“Para estudiar las leyes de la historia, hemos de cambiar completamente el objeto de la observación, dejar en paz a los reyes, ministros y generales, y estudiar los elementos homogéneos, infinitamente pequeños, que guían a las masas”.
(Tolstoi, “Guerra y paz”)
¿Qué guía hoy, en efecto, a las masas? ¿Qué masas son las que hoy existen? ¿Cómo se expresa su acción en la Historia? De entrada no hay que dar por un hecho bruto la existencia de tales masas, de una acción cualquiera y una Historia: nuestro sistema actual es justamente un dispositivo de inhibición de todo eso. Con los efectos multiplicados del terrorismo volvemos, inesperadamente, a la escena primitiva de la Modernidad política, pero de un modo extraño, porque el poder que nació como violencia neutralizadora de conflictos internos es precisamente el Estado que hoy ya no puede enfrentarse a otra violencia que lo vacía de sustancia. La pacificación del orden social ha llegado a tal extremo que el terrorismo debe interpretarse como un tipo de violencia contra la violencia, abstracta pero universal, secretada por esa misma objetivación neutralizadora de toda fuerza antagonista en las sociedades occidentales. En cierto sentido, un fantasma necesario para que esta pacificación implacable se cubra de la gloria o la emoción de que carece.
La antropología política hobbesiana podría ilustrar bastante bien de qué trata todo esto. El pacto de dominación se funda sobre la apelación al instinto más bajo de la Humanidad súbdita que entra en la fase de la primera gran racionalización operada por el poder moderno: la sumisión de la masa al Estado se origina en la voluntad de autoconservación de esta masa, su renuncia a la violencia depende de la mera supervivencia. En la época de las primeras luchas civiles a gran escala, con las que se inaugura la Modernidad, el poder político centralizado, convertido en árbitro monopolizador absoluto del uso de la fuerza, esfera del consenso y de la disuasión de los elementos hostiles en un orden social en vías de desmontaje, pasa a legitimar su existencia, su principio indiscutido de soberanía, a partir justamente de la amenaza de lo peor: en última instancia, lo peor es la muerte que la violencia indiscriminada del desorden hace pesar sobre cada vida individual.
Con el terrorismo, en la fase final del poder político moderno, en trance de mundializarse como inmenso dispositivo policial, una de cuyas simples variantes es la represión militar de las “guerras”, hace su aparición el factor de amenaza que le trasmite al poder un último y desesperado fundamento para la legitimación del nuevo pacto tácito de dominación, aunque ni siquiera es ya evidente de suyo que exista alguna necesidad de dominación formal. Suponiendo que exista, ahora la dominación se organiza como autosumisión por el miedo a lo peor y lo que los poderes pasan a proteger es una vida que se le ha vuelto entretanto preciosa como valor de intercambio en el circuito mundial de la desestabilización. En los regímenes llamados “democráticos”, la nulidad de la política como entretenimiento y función decorativa multiplicada por los efectos del terrorismo nos devuelve al origen del que procedemos. En el mundo occidental, superprotegido y mimado, esto es cada vez más cierto.
La confluencia, en un orden ya completamente aleatorio y desestructurado, de la información, el terrorismo y la estupidez política ha dado como resultado el pasmoso espantajo de estas elecciones españolas del 14 de marzo del 2004. Incertidumbre que es a partir de ahora nuestro único sistema referencial, con el que deberemos enfrentarnos. Es el inconveniente de una realidad domesticada, es decir, fabricada por las estadísticas: cualquier imprevisión puede derrumbar una realidad, en este caso política, tan paciente y objetivamente construida por los modelos de opinión y las beatíficos analistas de la coyuntura. Todo el mundo, de buena fe, se pone a explicar lo inexplicable. También aquí hemos caído en la desestabilización de las mentes.
Tenemos unos medios de comunicación que saturan todo el espacio de sentido, verdadero cordón umbilical entre un poder nulo, que expectora por doquier necedades, y una multitud desorientada, a la que el epidérmico calambre terrorista sacude vanamente por unas cuantas horas. Todo el mundo parece aceptar lo inimaginable, desde la extrema derecha norteamericana al progresismo europeo, versión a la que se ha unido la prensa rusa putinesca, a saber: que el acto terrorista, protagonista absoluto en medio del mismo enredo que él provoca, decide a su manera directamente todo un proceso electoral, al que literalmente deja suspendido en el abismo de una resolución en falso.
Sentencia de masas (caricatura del viejo “juicio de Dios”) que es exactamente una forma de exorcizar lo insoportable del acto mismo, rápidamente amortizado y amortiguado por la expulsión de ese cadavérico “Señor Presidente” Aznar. Y además modifica los equilibrios de las alianzas estratégicas en torno a la guerra de Iraq. Parece que las mentes terroristas son las únicas que piensan políticamente, a despecho de nuestra ilimitada inmersión en los efectos de la falsificación general de la razón política desfalleciente. También en todos los análisis se deja ver esta nostalgia secreta por un objeto político perdido del que los terroristas, a su manera, son los únicos en hacerse cargo.
Es cierto, el acto terrorista del 11 de marzo introduce lo imprevisible, es decir “hace acontecimiento” donde no lo había ni podía haberlo (la campaña electoral flatulenta, el cuatrienal culebrón de los idiotas): en un sistema tan homogéneo como el nuestro, cuyo único fundamento es el puro cálculo especulativo y el control indiscriminado, el acto terrorista simplemente produce unos efectos de distorsión que ningún ardid democrático podría igualar, estancado como está en peripecias cada vez más ridículas.
Gracias al terrorismo, la «democracia» recobra los colores, la dignidad y hasta la verosimilitud. Casi parece, después del atentado, que hay algo así como una “soberanía popular”: pero es demasiado tarde para dejarse embaucar por este juego de signos que emite la masa mediática. La difícil tensión nerviosa para hacer duradero el espasmo en medio de una inconmovible frivolidad hace sospechar que estamos lejos de cualquier proceso “real” de la voluntad política.
Los intentos del poder por manipular el sentido del acto terrorista se vuelven inmediatamente contra él y lo derrotan en una confrontación fantasmal donde las bombas son la última palabra (y, desgraciadamente, los que piensan que la última palabra fue la pura expresión de la “voluntad popular” se engañan a sí mismos, pero implícitamente reconocen que su manifestación es algo excepcional y sin embargo creen vivir todavía en una “democracia”).
Los medios de comunicación, por la parte que les corresponde en esta dramaturgia o psicodrama colectivo, ya no son sólo el escenario, el instrumento escarnecedor de la difusión multiplicada de unos efectos sobredimensionados en la misma medida en que rápidamente suprimidos por la propia lógica inercial del medio. Se han convertido en algo más: el campo de batalla por una verdad irrisoria, de la que en todas partes existe una demanda en proporción a su carencia definitiva. ¿Pero existiría igualmente una cierta demanda colectiva de lo insoportable casi genuino, en medio de una ligereza que es por sí sola otro de los rostros de lo insoportable?
Lo decisivo es que el acto terrorista se ha vuelto la auténtica omnipotencia silenciosa, en este orden de múltiples aletoriedades indiferentes entre sí. Cuando la gente quería saber la verdad, cuando el poder maniatado quería sacudirse el acontecimiento con un discurso desquiciado sobre la autoría del atentado, amagando un golpe que lo subvierte y lo anula, los medios amplificaron el acto terrorista hasta provocar la catarsis: catarsis de una angustia que ya no se origina tanto en el horror puro que inmoviliza y apabulla como en la incertidumbre sobre la identidad de la amenaza y la fuerza destructiva.
Aquí, en medio de las heces evacuadas por los efectos laxantes del placebo informativo, se desvió ya toda posibilidad de enfrentar el acontecimiento como tal. No hay que olvidar que el terrorismo se vive a través de la información, casi nunca directa e inmediatamente y todavía menos desde cualquier perspectiva de reflexión no protegida por el sortilegio puro y simple. Por eso, sus efectos entran en buena medida dentro del orden aleatorio e imaginario que la propia información crea, pero el terrorismo, por su parte, añade una aleatoriedad complementaria y superior: ya no la de la mera verdad sino la de la vida y la muerte, o mejor, determina el imaginario de la muerte colectiva.
Lo que acaba de entrar en juego es radicalmente nuevo, al menos desde el punto de vista de la coyuntura concreta española y europea: el encadenamiento habitual que se da en el fenómeno terrorista entre un poder de repente revertido en la nulidad de su gigantismo, una multitud sobre la que recae la observancia de la expiación de la ininteligible “culpa” de aquél y los medios, que sin quererlo ni poder evitarlo, funcionan como polo reflectante del acto terrorista, todo eso ha quedado puesto en evidencia de tal manera que el acto terrorista recombina todos los elementos dispersos a su favor, en medio de una disposición estratégica que nada tiene que ver ya con su poder o influencia reales, sino con la extremada postración del adversario. Porque, ciertamente, el terrorismo designa un adversario pero el adversario se protege y escabulle haciendo “masa”.
Todo lo que ha ocurrido estos días, con informaciones entrecruzadas, con una población de la que se ha apoderado la desconfianza, la indignación y la rabia largo tiempo contenidas, pero también vertiginosamente amortizadas por la expresión “espontánea” de su supuesta «soberanía», representa bastante bien el estado en que se encuentran unas sociedades en las que los medios construyen íntegramente la llamada “realidad”, pero una realidad hecha sobre la perpetua vacilación, promovida siempre hacia abajo por una especie de cálculo aleatorio.
Por eso no tiene nada de extraño que el Presidente Aznar hablara, para explicar la reacción popular ante la secuencia de erráticas manifestaciones gubernamentales, de la abierta manipulación del “poder fáctico fácilmente reconocible”: otro ejercicio más de purga, en este caso la del manipulador manipulado, el tramposo trampeado. El poder estaba conminado tácitamente por las masas a la confesión, y las elecciones, que actuaron casi como extremaunción, confesaron a su manera lo que el gobierno no podía confesarse. Todo se juega en un circuito cerrado donde la “espontaneidad” del llamado “pueblo” es una y otra vez escamoteada.
Así, en las manifestaciones masivas del día siguiente al atentado se observaba, al parecer, como estado de ánimo colectivo, la confusión, la búsqueda desesperada de un sentido del acto terrorista, sentido que quedó reducido a la identidad de la fuerza destructiva ocultada por el gobierno. Los lemas más repetidos eran casi dadaístas: “¿Quién ha sido?” era ya en sí mismo una demostración de angustia, una angustia muy peculiar: la angustia por la pérdida de contacto con la instancia paternal del poder. Angustia ante la salida abrupta, de repente, al mundo de la violencia y a la propia violencia del mundo. Porque, en esencia, el terrorismo juega toda su baza en la imaginación de la gente, en las proyecciones fantasmáticas de todos los poderes: por eso alcanza de lleno lo hiperreal en una sociedad saturada de infrarrealidad, la infrarrealidad despreciable de la política estandarizada para consumo de masas irresponsables.
La sociedad mediática demanda la fluidez comunicativa, porque sin ella, sin esta rapidez sin mediaciones de la conexión, lo social se disuelve en su propia cancelación: porque, en efecto, lo social, lo político, lo ideológico, todos estos residuos anacrónicos de la era contemporánea, son nada más que materiales fungibles de una función fática generalizada y universal que los revoca. El acto terrorista, precisamente porque juega con la desmesura de la incertidumbre (más aún, juega con la incertidumbre en cuanto pura pasión colectiva, en lo que se parece a los juegos de azar), aliada con la muerte de masas en forma de accidente catastrófico inexplicable (en efecto, el ganador de estas elecciones sufrió un significativo “lapsus” al hablar del “accidente terrorista”), se convierte, con toda espontaneidad, en el protagonista fantasmal que cubre todos los vacíos y zonas muertas en un orden social fundado sobre la comunicación.
De todo esto no sale nada, como mucho la constatación de un narcisismo feroz de masas, del que es prueba toda esa gente que al acabar las manifestaciones se metía en los bares para ver en la televisión a la multitud de la que cada uno por su cuenta formaba parte pocos momentos antes. Este narcisismo electrónico de masas, a su vez vagamente electrizadas por pasiones epidérmicas, unido a un generalizado victimismo (ética indolora del ciudadano-cliente obliga), constituye todo lo que dan de sí las reacciones inmediatas tras el atentado. Por su parte, las masas manifestantes, víctimas del ninguneo presidencial y celosas de los mágicos poderes que encierra su voz inarticulada, se vengan silenciosamente a la menor oportunidad. El “juego limpio democrático”, al que tanto apeló el Presidente Aznar, no da más de sí y precisamente se volvió contra él por su notoria falta de higiene.
En la red mediática y electrónica sólo puede circular lo mínimo unificador de un cuerpo social que se mira a sí mismo como Narciso se mira en las aguas: esa masa está enamorada de su propia imagen, el terrorismo le dice por un momento lo bella y buena que es, y la unánime identidad informe con la víctima reasegura en las conciencias la misma fluidez líquida de la conmiseración moral en la que se oculta el victimismo como categoría fundamental de la dominación actual.
Porque el nuevo consenso se forma en torno a las víctimas (ya se vio en todo el patetismo sobre las víctimas del 11 de septiembre del 2001, en el entierro en Italia de los soldados y los “carabinieri” muertos en el atentado de noviembre del 2003 en Iraq y se vuelve a repetir en España): no se construye en torno a ningún otro principio político o ideológico positivo. Y a partir de aquí, como en el caso de los israelíes y de los norteamericanos, comienza toda la perversa terapia moral de la inocencia ultrajada, de la disculpa del mal por propia iniciativa, toda esa “higiene mental” (Baudrillard) que vemos difundirse por la sociedad entera como una inmensa mancha de aceite en la que los últimos destellos del patetismo democrático naufragan y se ensucian hasta resultar irreconocibles.
Y también a partir de aquí se pueden extraer consecuencias inesperadas, que, por supuesto, nadie en su sano juicio está dispuesto asumir: por ejemplo, es válido concluir que actualmente la siempre tensa relación entre masa y poder pasa necesariamente por un reconocimiento de aquélla en su absoluta carencia de sentido: voz inacticulada que será sometida a toda clase de interpretaciones en el mercado que adjudica sentido a los acontecimientos. Ahora bien, esto ocurre así porque el poder actual ha dejado de serlo, ya no es nada más que una sombra incorpórea.
El poder político oficial ya no está en condiciones de decirle a las masas lo que son, lo que quieren, lo que pueden. Todas las estrategias democráticas van dirigidas justamente a la evitación o retraimiento de tales riesgos. El social-liberalismo sabe perfectamente cómo inhibir las pasiones masivas, que, por otra parte, se encuentran muy marchitadas. Hoy son otros los agentes encargados de gestionar esta penosa atribución de identidad colectiva, de darle sentido y orientación a la acción de las masas.
Ciertamente, la masa contemporánea está ávida de reconocimiento, está ansiosa por acceder al digno estatuto de sujeto colectivo (Sloterdijk). El poder “realmente existente” ya no puede proporcionárselo, por eso nuestras masas contemporáneas se han ido a buscarlo donde efectivamente lo obtienen a su manera y según su naturaleza actual: en el consumo, en el ocio, en el entretenimiento, en el espectáculo y en la información. ¿Por qué no también en una política que en nada difiere de los demás sectores donde “el cliente siempre lleva la razón”?
Quizás el conmovedor fracaso del atribulado gobierno conservador español consistió en la argucia de negar este reconocimiento debido, quizás no tanto ha sido justamente vilipendiado por la mentira, por faltar a la verdad como, mucho más, ha sido deshonrado por no haber reconocido el derecho de la multitud a la “verdad” de la información. Quizás la razón política, todo lo necesariamente astuta y marrullera que se pretenda, ha resultado descalabrada por la razón informativa, por el principio comunicacional de la relación interactiva que desde hace poco tiempo reconstituye todas las relaciones sociales.
Pero a la vez lo que parece igualmente seguro es que lo que queda de razón política y lo que el principio de información puede hacer en el tiempo real han sido derrotados ampliamente por la argucia terrorista de la acción sorpresiva, la estrategia de la incertidumbre y la promoción de los estados caóticos de los flujos informativos, y eso es lo que finalmente cuenta.
Lo que el atentado del 11 de marzo del 2004 introdujo inopinadamente es la puesta en relieve de los efectos de profunda distorsión que hoy existen en la relación entre gobernantes y gobernados, unidos precariamente por la red mediática y el principio puramente performativo del “hacer creer” en tiempo real, base sobre la que se erige el pacto actual de la confianza democrática. Precisamente porque los jóvenes constituyen la primera generación aculturada en este nuevo universo del tiempo real de la información, son ellos los que en estas elecciones acabaron por inclinar la balanza.
De todas maneras, la gente cree lo que desea creer y nuestro gobierno había dado suficientes muestras de ineptitud en el diseño de las inverosimilitudes; ingenio del que hacen tantas muestras los norteamericanos y al que tan receptivo es su población. Si Bush cae será precisamente por una administración demasiado cínicamente generosa de las mentiras demasiado calculadas. Porque éstas circulan a gran velocidad por los medios pero también circulan vertiginosamente los efectos contrarios: de la ilusión de verdad que todos los medios fabrican se pasa casi insensiblemente a la verdad de la ilusión, es decir, al desengaño cínico puro y simple: democracia deceptiva que hoy es la última forma de dominación mediante una complicidad general en el envilecimiento de todas las cosas.