El análisis político en España se corresponde a la perfección con el estado de su objeto.
La “política” española se reduce a la vida institucional de los partidos estatales, por lo que aquí no cabe esperar otra cosa que la que ofrece a rumiar diariamente una prensa carente de ideas. Por tanto, la imagen de la política que se trasmite ya crea el hábito de consumir un producto cuya obsolescencia a nadie se le oculta.
Objeto y discurso sobre el objeto se confunden en una misma vacuidad referencial, pues la política hecha y publicada se funda sobre una carencia de origen: la sociedad civil no hace política a través de sus órganos especializados sino que recibe lo que unos aparatos estatales le trasmiten como tal. Ahora bien, resulta que el Estado, por definición, no puede “hacer política”, por lo que aquí hay realmente un problema digno de cuestionamiento.
Los partidos (es decir, el Estado sin Nación, o lo que es lo mismo, sin representación alguna) son los sujetos y los órganos de la soberanía.
Los partidos son soberanos, éste es el secreto que los especialistas en Derecho Constitucional, los historiadores teóricos del pensamiento político y los historiadores positivistas de la época contemporánea silencian bajo la mascarada conceptual de la acrítica “soberanía nacional” o “soberanía del pueblo”.
Cabe recordar que hasta dos monarcas europeos pagaron tal presunción, la de la soberanía exclusiva y excluyente, con su propia cabeza, y hoy ya no creemos en el «derecho divino» (o «democrático», que viene a ser lo mismo) ni de los reyes, y mucho menos de los partidos, que además, gracias a ciertos intelectuales demasiado complacientes, se arrogan el derecho de ser «sujetos constituyentes». Y ahí está una de las muchas trampas que conviene desmontar.
Debemos insistir siempre en este punto. Al no haber una verdadera sociedad política constituida desde la sociedad civil como organización intermedia entre ella y el orden estatal, los partidos y los medios de comunicación que les sirven, a su vez recentrados y reagrupados por los intereses de los grupos oligárquicos del capital oligopolista energético, financiero y contratista, ocupan este lugar de corporación intermedia e intermediaria, pero sin la mediación de ninguna forma de representación, ni quiera de una ficción de representación verosímil.
La mentalidad “política” liberal, que cuando es consciente y autocrítica, lo cual abunda poco, es de lo poco valioso que hay hoy en el escenario ideológico español, olvida no obstante esto, dada su vocación radicalmente antipolítica y ultraeconomicista: que la libertad en primera y fundamental instancia es una acción y una esfera de acción pública dirigida a lo público en el sentido de su ejercicio.
Por esa razón una sociedad política no constituida por partidos estatales ni por medios de comunicación a su servicio es el horizonte y la atmósfera necesarios para cualquier «verdad» de una posible «polarización» ideológica que responda a alguna realidad “social” positivamente representable por sí misma.
Para entender qué se hizo de la «libertad de expresión» en España habría que remitirse al «pacto constituyente» fundador del régimen actual. En él se decidió quiénes ostentarían la dirección del poder cultural que unificara este bloque oligárquico. Las «libertades» son los derechos positivos reconocidos y graduados según los intereses de este bloque de fuerzas. El poder cultural fue entregado a la “izquierda” hegemónica, ciertamente prefabricada desde las propias instancias del poder ya constituido, con el fin de controlar a la opinión y crear (y a la vez satisfacer de antemano) desde ella las expectativas deseadas de las libertades concedidas para su gestión burocrática.
De ahí que los contenidos sustanciales para el ejercicio público de tales libertades (en realidad, simples derechos positivos otorgados por el poder constituido) sean provistos por temáticas ideológicas izquierdistas, todas ellas de importación, las cuales producen en la conciencia social española esta fuerte sensación de extrañamiento cultural y moral que caracteriza al periodo histórico reciente y que nada tiene que ver con los cambios sociales espontáneos de costumbres sino con su codificación por un poder estatal dirigido por intereses cuya legitimidad jamás se pone en cuestión.
La reactividad del conservadurismo se debe a que en este reparto originario de papeles y esferas de influencia, el nuevo régimen tenía que buscarse otra fuente de «legitimidad consuetudinaria o ética» y el sistema de valores conservador, que había sido el soporte del asentimiento forzado al franquismo, ya era inempleable. De donde bajo estas condiciones surge la suposición de “anormalidad” que tiene todo discurso conservador, incluso en su estado latente o embrionario. La España actual no se entiende sin pensar a fondo el hecho de que todo lo existente hoy es una inversión de contextos franquistas de sentido.
Pero esa temática izquierdista durante el franquismo terminal no era la cultura oficial que definía la moral pública y los sentimientos públicos. La confusión de la derecha sociológica esta ahí. Han pasado 40 años y todavía nadie ha realizado una reflexión sobre el cambio real, que no es político-formal, sino cultural, moral y de mentalidad colectiva impuesta desde arriba, pero ahora en otra orientación. Y todo lo que se observan son síntomas sin diagnóstico.
El control social pasa por la conciencia de lo aceptable y lo inaceptable en lo moral público y privado, de lo placentero y lo que produce displacer. La reacción conservadora no supera todavía el nivel de lo estético, por ejemplo, la alergia conservadora ante el cine de Almodóvar, sin preguntarse nadie por qué sucede esto.
Es difícil definir los parámetros del problema político español pues somos observadores que participan en el experimento social. Lo que existe en lo público es algo ininteligible si se cree que hay un orden histórico progresivo. Lo experimento así: en España vivir es situarse en medio de una galería de espejos distorsionantes de la identidad colectiva, como en la famosa escena de «La dama de Shangai”.
El franquismo introdujo un horizonte de la vida colectiva de cuya gravedad e inercia el régimen actual no puede huir y la realidad pública se presenta invertida por un imaginario eje de simetría. La izquierda es la forma sintomática en su conversión histérica, de la que la derecha es la represión sin lenguaje articulado.
La burocracia política de partido se escinde siempre en dos grupos: los adaptativos a cualquier cargo (la mayoría clientelar y prebendaria del organigrama del partido estatal) y los ambiciosos del gran poder centralizado o dispersamente concertado (la élite o minoría gubernativa sobre la que se erige la pirámide jerárquica de la gobernación bifurcada a raíz de la implantación del Estado de las Autonomías, puesto en marcha exclusivamente con el fin de maximizar el rendimiento de la explotación fiscal y presupuestaria).
En cada uno de estos dos grupos hay a su vez sus escalafones profesionales y una división interna del trabajo. Profesionales de los cargos públicos y profesionales del aparato de partido. Hasta aquí lo normal ha sido que ambas esferas de actividad se solapen en una sola persona, según el modelo del partido único del Estado Totalitario soviético, prototipo genético e histórico del actual Estado de Partidos europeo.
La consigna ubicua de un régimen de facciones del Estado que ha llegado al grado de saturación o plétora es la lucha contra la corrupción. No hay nada nuevo. Es el momento en que cada facción no halla otro argumento que éste: mis males son tus males. Las patadas en mi culo, tú las recibirás en el tuyo.
Si hay que «dirimir» luchas entre facciones oligárquicas dentro del Estado, en una ya desencadenada «Noche de los cuchillos largos», la máquina mediática y judicial de cada facción “se pone a picar carne”, y como la opinión no existe (la prensa y los medios no pueden presentar un discurso que no sea el de la clase política dirigente) y la sociedad es sólo espectadora pasiva carente de los rudimentos intelectuales para entender lo que pasa, la escenificación de las «ejecuciones judiciales secretas» puede continuar todo el tiempo que sea necesario. El poder constituido exhibe sus vísceras sólo para proteger mejor su «secreto». Todo está bajo control.
El poder se reproduce simbólicamente no sólo en su ejercicio y transmisión sino sobre todo en su capacidad de presentarse a sí mismo como «corrupto» en aquellos regímenes como el español en los que la «corrupción» está garantizada, protegida y forma el nervio del Estado. Ahí toda demostración de corrupción es síntoma de vitalidad, porque ese poder, compacto y unificado, no puede ser atacado ni desde dentro ni desde fuera de sí mismo. No es descomposición química de desechos sino autorrehabilitación para el nuevo comienzo del ciclo.
En efecto, ya lo vimos desde el comienzo del segundo «mandato» de Rajoy este otoño pasado de 2016, tras las dificultades para la formación de gobierno después de dos fallidas convocatorias electorales. El enigma de por qué ciertas instancias prefieren mantener a Rajoy como «supporter» de esta bien encauzada tentativa de «relegitimación» es ahora claro: dado que ya está quemado y virtualmente muerto en esta prolongación vacía de su permanencia en el poder como lugar que reduplica ese mismo vacío, esas instancias se reservan la «renovación» de caras para después del trabajo de “puesta a punto”.
La corrupción es el motor de combustión interna del régimen y a la vez su sistema ABS, no menos que su GPS. Es de hecho lo único que le permite perdurar. Es sustancia, no accidente; necesidad absoluta, no contingencia. Por eso cada voto es tan «doloroso» para el ideal de una vida política por fin curada de esta retorsión contra sí de toda verdad que hiere y humilla a la Nación política: su savia en la rama que reverdece.
Cuantos más harapos de datos mediáticos arrojamos sobre la realidad política española, aireados por una prensa de venalidad abyecta, sembrando la confusión multitudinaria con una avulgarada empiria, más fuerte y rotundo se hace sentir el recuerdo del ideal ausente y hurtado.
En la época contemporánea cada régimen se funda en una distribución convencionalizada de fuerzas políticas admisibles para la organización del poder social y económico de la clase dominante. Cuanto más artificial sea esta convencionalización de la topografía política, más difícil será localizar el núcleo ideológico del centro de poder del bloque oligárquico que controla el Estado.
En el caso español, la trasmutación desde la dictadura en su fase terminal al régimen estatal de los partidos conlleva necesariamente una renovación, de un ingeniosa artificiosidad, de la ideología de la clase dominante, hasta el punto de que sus tres variantes actualmente vigentes no parecen integrar un interés común en la aparente dispersión de la clase dirigente (burocracia de partidos). Incluso su modo de funcionamiento “normal” es la “anomalía” de sus conflictos por la distribución de las “competencias estatales” dentro del mismo Estado.
Los vectores uniformes que definían las posiciones de la burocracia política franquista, que a su vez traducían los valores implícitos de la clase dominante y del sistema de socialización disciplinaria bajo el franquismo, se transforman en tres direcciones de una apariencia discordante, pero que apuntan a prácticas de poder idénticas, cuya fenomenología común se hace patente en la general “corrupción de Estado”: un (neo)liberalismo ficticio, un socialismo ficticio y un nacionalismo (periférico) ficticio.
Lo ficticio no indica la naturaleza de su poder, muy real y efectivo como forma de legitimación práctica, apenas doctrinal, ante las respectivas clientelas, sino el hecho de su total impostación intelectual (productos librescos de importación) y desarraigo social (sin raíces en verdaderas clases y grupos diferenciados con conciencia social propia), pues son ideologías ya de funcionarios políticos de partidos que existen como apéndices del Estado, ya puros “logos comerciales” de grupos de presión y medios de comunicación al servicio estricto de aquéllos o de conglomerados empresariales del sector integrado financiero-contratista-energético.
Las tres ideologías se integran en un mismo proyecto de explotación de la sociedad civil mediante el uso de los dispositivos legales que ponen en sus manos el Estado, a fin de convertirlo en una fuente a gran escala de ingresos paralelos y espurios que sobrecargan los ya obtenidos por la vía “legal” de la confiscación.
Estas ideologías travisten de “servicio público” y “bienestar” lo que tan sólo es una coartada, perfectamente “populista”, de apropiación de la riqueza social por la vía fiscal más inescrupulosa, llegando en el último periodo incluso al endeudamiento y el déficit sin precedentes para mantener su aparato estatal de extorsión electoral y distribución clientelar.
Políticamente hablando, la clase dirigente franquista se anticipó al posmodernismo estético y filosófico en unos pocos años cuyo estudio quizás sea necesario emprender en serio algún día desde una nueva perspectiva que todavía no ha sido ensayada.
Si el principio del posmodernismo es la proyección del principio de equivalencia del intercambio mercantil generalizado a todas las esferas de valor, puede afirmarse que el franquismo, a través de una transformación sin igual en la historia política contemporánea, se autoengendró y reprodujo bajo una nueva envoltura mortal, un poco como Atenea nació de la cabeza de Zeus.
Sin este preconcepto uno no entiende absolutamente nada de la actualidad española. Hoy todo está desequilibrado porque en el origen mítico de la metamorfosis, la anomalía que introdujo la equivalencia Estado=Partidos políticos significaba nada menos que la intrusión del principio de equivalencia en la esfera de la acción estatal. O en otros términos, la privatización del Estado, pues se suele olvidar que, en sentido estricto los partidos políticos son “sujetos de derecho privado”, meras asociaciones de opinión y agencias electorales. Pero la realidad es que son partes constitutivas de un Estado, los tentáculos a través de los cuales éste apresa a una sociedad inerme.
Equivalencia entre competencia e ignorancia, entre honestidad y criminalidad, entre eficiencia y desidia, entre arriba y abajo, entre izquierda y derecha, entre élite civil y oligarquía política, entre riqueza social y poder político formal, entre verdad de la práctica de gobierno y mentira institucional, en fin, confusión premeditada entre normas legales generales y arbitrios particularistas revestidos de “Derecho”.
La corrupción de Estado es exactamente eso: donde todo se ha vuelto intercambiable, mi reino por cualquier puta barata o cara, los peores, la hez social, moral e intelectual, ascienden en una vertiginosa espiral invertida hasta los más altos puestos estatales, con las consecuencias de todos conocidas. El partido es el trampolín necesario de la esta selección invertida y circulación perversa de unas élites cada vez más incultas e incapaces.
Pasamos del “Auctoritas facit legem” del franquismo (por ilegítima en su origen que tal “auctoritas” fuera seguía investida de alguna “autoridad” por tradición de ejercicio del poder de clase) a la “Corruptio foetida facit legem” de los partidos usurpadores a través de la desinhibición de una voluntad de corromperse expresada rutinariamente en vistosa exhibición pública como desencadenada pulsión apropiadora de las funciones del Estado.
Para que este proyecto sea hacedero y ejecutable, la Nación política debe morir (es lo que realmente significa la forma de Estado monárquica, la perfecta coartada del “autonomismo” federalizante de vario pelaje y el “nacionalismo pactista” de la bilateralidad asimétrica) y no otra cosa es lo que se proponen como fin las ideologías publicitarias de la clase dominante a través de sus burocracias de partido.
En términos, tal vez caricaturescos, de las cuatro causas aristotélicas, habría que describir la situación política española un poco como el resultado visible (también previsible) de su simultánea acción recíproca.
La causa formal del régimen es su inexcusable ilegitimidad de origen (ausencia de periodo de libertad constituyente y de verdadera ruptura formal y moral con el régimen franquista).
La causa material, la privatización de las funciones estatales por los partidos desde la Reforma dentro del propio Estado ya constituido y ocupado por una muy determinada oligarquía sin específica identidad de clase, aunque identificable con los dirigentes de la Alta Administración del Estado, los cuadros superiores del sector empresarial público a los que se incorporan los nuevos invitados: la jerarquía de la burocracia de partido desde 1978 en adelante. La “izquierda social” fue liquidada y absorbida en este proceso de “estatalización” mediante un sistema electoral no representativo.
La causa final, la instauración del desgobierno (suspensión del Derecho como forma de control interna de la Administración) que permita y encubra la corrupción, expresión del privilegio compartido de la clase dominante (hoy los dueños patrimoniales del capital trasnacionalizado) y de la clase dirigente (hoy la burocracia corporativa de partido que ha desplazado por completo a los cuadros profesionales de los cuerpos administrativos del escalafón más alto), simbolizado en la figura jurídicamente irresponsable del Jefe del Estado.
La causa eficiente, el sistema proporcional de candidaturas de partido y la ausencia de separación de poderes entre el Estado y la Nación, entre la función ejecutiva y la función legislativa, indivisión de la que resulta la fusión en unidad indisoluble una práctica de gobierno que es ella misma efecto consecuente de todas las causalidades anteriores y que contiene en sí misma el principio de la generalidad de toda corrupción institucionalmente proyectada como funcionamiento normalizado del Régimen del 78.
En todas partes la forma institucional del Régimen de 1978 ha erigido una burocracia política de los partidos (socialista, nacionalista vasco-catalana y derecha heredera directa del franquismo) que hegemoniza los aparatos estatales en sus respectivos territorios autonómicos. Está integrada y constituida sobre la base común, silenciada pero omnipresente, de unos intereses muy definidos que sostienen el cómplice entramado de un discurso antiespañol, desnacionalizador y alienado.
Hay una derecha sociológica, identificada con su ya muy anquilosada forma partidocrática, que se imagina que todavía existe «España como Estado nacional» y que, admirable de creer, confía en que todavía existe una «nación política española». Como si la Agencia Tributaria, la Seguridad Social, el Servicio de la Deuda o las Embajadas pudieran hacer las veces de un verdadero «Estado nacional».
Observemos con cierto detenimiento algunas actitudes delatoras recientemente exhibidas en una escena pública verdaderamente pornográfica.
Muchos parecen saber que Podemos es la «quintaesencia» del régimen del 78 pero casi nadie muestra por qué. Hay que partir de alguna premisa. Yo parto de la premisa del extrañamiento, de la voluntad de la clase dirigente (oligarquía de los partidos) y de la clase dominante (oligarquía patrimonial del sector trasnacionalizado del gran capital) orientada a «deconstruir» una nación histórica y una sociedad civil en una dirección muy clara desde el principio: sólo una «desnacionalización» en profundidad garantiza la dominación intensiva.
Podemos es la síntesis perfecta de esta aspiración.
Podemos es la forma que adopta la tendencia contenida en germen en la Constitución y en la práctica política de un régimen que ha inventado «identidades nacionales» y regionales para compartimentar el poder y ligarlo patrimonialmente a burocracias de partido. Podemos supera los «complejos» históricos de las dos burocracias anteriores, la franquista reconvertida, que fue la base de reclutamiento de UCD y AP, y la felipista, aún cercadas por intereses contrapuestos.
Podemos es la fase de la síntesis. La sociedad española está lo suficientemente «madura», es decir, autoextrañada y desarraigada de su propia historia, tanto como para que Podemos se haya convertido en una conclusión lógica a un estado de cosas largamente preparado.
El extrañamiento español se observa en todas las manifestaciones de la vida cultural académica y de masas, además de en la política diaria: series de TV de evocación «histórica», enfoque historiográfico del franquismo y la guerra civil, ley de memoria histórica, literatura, cine, prensa. En todas partes hay una inhibición traducida en un dictado de no pensar en el pasado, de no cuestionar el presente y de no proyectar el futuro, señales inequívocas de un extravío muy inconsecuente de una conciencia histórica aplanada y revertida sobre sí en gesto de impotencia. Podemos es la expresión política extrema de esta inconsciencia colectiva, de la que la vida extravertida en el vacío moral e intelectual de Juan Carlos de Borbón es la forma autobiográfica modélica.
El extrañamiento del que hablo tiene una analogía en el desdoblamiento de personalidad o en cualquier trastorno de tipo esquizoide. Es mirarse al espejo y no reconocerse o fingir inconscientemente ser otro porque el «original» se ha extraviado. En el caso de una sociedad, un régimen de poder tiene la capacidad de transformarla hasta el punto en que los signos de reconocimiento ya no configuran una identidad colectiva. Podemos es nuestro Ulises colectivo: puede nombrarse «Nadie» para escapar de los Cíclopes, nuestros fantasmas colectivos cuyos cuerpos están insepultos.
El Régimen del 78 es desnacionalizador por esencia, querencia, estrategia y legitimación. Con Podemos se ha encontrado la fórmula experimental alquímica perfecta: «(des)nacionalizar» bajo programación «socializante» a los grupos previamente desnacionalizados por los nacionalismos y regionalismos periféricos. El sueño de la oligarquía hecho realidad: unificar en un solo campo todas las fuerzas que realmente son las que sostienen su régimen a través de su propia negación. El PSOE de la CIA y el SECED era un juego de niños comparado con éste.
Todo el proceso y su dispositivo es autóctono, es decir, autoengendrado por las clases rectores del orden social y político. El inicio es aquello mismo que el Régimen del 78 prolonga y niega: el propio régimen franquista, que tuvo que inventar para legitimarse una imagen de España intelectualmente vacía, emocionalmente frígida y políticamente anacrónica. Lo que salió de la guerra civil española ya era una deformación integral de una identidad española mutilada al apoyarse en una muy determinada selección tradicionalista de los signos de reconocimiento colectivo. Hitler fue el primero en darse cuenta de lo ridículo que resultaba aquel tinglado de generales bajo palio, obispos cruzados, monárquicos desarraigados y fascistas sin nación que nacionalizar ni movilizar.
No menos inquietante es la proyección sobre el paso histórico inmediato de un complejo de artificiosos prejuicios que impiden al pensamiento liberar espacio de juego.
Al parecer, sin darnos cuenta, cuando nos enfrentamos a la Segunda República española de 1931 entramos en la cuestión que realmente quema al tratar de nuestra historia política contemporánea. El trasfondo de todas las opiniones se sitúa en una especie de malestar inconfesado. Y es normal que así sea, pues ignoramos nuestro origen y procedencia como comunidad política organizada estatalmente. No sabemos cuál es la legitimidad que nos rige y a la que nos adherimos sin conciencia histórica, no sabemos cuál es su fundamento y preferimos envolvernos en opiniones privadas como si fueran lo único accesible a la experiencia y al saber.
Quizás fuera más inteligente, frente al torpe faccionalismo inducido por mentes cautivas, hacerse las preguntas adecuadas. Por ejemplo, habría que cuestionarse la legitimidad del Régimen vigente de 1978. El fallo o la falla de ésta es lo que subyace a todo debate posible. La Constitución de 1978 no constituyó a la Nación política, que preexistía pero sin expresión propia, sino que la destituyó como fuente de legitimidad al quitarle la voz, es decir, al privarla de un periodo de libertad constituyente, de representación y de toda posibilidad formal de control sobre los poderes del Estado. Ahí se abrió un vacío que intentó llenar el Estado constituido heredado directamente del franquismo a través de un simulacro de representación en los partidos.
La búsqueda de un anclaje simbólico alternativo es un asunto vital para que el régimen pueda reproducirse e integrar a parte de la población: la manufactura desde los poderes instituidos de una izquierda adulterada. Ésta juega la partida con cartas marcadas: excavar en la legitimidad de otro régimen, el de 1931, como baza ideológica del engaño histórico para sustentar una Monarquía de origen franquista que sólo así puede disimular su funesto origen. Como la izquierda política no puede reivindicar la “legitimidad democrática”, cuyos fundamentos ignora y desprecia, y no puede salirse del “consenso” oligárquico que tanto la beneficia, jugará esta partida de tahúres. Ahí la derecha más conformista se siente cómoda. Entonces, los muertos se ponen a hacer política, ya que los vivos son incapaces de ello.
El día 3 de enero de 2017 se publicó en El Confidencial la noticia sobre la celebración del aniversario de la conquista/entrega de Granada y su incorporación a la Corona de Castilla, motivo de “conflicto” entre grupúsculos de ideología opuesta aparentemente enfrentados. Un testigo presencial afirmaba que había unos 30 individuos que cantaban el himno de Andalucía y silbaron al himno español, frente a una centena de individuos que agitaban banderas identificables como las del Estado Español bajo el régimen franquista, con el águila de San Juan.
El testigo presencial los identifica con gente del SAS. Días después aparece en el diario malagueño «Sur» una información sobre el personal administrativo en situación de excedencia completa por representación sindical (los famosos «liberados sindicales», cuyo número se desconoce). En total unos 1250 funcionarios se encuentran en esta situación. La información añade que la mayoría de los manifestantes de la “performance antifranquista” pertenecen al SAS.
En Cataluña sabemos quién promueve y financia a las CUP como fuerza de choque en el planteamiento de la simulada desobediencia civil (la gran burguesía patrimonial no sale a la calle en chanclas para aporrearse con los antidisturbios, o simularlo, con las fuerzas de orden). En el Madrid del corrupto liberalismo esperancista, degenerada pseudo-ideología burocrática como sus congéneres andaluz y catalán, era el Ayuntamiento y el gobierno autonómica el que financiaba con generosas subvenciones a todas las agrupaciones de barrio, ONG´s y demás organizaciones de donde proceden los cargos orgánicos de la dirección podemita. Conocemos también las relaciones íntimas entre PNV y todo el universo mental de la izquierda «abertzale».
No estamos ante un asunto de símbolos ni de historia contada a niños de parvulario.
El 2 de enero de 1492, sólo por ser el término de un periodo de lucha frente a un enemigo en el propio territorio de la comunidad que aspira a ser la dominante, aunque fuera un enemigo con el que había convivido durante siglos, y cualquiera que fuese su identidad religiosa o cultural, sólo por este motivo, una nación culta y civilizada con sentido de su origen y de su voluntad colectiva, tendría esa fecha evocadora como su festividad nacional sin discusión alguna.
Lo que subyace a todas estas cosas obscenas que se nos proponen en la escena pública española es nada menos que el principio fundacional de la territorialidad de la nación histórica española.
Territorialidad que significa apropiación originaria del solar geográfico-histórico sobre el que se erige la comunidad política que luego se estatalizará.
Es decir, nada más y nada menos que la tierra que nuestros antepasados se apropiaron para ellos mismos y para nosotros como sucesores legítimos suyos, los que por el solo nacimiento habitamos el mismo solar.
Por eso, lo que se pone en cuestión es este principio de la apropiación territorial originaria detrás de cada debate trivial sobre los derechos históricos, el derecho a decidir, las nacionalidades y las identidades colectivas opuestas a la españolidad vuelta problemática por esas mismas instancias y discursos que constituyen en realidad el núcleo duro del Régimen político vigente. Las burocracias estatales de los partidos (da igual el signo) fundan su poder y su legitimidad ante el inconsciente e ignorante pueblo «español» en derechos de apropiación territorial bastardos.
Quien no ve estas cosas es que no conoce el fundamento de nada de lo que está sucediendo y que ahora inicia un desenlace imprevisible.
La mayor parte de los miembros de mi generación (los del «baby boom» del tardofranquismo, los nacidos entre 1965-1975) ya no tiene órganos sensoriales para percibir estas cosas, aunque los españoles de generaciones anteriores todavía conservan, hasta cierta punto menos deterioradas, esas capacidades y esa sensibilidad.
Pero esta España de hoy, pese a quien pese, ya no es una nación, ni siquiera culta y civilizada. Es algo indefinible y sufriente, traspasado como negocio en ruinas a las cuadrillas criminales de abanderados que mantienen revigorizado todo lo senil, viejo de indecente de nuestra peor historia moderna.
Por eso hay poner banderitas con el águila y cánticos regionales grotescos en esta escenografía vergonzosa. ¿Los españoles somos eso tan peyorativo que nos arrojan los partidos y los medios de comunicación día a día a la cara?
Todo faccionalismo estatal, burocrático, autonómico es responsable de discusiones vacías mientras lo esencial hace sufrir a la parte de la nación más culta, autodisciplinada y honesta que no quiere someterse a ese burdo dispositivo de control ideológico en trampantojo. Interiorización de la leyenda negra, sentimiento de culpa y automenosprecio. En el plano de una «psicología de masas» para uso del Príncipe como «pia fraus» de la clase gobernante, el dispositivo funciona a pleno rendimiento.
No hay que confundir lo que las clases históricamente dirigentes y dominantes (y sus intelectuales) han pensado del pueblo histórico que dominaban con lo que este pueblo ha pensado de sí mismo. Son dos planos de realidad y de análisis muy distintos.
Como distintos son los nacionalismos y los patriotismos si se entiende que todo nacionalismo es una estatalización del patriotismo como sentimiento natural de pertenencia a una comunidad humana territorializada, cultural y socialmente más o menos homogénea.
Todo esto que se discute está muy desenfocado por prejuicios que son los que han predeterminado todas las reflexiones históricas sobre lo español en los dos últimos siglos. El problema de fondo a mi juicio tiene que ver con el hecho decisivo de nuestra historia: las clases dominantes y dirigentes jamás se han identificado con los intereses de su nación histórica, razón por la cual jamás estuvieron en condiciones de instituir la nación política y el tipo de formación estatal que le era más apropiada.
Si a eso se añade que esas clases utilizaron a la Iglesia católica a lo largo de la época moderna y contemporánea como estructura conformadora de una conciencia social y moral muy determinada, y la Iglesia católica es efectivamente un poder extranjero con unos intereses por definición contrarios a los que implica el proceso de la formación de la nación estatal moderna (asunto que ya enfrentó a los falangistas «auténticos» con los monárquicos y católicos dentro del bloque oligárquico que sustentó al franquismo), entonces el agravamiento del problema se vuelve inextricable, y es en ese punto en el que estamos.
Las élites (?) del 78 pensaron que «Autonomías y Europa», desintegración del Estado nacional y Pseudo-Federación superestructural Europea, resolverían taumatúrgicamente los problemas heredados. Ahora vemos que todo se ha vuelto irresoluble. De ahí que el consenso de las fuerzas activas del Régimen haga indiscutibles un timorato y vacío europeísmo y un «autonomismo» que es puro perfeccionamiento mesocrático y estatalista de la vieja divisa de Joaquín Costa.
Pero es este entrecruzamiento fatal de europeísmo y autonomismo como ideología masiva de la clase gobernante es una ventaja, porque ahí está el nudo gordiano que el régimen del 78 no puede desatar sin implosionar.
La historia española está «orwellizada», ¿quién la «des-orwellizará»? Quiero decir que son los “Big Brothers” del nacional-catolicismo, del nacional-liberalismo, del nacionalismo etnicista y lingüístico periférico, del autonomismo burocratizado, del regionalismo babelista, todos ellos amalgamados en un siniestro «totum revolutum» los que han prescrito los parámetros para «leer» el texto de la Historia de España.
Y luego, claro, para solventar asunto tan “traumático” de la definición nacional y del patriotismo adscrito a lo que sea, está la opinión hoy más extendida entre unos españoles hartos de definiciones impuestas autoritariamente y como reacción preventiva se han vuelto extraordinariamente perezosos para pensarse a sí mismos.
«Se puede ser español de muy diferentes maneras…», hoy es la consigna estupefaciente de masas, frase que, bien pensada, provocaría el «ictus» cerebral de un británico, un francés, un alemán o un italiano, quienes, desgraciadamente, por presión bien planeada de la hegemonía cultural estadounidense, también han iniciado, y a marchas forzadas, nuestro avanzado camino «orwelliano». En fin hay arroz seco y arroz caldoso, arroz con conejo y/o con pollo, con verduras y/o marisco. Y gusta por igual a todos.
Un bávaro ya quiere separarse de Alemania. Por algo se empieza. Aquí fue el poder constituido e instituido por la dictadura franquista y sus herederos el que quiere deshacerse de los españoles. Triste sino de apátridas. Ya se deshicieron de ellos como Sujeto Constituyente, no es de admirar que también en el día a día de la política más banal, lo español sea objeto de execración sin matiz.
La corrupción de Estado, organizada como tal, no se entiende desde un punto de vista moral convencional sin presuponer un absoluto desprecio de la clase dominante y dirigente hacia el pueblo cuyo destino está en sus manos orientar.
La carencia de una festividad nacional es sintomática de todo lo que este régimen es en su esencia más íntima. La fecha de la mayor y más decisiva batalla de la Reconquista, el 16 de julio de 1212, nunca se ha planteado que se convirtiera en la fecha para esa festividad.
Hoy la mayor parte de los discentes, incluidos universitarios, ni saben la fecha, ni conocen el significado y las consecuencias de tal acontecimiento, ni por supuesto saben localizar en un mapa el emplazamiento de esas misteriosas Navas de Tolosa, más enigmáticas que el Triángulo de las Bermudas. Ignorancia histórica+ignorancia política=»democracia avanzada y homologada». ¿Educación para la ciudadanía?
El significado consecuencial de la batalla de las Navas de Tolosa es nada menos que abrir a los castellano-leoneses las puertas de las tierras agrícolas más ricas de la península: las campiñas del valle el Guadalquivir, que hoy siguen siendo las mayores productoras del mejor aceite de oliva del mundo, entre otras pequeñas incidencias históricas.
Además implicó la conquista de los centros urbanos más importantes del Occidentes islámico y la incorporación a la Corona Castellana de toda una esfera cultural debida al propio desarrollo de la civilización hispano-musulmana.
La trascendencia de la conquista del área centro-occidental del Al Andalus en fecha tan adelantada como principios del siglo XIII puede medirse por el hecho de que el resto de monarquías feudales europeas ni incluso unidas eran capaces de mantener en su esfera de influencia los Santos Lugares por esas mismas fechas.
Ser un buen patriota español no implica despreciar al adversario o enemigo. No es un sentimiento noble y mucho menos si se funda en juicios no del todo calificables como históricamente correctos. Hasta para la enemistad y el conflicto, y sobre todo para ellos, se necesitan buenas reglas.
Desde todas las instancias el poder cultural y político hoy vigente en España, nos venden a los propios españoles una marca “turística” de nuestra propia patria, como si fuésemos extranjeros de segunda categoría dentro de ella. En líneas generales, la prensa y todos los medios de comunicación, el cine y la literatura transcriben una topicalización extranjerizante que es en realidad una suerte de estrategia de autoextrañamiento. Por ejemplo, un artículo reciente de ABC, literalmente, en su total banalidad, enumera una serie de factores que presentan de modo impresionista todo lo bueno de España, que procede de:
1º.- El clima: hay más luz, llueve menos.
2º.-Una agricultura que produce buenos vinos, entre otros productos excelentes como el aceite de oliva y gran variedad de productos cárnicos, lácteos, etc
3º.-Los servicios técnicos de algunas grandes compañías empresarial y técnicamente avanzada.
4º.-Las estructuras familiares que cumplen todavía las funciones asistenciales privadas propias de las anteriores sociedades tradicionales aún no estatalizadas por completo.
5º.-Una gran riqueza y variedad ecológica y monumental.
Si nos fijamos en estas indudables excelencias, ninguna de ellas evoca la acción del poder del Estado, todas son: o bien condiciones del paisaje natural o histórico o bien rasgos de la actividad del paisanaje humano.
¿Por que ninguna de estas excelencias se relaciona estrechamente con el funcionamiento objetivo del sistema institucional del régimen político español y su ejercicio de los poderes del Estado y sí con la naturaleza relativamente «espontánea» y «libre» de la sociedad civil española, dinámica, creativa, capaz?
Lo que el artículo no dice y al no decirlo, lo reprime, esto es, la organización institucional española ajena, enajenante y superpuesta a esa tan dinámica y atractiva sociedad civil, es lo que algunos deseamos para que este aparente ideal de vida realizado sea verdadero: la libertad política colectiva para que ese poder corrupto deje de corromper a esa sociedad, deje de ser un obstáculo al despliegue de fuerzas de esta tan excelente sociedad civil, que sin él, tal como hoy está instituido, sería infinitamente más viva, animada y dinámica.
La Iglesia católica ha sido el mayor impedimento para la creación en las sociedades de confesión católica del Estado nacional o simplemente de un Estado anterior a la nación política. La historia española es la prueba fehaciente. En Francia hizo falta una revolución, que se le fue de las manos a los grupos dominantes durante un corto periodo de tiempo (jacobinismo), para expulsar a la Iglesia del territorio que el Estado reivindica silenciosamente como el suyo (la conciencia privada).
La estatalidad castellana, plenamente desarrollada en su primera virtualidad hacia 1500, había sido aniquilada hacia 1600 por un conjunto de factores que apuntaban en la dirección contraria, todos ellos prefiguradores de la «Oligarquía y caciquismo» de Costa y de la «España de los compartimentos estancos» de Ortega.
Donde la Iglesia católica tuvo, ha tenido o tiene algún tipo de hegemonía cultural, a través de los medios que sea, no es posible la creación del espacio público homogéneo que requiere el despliegue de la acción estatal.
Curiosamente eran los oficiales de la Luftwafe y de los servicios de inteligencia de Canaris los que en la España de la guerra civil y de la primera posguerra, en sus informes a Hitler, diagnosticaron con 35 años de antelación una de las causas de la fragilidad congénita y la final inviabilidad del régimen franquista como fuerza nacionalizadora y estatalizadora, la misma que ha formulado Pío Moa en otro sentido: el hecho de que concedió el espacio público (el dominio de las conciencias privadas) a una institución cuya vocación es constituirse en Estado dentro del Estado para paralizar su expansión (la expresión «Estado Total» es un pleonasmo: todo Estado por definición es, o aspira a ser, «Total», como demuestra la situación española y europea actual de los «Estados de Partidos»).
De ahí que los nacionalismos burgueses vasco-catalán fueran promovidos desde el principio por la Iglesia católica española con el fin de fragilizar y volver inviable la estatalidad nacional española y de ahí la luz que esta interpretación empieza a arrojar sobre el sentido del franquismo, una luz esclarecedora sin la cual no se comprende la situación española actual.
El vacío hermenéutico sobre este asunto ha sido entrevisto por Pío Moa, Gustavo Bueno, Gonzalo Fernández de la Mora y el propio Antonio García-Trevijano. Este último es el único pensador que percibe el problema político subyacente en su dimensión histórico-político-formal: la relación entre el Estado como artificio de la voluntad política, que nunca ha podido ser fundado sobre la base de una genuina libertad constituyente, la Nación española, que nunca ha podido experimentar por y para sí misma la genuina forma de la representación política y los Nacionalismos no estatales o periféricos, que se han aprovechado a fondo, y desde el propio poder constituido fraudulentamente, de esas dos gravísimas privaciones históricas.
Plantearse el problema así, en estos estrictos términos y no en otros mentirosos, es una cuestión hoy de vida o muerte, nuestra clave intelectual, una especie descubrimiento del «arcanum imperii» de la dominación oligárquica actual, ejercida contra una población española a la que la desnacionalización le parece el mejor de los caminos para rehuir de las viejas imposiciones de un «nacionalismo español» que en realidad nunca existió ni como fuerza constituyente ni como mito movilizador (identificado con el franquismo y sus símbolos y estereotipos, los que alimentan el antifranquismo impostado y banal de la izquierda auto-extranjerizada o “charnega”, necesario como sostén de una Monarquía que tiene que negar su origen para legitimarse y validarse “moralmente” ante la izquierda “social”, de cuyo “asentimiento” siquiera pasivo depende su subsistencia).
Sociológicamente el problema está en la mentalidad que los partidos estatales se han encargado, junto a sus medios de comunicación y producción cultural, de inyectar en vena a una población escasamente dotada para resistir esta seducción del desarraigo cultural, identificado además como «bienestar irresponsable», «libertades ciudadanas» (?) y «derechos sociales» (?), de ahí la ecuación simétrica de los asistencial y de lo autonónico como vía de legitimación específica del modelo partidocrático español. Un «cóctel» explosivo el de lo asistencial y lo autonómico, por cuanto parece bastante probable que su desanudamiento a causa de la futura nueva crisis de la deuda “soberana” del Estado español producirá a plazo fijo no muy largo la implosión del Régimen del 78.
En ninguna sociedad es posible que convivan dos poderes que aspiran al dominio sobre las conciencias. O Estado o Iglesia (hoy los partidos ocupan el poder extranjero y alienante de la Iglesia romana). Y España, políticamente hablando, es el producto histórico lamentable de la derrota del Estado y la victoria de la Iglesia y, sobre todo, de las fuerzas sociales y políticas que la Iglesia ha elegido para socavar y destruir el Estado o que se han incubado a en ella para este fin.
En lo que afirmo no hay anticlericalismo ni anticatolicismo, dado que soy por completo indiferente a las cuestiones de creencias religiosas, tan sólo enuncio la interpretación política a manera de conclusión de unos hechos muy desgraciados para el devenir de la historia española, que hoy debería ser observada sin ninguna pasión partidista.
Decir, por tanto, que la interpretación vigente de la historia de España es “digna de lamento” no es atacar a los españoles sino emitir una requisitoria contra las clases que han dirigido los destinos de un pueblo cuyas fuerzas vitales y morales han emasculado, además de empobrecerlo, siempre por diferentes procedimientos: hoy el Estado de las Autonomías y los partidos, antes la dictadura de los vencedores de la guerra civil, aún más atrás las luchas entre facciones por apropiarse un Estado debilitado por ese mismo faccionalismo, mucho antes las monarquías extranjeras que, desde por lo menos los Austrias, emplearon a fondo el aparato eclesiástico para destruir desde la raíz los fundamentos de la independencia civil y de la libertad de conciencia y pensamiento que introdujo la Reforma protestante en otras partes.
El lamento de una pérdida irreparable que hoy vuelve a perpetrarse a manos de otras fuerzas, con otros nombres, pero bajo el signo de la deslealtad, la traición, la cobardía y la irresponsabilidad. El “pueblo español” ha sido siempre el sujeto pasivo de todas las distorsiones que esas clases han introducido en las coordenadas de su devenir. Los pueblos no son más que lo que las clases dirigentes de cada época hacen con ellos. Y es hacia ellas, las que históricamente han existido y hoy existen, hacia las que se dirige la invectiva y el desprecio.
Todo enunciado del tipo: «Los españoles, como españoles, son de tal o cual manera…» sin conocer la historia de los fracasos inducidos y promovidos por esas clases dirigentes afirma, reafirma y justifica el peor reaccionarisno y forma parte del discurso oficial antiespañol, que siempre ha sido el dominante.
El catolicismo y la Iglesia han sido tan sólo uno de los diversos instrumentos de esta historia de traiciones, cada una de las cuales servía para encubrir la monstruosidad de la anterior. De ahí que estemos donde estamos, siempre a la espera de un desenlace funesto, porque conocemos bien la identidad y las intenciones de las fuerzas social y económicamente dominantes, con sus comisionados seniles en el poder estatal.
Convertir el catolicismo romano en eje de una ideología política dominante significa implantar una religión que implica la pérdida total de la conciencia del individuo al estar sometida al principio de autoridad dogmática, lo que deriva naturalmente en una forma superficial de enfrentarse a la vida, porque todo «pecado» puede ser perdonado «ex officio» por el ejercicio sacramental que el sacerdote tiene el poder de impartir, dado por la institución eclesiástica. Por su principio secularizador y de vocación inmanente de control total, el Estado no puede admitir semejante espacio en el interior del orden que cada Estado está obligado a construir. Todo Estado es totalitario de un modo u otro, por unas vías u otras.
Hobbes en el diálogo primero de «Behemot», obra escrita poco antes de morir, analiza las causas de la guerra civil inglesa por motivos más políticos que confesionales. Hobbes tuvo una comprensión excepcional del problema planteado en Europa a raíz de la Reforma protestante en el seno de las sociedades europeas, en el momento de la gran decisión sobre la hegemonía cultural y moral del Estado o de la Iglesia o las Iglesias reformadas.
El propio Carl Schmitt, en unas conferencias de 1938 publicadas bajo el título «La teoría política de Thomas Hobbes», analiza, entre otras cuestiones, cómo el Estado moderno, por su principio constituyente mismo, exige una suerte de obediencia absoluta, de la que, por supuesto, los pueblos, ni siquiera los intelectuales más radicales, han sido nunca conscientes, creyendo que lo que los Estados conceden como «derechos» revocables son en realidad «libertades» naturales.
En España, el poder de la Iglesia no es la causa del fracaso de la constitución del Estado, aunque precisamente aquí estaba el embrión mejor desarrollado de Estado moderno, gracias sobre todo a la inteligencia y ambición de Fernando el Católico y a las condiciones favorables con que el reino de Castilla salió de la recién acabada Reconquista. La Iglesia católica romana fue tan sólo uno de los distintos instrumentos que socavaron la implantación del Estado moderno y sus principios en España.
Basta comparar superficialmente los destinos y trayectos históricos de una Inglaterra independizada del poder católico romano y una España convertida en brazo ejecutor de una estrategia disparatada de Reinstauración de la Unidad Cristiana a lo largo de los siglos XVI y primera mitad del XVII al servicio de una Casa dinástica patrimonialista extranjera.
Al menos si hacia 1550, en la gran época Tudor, la base de la grandeza británica, de la gentry, de los primeros emporios comerciales en su etapa empresarial heroica fue posible en las Islas Británicas, las condiciones españoles eran incluso mucho más favorables y buena parte de este paso inmenso hacia adelante (?) los británicos lo dieron porque Enrique VIII, de desmedidos apetitos carnales y obsesionado con un heredero varón, apoyado por los ambiciosos nobles que ya veían en sus tierras un capital rentable más que un patrimonio señorial inmovilizado, expropiaron a la Iglesia católica romana a la vez de su poder económico inmobiliario y de su dominio sobre las conciencias para sustituirlo por un sistema de valores y creencias que era virtualmente el que se ha mantenido intacto desde entonces. De ahí la uniformidad de la historia política británica.
Pero las verdades históricas comparativas no son objetables: la evolución española y británica, partiendo de la misma base histórica hacia 1500, incluso a favor de las Coronas españolas y sus futuros dominios, muestra lo que pueden hacer factores de poder de muy dudosa efectividad e inspiración
Entonces, ¿cabalgar el tigre? Da igual que el jinete sea un tirano usurpador, un presidente electo por el procedimiento mayoritario, un jefe de partido oligárquico por el sistema proporcional, un dictador legal o ilegal… o incluso la cocinera de Lenin: el tigre siempre acaba por descabalgar al presuntuoso jinete, para devorarlo a continuación y seguir alimentándose de modo continuado con cada uno de los siempre voluntarios jinetes.
¿Por qué la vida pública española muestra siempre un aspecto tan deprimente? Rutinas y hábitos, adaptación al entorno y mimetismo pueden permitir sobrevivir pero no vivir. En la vida política de una sociedad se necesitan pasiones que inspiren ideales nobles: una comunidad política viva exige producir imágenes de sí misma para creer en sí misma. La vida política española no existe, porque en ella no anima ninguna pasión. Se sigue la ausencia de talento, de dotes personales, de discursos públicos. El Estado de Partidos es como la tumba de la política: sólo promueve merodeadores y asaltantes en busca de los tesoros imaginarios del Faraón.
Una escena memorable de “Taurus”, una película del gran Alexander Sokurov. Durante la enfermedad de Lenin a consecuencia de las heridas de un atentado, Stalin solía visitarlo para consultar aspectos de la política del día a día. En una ocasión, Lenin, ya al borde del último colapso, inquieto por lo que se rumorea en el Partido sobre la tosca y brutal personalidad del georgiano, le pregunta sobre qué haría él si estuviera en su lugar a propósito de cierto asunto. Stalin, gabán a la medida, todo blanco como mariscal del terror con que sueña vengar ofensas pasadas, le responde. «Yo, si me encontrara con un tronco en mi camino en medio de la carretera, me bajaría del automóvil y lo apartaría cortándolo a hachazos».
Lenin escucha pensativo y asiente con la cabeza, pero a la vez se dibuja en sus ojos una sombra mezcla de hastío y horror. A partir de esta analogía, que no es trivial, de nuestro presente con un mero gesto del pasado imaginado, adivinemos quién es el que maneja el hacha y quién es el tronco en medio de la carretera. Lo decisivo no es el arcaico juego derecha/izquierda, sino saber elegir en qué lado de esta terrible relación sujeto/objeto quiere estar uno.
La derecha política y sociológica jamás ha entendido ni una palabra de este “juego”. Hoy, sin darnos cuenta, somos el más perfecto producto de una mentalidad social incapaz de concebir el tiempo histórico, es decir, la acción de lo negativo como fuerza activa y constructiva.
No hay neutralidad del Estado, aunque no es una máquina ni un organismo vivo, sino «el Hombre Magno», la personificación de una forma de poder que no tiene comparación con nada conocido en la Historia humana.
Su ejercicio es imposible sin atenerse a las reglas que le son propias. «La democracia política, formal o institucional», el más bello ideal concebido por el hombre atrapado por el Estado moderno (administrativo, policíaco, providencial, asistencial), sólo es posible y realizable donde el Estado no existe: en la Atenas de los 30.000 ciudadanos asambleístas potenciales, de los que sólo unos 8.000 participaban realmente, o en los EEUU fundacionales de 5 millones de habitantes, reducidos a proporciones manejables gracias a la representación política inventada por los ideólogos constituyentes del Estado nacional y su régimen político.
Y no obstante, como tal ideal, hay que apuntar a su realización, a sabiendas de que, más allá de los grupos que puedan ocuparlo o usurparlo, el Estado permanece como lo invariado y aquello que debe ser afrontado como problema a través de la institucionalización de la separación de poderes.
La democracia formal es atractiva como ideal y como aventura, con la pasión que despierta la curiosidad que uno siente por los frutos y los placeres prohibidos. Estas cosas hay que concebirlas sin dogmatismo, afrontarlas como descubrimientos y transgresiones personales y colectivas. La libertad política es el acto fundacional de la irresponsabilidad que por un momento un grupo humano puede permitirse, todo un privilegio que pocas veces se da en la Historia.
Para cualquier persona que haya seguido la actualidad política española durante este largo Interregno, parece claro que la creación “ex nihilo” de Podemos, el secesionismo catalán, la crisis de deuda, la crisis del sistema de partidos y la ultracorrupción ya insoportable que los partidos del Estado han introducido en la generalidad de sus prácticas de gobierno forman la conclusión de un silogismo.
¿Pero cuál era la premisa mayor que permitía llegar a ella? Se acusa al partido-movimiento creado en 2014 de ser una «amenaza» para la «libertad», en el sentido de los «derechos personales» reconocidos por la Constitución. Mi pregunta es entonces: ¿sobre qué especie de «libertad» se sustenta la Constitución de 1978 para que algo así sea posible, pensable y realizable? El Estado «da» derechos que se interpretan como «libertades positivas». Pero qué funda esas libertades positivas, eso nadie lo sabe ni quiere saberlo.
Sólo quien sabe de verdad qué es el Estado, puede permitirse el lujo de huir de su culto fetichista, que hoy lo impregna y satura todo, y convertirse en una especie de Único al estilo stirneriano pasado por la escuela del Anarca de Jünger. Yo sólo puedo sentir la necesidad de la libertad política de los otros si antes primero soy capaz de experimentar mi propia y única libertad con la pasión que me sea propia. Frente a todos, incluso frente a “mis propios intereses” impuestos por el orden postizo de lo social
Y eso nada tiene que ver con ningún “liberalismo”, el de la “libertad negativa” o la “libertad positiva”, dado que esta libertad política original es un bien moral superior a toda restauración de algo ya dado y el único que desde él mismo puede darle forma a esas otras “libertades”.