesto, reciedumbre de una voz,
fascinación de un mirar hipnótico,
ligereza de gacela, lasitud de esclava,
sonrisa arcangélica o taimada.
Desde ciertas perspectivas,
los valles quizás parezcan montañas;
los arroyos, ríos caudalosos;
los campos que empiezan a secarse,
praderas del paraíso,
muy próximas a ser descubiertas
por exploradores extraviados en lo incierto.
En el amor,
más vale una costumbre que ninguna,
más vale hacerse al hábito
que no tener hábito alguno,
más vale mal vivir de él que bien morir de él.
Pero los caminos se estrechan
cuando más los necesitas,
y el retorno es como una resaca largamente diferida,
de manera que debes seguir bebiendo un poco más.
XII
Esta otra intimidad comienza tarde,
cuando la fantasía crea al fantasma
que antes evocaran las palabras.
Un pavor, algo sin nombre,
te acoge en su violento oscilar
del exaltarse a las pequeñas lágrimas,
como si existiera una armonía secreta
en este juego de la vigilia y el sueño.
Y si apareces ahora en el sueño,
otra tarde de invierno
en que te veré marchar sola
bajo el aguacero que no te toca:
que sea para traerme el favor o la gracia,
no la copia de una belleza
que yo mismo he inventado,
lejana e impalpable,
sino la tuya mejor,
sin el ropaje de esta imagen que te deforma.
En este duro volver a la luz
del día que se apaga,
el sueño liberador se vuelve mudo,
sabe mucho más de lo que expresa,
calla mucho más de lo que sabe,
y yo tengo que interrogar al rostro
como a una esfinge de humo
que con signos de incertidumbre me asedia.
Y así se escapa el enigma,
todo lo que busco
se vuelve espejo de su contrario,
como aspereza y dulzura
intercambian sus máscaras,
y siento el frío
que desprenden sus párpados helados,
rosa oscura sobre ojos de claridad verde
que miran al infinito y no me encuentran.
XIII
Cuando quedaban mujeres
en tierras envejecidas
y demográficamente saturadas,
a las que había que iluminar con luz eléctrica
para resaltar su angélica feminidad
o su demonismo atávico
(en cualquier caso, una diferencia afortunada
que unos hombres huecos habían olvidado) -,
el apenas disimulado claroscuro de la “vagina dentata”
se proyectaba sobre multitudes
a las que el tedio industrial y el “Herrschaft des Arbeites”
arrojaba hasta los cinematógrafos
que olían a traje apolillado de funcionario,
más o menos en la época de Lili Marlene,
en el otoño catástrofico de 1942 -,
cuando el cerco de Stalingrado,
la dulce espía alemana
y el sobrio poeta castellano, falangista vacilante
(¿qué hacía un hombre tan mal dotado
en una guerra de hombres?),
en Ronda, la ciudad rilkiana,
entonces bienaventurada
por la ausencia de turismo cultural,
sí, ellos dos a solas pasaron días y noches
(¿quién lo diría?)
de los que nadie debería guardar memoria,
salvo quizás la mente universal del poeta,
y su discreción será respetada.
Hoy, en un mundo petrificado,
en el que los viajes de diseño
sustituyen a la aventura personal,
la bruta indiferencia de la rutina
a la coquetería espiritual,
el exabrupto banal, la broma meliflua
o el educado ademán apenas perceptible
de no sentir nada a propósito de nada,
normas del cinismo más perspicaz;
con la fotografía presente
de aquella Hexe,
Podewils de abolengo periclitado,
signo de una Europa acanallada,
pero aún con fuerzas para un último heroísmo,
al servicio ella de cualquier causa
(como todos nosotros, con o sin prosapia ilustre,
pero igualmente merecedores de la ofensa),
pienso en el final de un tiempo
y en la renovación del tiempo por venir,
el dolor y la alegría se funden en un gesto amistoso,
que desearía dirigir a quien más adelante leyera esto,
cuando ya la vida haya dejado de agitarse en la nulidad.
Como la de esta mujer
que por un solo momento de estupor y desconcierto
me ha hecho volver a sentirla viva,
con su olor, su voz, la música secreta
de sus gestos y movimientos más singulares:
sus hombros y su busto estrechos,
los ojos de azul oscuro como lago de alta montaña,
el noble perfil antiguo,
casta bien lograda a través de los siglos,
mezcla confusa de las sangres, los cuerpos y los espíritus,
en actos de amor auténticos o fingidos;
pequeño pecho,
como el de toda mujer con alma,
que respira, sonríe, mira y ama sólo a través de ella,
como su piel más delicada y segura;
labios sensuales, no muy marcados,
de niña tenaz y caprichosa;
mentón y pómulos bien delineados,
poderosos y bellos como su raza,
la que por breve tiempo
-tal la fugacidad de una tarde de invierno‑
se reflejó intensamente sobre su rostro,
pues la pasión profunda no es común a todos.
Espiritualizar la general rapacidad de todo deseo -,
hacerlo muy pocos saben,
pero luego hay que vivir como un perro doméstico
al que arrojan las sobras
de los advenedizos, los esnobs y los superfluos.
XIV
Agradecido a este otoño
que sin haberlo querido
me hace perdurar más allá de la memoria,
unciendo palabras a luz nueva,
uniendo deseo contrario
que difiere de sí mismo,
ganando en desposesión
que no lamenta su pérdida:
luz, lamento o deseo
que han sabido aguardar
para el momento de honestidad última
en que más los necesitaba.
Siempre lo otro
llega a su tiempo,
-repítelo para no olvidar
y para no ser descortés contigo mismo-:
lo imposible puede esperar.
Ahora sólo te importa
este regresar veleidoso
de las palabras que te buscan
y quieren acogerte en su dolorido
calor recién recuperado,
palabras tal vez sanadas o sólo convalecientes,
después de tanta fanfarria
de multicolorido homúnculo saltarín,
pues demasiado te habías mezquinamente adornado
con legajos de humanidad moribunda.
XV
Los cielos grises nos acompañaban
en nuestros viajes, a veces eran cárdenos,
con las ofuscaciones de metales
oxidados hace mucho.
Dábamos vueltas girando sobre el vacío,
lo encontrábamos en todas partes,
los cielos seguían grises o cárdenos -,
a veces, por algún resquicio de tiempo,
como la sonrisa en un rostro que sorprendemos
tras la cristalera de un tren en marcha,
podíamos ver un sol lejano…
Por un momento, confiábamos
en lo imposible o en lo posible,
estar poseídos sin estar aplastados
era lo único que nos consolaba.
Todos los amaneceres que no compartiremos
me acusan de negligencia.
Todos los poemas
en que quise adivinar quién eras
sin saber cómo reconocerte
me reprochan la impostura.
Ahora que los poemas y los amaneceres
-en un silencio creador de esta verdad-
se alían para que nada olvide
de este tiempo únicamente tuyo,
dejo vagar el advenir en lo cumplido,
pues haber vivido con pasión
en lo incumplido fue fatalidad.
XVI
Oculto fluir se adensa
en penumbras insondables
que dividen los días y las noches;
los momentos se vuelven grumos,
acideces, nada realmente decantado:
como algo perdido en habitaciones
con muebles realquilados.
Todo es ahora lugar sin nombre,
estancia vacante,
espacio excesivo, deshabitado,
para un cuerpo cualquiera
que vaga encerrado en su desnudez.
Sobrevueles o te sumerjas:
los polos no se aproximan,
ni agitación violenta en el sueño,
ni ánimo renovado en la vigilia:
imágenes sin referencia a afecto,
sólo más y más lugares para desaparecer,
cuando toda mirada daña
un pudor enajenado de sí mismo.
Osificaciones de alma,
escarificaciones rituales del espíritu
aquietado en la bonanza del insomnio salvaje,
tiempo que crece como arenas
que se deslizan hacia un mar
imaginariamente embravecido:
sin margen ni poder para ser otra cosa,
un yo lentamente aniquilado
por la sombra, pero sin sombra.
Entonces, no hace falta multiplicar el dolor:
no lo mide ningún reloj,
no se deja sorprender por el pensamiento,
no se deja suspender por la canción,
se expande por todas partes
y sus senderos llevan
a donde menos se espera:
hallazgo para las aves oscuras
que te depredan entre escombreras
hechas de hábitos, afanes, perdones.
XVII
“…felicidad,
ventaja prematura de una pérdida cercana”
Rilke
El paisaje nevado, hoy, dónde -,
no recuerdas tampoco la primera vez
al despertar lejano, tristeza incomunicable
de humedad en patios de recreo.
La belleza ya entonces oprimida
contra los muros de la rutina,
la belleza invisible que tantas ansias
reunió desde la infancia humillada,
el anuncio de la pobre libertad del niño
encerrado entre las sienes pensativas
de su soledad, todavía no plateadas
por brillos de ofuscaciones interiores.
Este paisaje, que fue blancura
siempre prometida de futuro,
se ahoga ahora de normalidad fingida,
decrepitud de legajos humanos,
cuando inevitablemente se posa en ti
el largo gesto detenido del adiós,
la pueril sonrisa petrificada del amor,
todo lo que al fin vuelve idénticos
los horizontes aplanados.
Si los cielos se vaciaban desde su origen,
qué quedará para después,
para cuando el tiempo se haya consumado -,
cómo, si no en la pérdida creciente
de toda memoria, seguir en la paciente espera:
otra vez arrojar a la hoguera los poemas,
otra vez recontar decoloraciones y escamas,
otra inmisericorde celebración de las cenizas
para aventar los momentos ya sidos pero por venir.
XVIII
Cómo amar
(no pude darte otro nombre
que luz que se fundía en mi luz),
sin la maldición de la fe ciega
en el poseer.
Amarte quise sin despedir,
como en torpes cuerdas mal ajustadas,
la nota que rompiera la armonía
de tu unidad interior.
No quería ser un yo solo
disolviendo en mezcla confusa todo el tú,
en lento darse como tímida caricia
de un aire que sabe su fuerza
pero la reserva.
Amar sin la maldición del poseer
es la fascinación pura del abrirse
para devolver en eco la huella limpia
de todo acento, espíritu o tacto,
sin haber querido nada a cambio.