OBSERVACIONES SOBRE LA CORRECCIÓN POLÍTICA (2016-2017)

 

Sobre la corrección política como moral del resentimiento

El periodo 1800-1950 fue el tiempo de la sociedad disciplinaria de clases (Foucault).

De ahí en adelante los patrones de pensamiento y conducta cambian en una dirección definida: dar una cobertura normativa al hedonismo de masas de la sociedad del bienestar después de la Segunda Guerra Mundial.

Se abre la veda para una nueva forma de utopía: a una sociedad sin clases hay que marcarle burocráticamente los criterios morales. De ahí el aspecto sovietizante de la cultura actual.

Que la ingeniería social tenga una fuerte inspiración «izquierdista» es normal, dado que la utopía es la esencia de la verdadera izquierda.

Daniel Bell se preguntaba en su libro de 1976 «Las contradicciones culturales del capitalismo» qué podría sustituir la base de sustentación moral del capitalismo cuando el puritanismo y el utilitarismo ya no lo fueran. Pues bien, el control burocrático de la moralidad pública a través de la corrección política da la respuesta.

Liberación moral de toda pauta tradicional de conducta y obediencia a los criterios de este nuevo Bien administrado por una burocracia profesional forman la unidad de un proceso de conversión de masas; toda diferenciación «de origen natural o social» debe borrarse en favor del puro orden administrativo.

El tema de fondo del nuevo tipo histórico de control social más allá de la religión y la moral tradicionales podría plantearse así: una vez asentado el derecho positivo formal como pura creación estatal, queda por dotarlo de unos contenidos referenciales o sustanciales propios, que ya no pueden ser los de la moral «tradicional», cualesquiera que fuesen sus fuentes de inspiración. Entonces ahí encuentra la izquierda utópica un resquicio por el que colarse.

Lo primero es apartar cualquier percepción analógica entre Europa y EEUU.

El discurso público europeo por sus fundamentos doctrinales nada tiene que ver con el de EEUU. Los sistemas políticos no se parecen en nada, ni por aproximación formal ni por ideologías inspiradoras.

La izquierda promotora de la corrección política en EEUU busca dar un soporte clientelar a una práctica de burocratización de la sociedad mediante la discriminación positiva. Es una estrategia de programa de gobierno legítima en su lucha por la hegemonía cultural. El trasfondo del conflicto social busca ser conjurado por este procedimiento.

En Europa, la izquierda parte de parámetros antropológicos utópicos de inspiración judeocristiana (secularizados).

Según tales tesis, con su política o programa de gobierno desde el poder estatal, se realiza una «esencia» humana genérica obliterada por secular opresión de prejuicios, iglesias y clases reaccionarias. El Hombre sólo deviene «hombre» bajo la condición de ser reinventado como tal: tiene que devenir, si es necesario «quirúrgicamente» (origen del “exterminismo”), su propia criatura, su propia creación.

Clase, nación, raza, religión, sexo son factores superfluos, y por tanto sobrantes en este proceso de reducción a la esencia genérica. Todo está pensado y dicho por Marx en un texto titulado «La cuestión judía» en respuesta a Bruno Bauer. Es el texto programático clave del llamado «marxismo cultural», sólo que por eso mismo es ocultado como la fuente autorizada.

Lo mismo que la cuestión social fue descubierta por Marx, al formular la tesis del proletariado como esencia genérica humana que debía liberarse con la emancipación política del trabajador, para poner otro ejemplo el funcionamiento de este dispositivo ideológico muy conocido, la revolución sexual «freudiana» desgenenitaliza el sexo a través del «descubrimiento» del ano como núcleo irradiador de la sexualidad humana en su fase infantil , principio fundacional que se debe al Freud de los famosos «Tres ensayos de teoría sexual»

El freudismo y sus tendencias inspiradores están igualmente integradas en el horizonte programático del discurso del llamado «marxismo cultural». La reivindicación del ano como fuente de placer liberado de la opresión secular es paralela a la reivindicación marxista o a la reivindicación feministas. Las facultades de ciencias sociales y humanidades están llenas de este tipo de «estudios científicos».

Pero si quisiéramos remitirnos al horizonte de sentido primigenio, la primera forma o manifestación histórica de lo que puede concebirse como monopolio de una verdad antropológica dogmáticamente fundada, que es la base de la corrección política, el prototipo de todas las demás, que no son tan novedosas como se insinúa, podría pensarse con buenos argumentos que hubiera sido el Monoteísmo judeocristiano el Padre fundador del linaje, en el preciso sentido en que el Pueblo Elegido que practicaba la Ley Mosaica, al designar a los dioses de los otros pueblos que lo rodeaban, más cultos, más ricos, más bellos, más poderosos, más numerosos, más prolíficos, más creadores, mejor dotados para todo, salvo para el resentimiento convertido en arte psicológico, los llamaba “los dioses de los gentiles”, falsos, objetos demoníacos de idolatría bestial, como si su número plural, su “humanidad demasiado humana”, su singularización y diferenciación fueran un atentado contra la Unidad y lo Mismo

La raíz de cierta forma de concebir la política en nada difiere de esta concepción del mundo en la que el Mal se presenta como la Alteridad, el Otro o lo Otro, que uno admira y desprecia a la vez, porque reconoce su diferencia como amenaza existencial para la autoconservación del pequeño grupo eternamente vencido y malogrado al que uno pertenece.

Para el buen entendedor, no se necesitan más argumentos para saber a dónde apuntan estas inquietantes cuestiones y otras disquisiciones con el mismo impulso. Si la ideología inspiradora de la corrección política se identifica con ciertas élites está bastante claro cuál es el origen intelectual y moral de sus premisas implícitas.

La dominación mediante la inyección de resentimiento en vena es el rasgo definidor de muy determinados grupos humanos, que en las modernas sociedades niveladas son fácilmente reclutables en todos los estratos, tanto más cuanto que los valores nobles y elevados ya no existen o lo que queda de ellos no tiene ningún valor regulativo o son cáscaras despreciables.

«Quod erat demonstrandum»:

  • No hay machistas más que para los que al idealizar al macho lo denigran, porque ellos no pueden encarnar su ideal fantasioso.
  • No hay desnudez culpable más que para aquellos que odian un cuerpo al que temen por su potencia de seducción, porque encarna la denigración de su espíritu impuro manchado de corporeidad reprimida y autohumillada.
  • No hay derechos a la discriminación positiva más que para aquellos que sólo pueden concebir la vida como una cuestión de supervivencia mutilada y nunca como lo que cada uno debe hacer consigo mismo y nada más.
  • No hay comunidades oprimidas más que para aquellos que imaginan un mundo en el que su debilidad pudiera transformarse ella misma en opresiva para los que designan como sus opresores.
  • No hay mujeres maltratadas en cuanto objetos pasivos de una imaginaria “violencia de género” más que para aquellos que fantasean con la violencia como un humor u hormona secretable automáticamente por categorías sociales (“géneros”) a las que se asigna apriorísticamente tal condicionamiento biológico.

En cuanto al verdadero fundamento intelectual de la actual corrección política, cierta tendencia resultado fusional del viejo marxismo con los aspectos hedonistas-dionisíacos de la izquierda nietzscheana es una de las responsable. Desde hace tiempo, todo el pensamiento izquierdista gira sobre el eje chirriante de temáticas que invierten la inversión de los maestros decimonónicos, traicionándolos y poniendo el acento dominante nuevamente sobre  el término negativo sobrepotenciado.

Desde la Revolución francesa, «lo ideológico» se convierte en el campo de lucha partidista y faccional, como coartada para apropiarse de los poderes del Estado y volverlos contra una de las facciones contendientes. 

Ahora bien, sucede que en el contexto contemporáneo, al surgir las luchas de clases promovidas desde las posiciones de izquierdas en el ámbito primero puramente económico, luego social y finalmente político, la forma y contenido a través de los cuales se experimenta la percepción de la «enemistad» cambia muy sustancialmente. 

N.B: La designación del «enemigo de clase», del enemigo «ideológico», introduce los parámetros virtuales de toda «guerra civil». El enemigo privado (las clases y sus ideologías pertenecen al ámbito de lo social) pasa a enemigo público (la lucha pasa a otro nivel o plano: el de la dominación instrumental de las instituciones estatales).

Marx es el conmutador teórico de esta proposición en que en realidad consiste el mito de la «Revolución», Lenin es su conmutador práctico y ejecutivo.

Todo esto es bien sabido gracias a los brillantísimos textos de Carl Schmitt y otros autores en esta línea. Desde el momento en que las diferencias se plantean en el terreno de las sociedades civiles burguesas y sus configuraciones de «derechos públicos y privados» (que se legitiman «racionalmente» sobre la base de una «universalización» muy discutible de sus fundamentos y contenidos, puramente históricos y muy «coyunturales»), la apelación a lo que el Otro de la facción adversaria tenga o no derecho es un juego dialéctico que apunta a la dominación política entendida como puro agenciamiento de aparatos represivos para la liquidación o acallamiento coactivo del contrario.

Dicho en otros términos más actuales: el Sujeto Concreto de la Enunciación del Derecho (el grupo en el poder) es al mismo tiempo el Sujeto destinatario universal del Derecho, y quiere serlo de manera absoluta y monopolista, porque su aspiración es la posesión de los poderes del Estado para desde ellos «acallar» a la facción o clase o partido adversario.

Toda la lógica del periodo zapaterista es una nota a pie de página a esta forma de entender el ejercicio del poder político, que por supuesto nada tiene que ver con la «democracia formal» y sí mucho con las formas de dominación en los Estados de Partido único, en la España actual, bajo las muy mejoradas prestaciones de la «pluralidad» de partidos estatales.

Si este juego dialéctico se traslada al campo de las normaciones éticas, es decir, al vasto campo de las prácticas consuetudinarias, ahora deconstruidas por el puro positivismo normativo, como sucede en la actualidad, la lucha toma un nuevo cariz, y toda nueva apelación a las libertades y derechos presenta en realidad una simple veladura de una «voluntad de poder» faccional.

Los Estados de Partidos funcionan a gran rendimiento a partir de este tipo de planteamientos, dado que en esta especie estatal peculiar, las libertades no están sostenidas por la Libertad política colectivasino que son puras donaciones «gratuitas» de derechos revocables sin ningún fundamente real en un verdadero Sujeto o Grupo Constituyente.

Todo el que quiere dar un contenido sustancial, definido y delimitado a cualesquiera de esos derechos en realidad quiere erigirse en tal Sujeto constituyente, aunque para ello tenga obviar una parcialidad que expulsa a gran parte de la opinión social.

En esta clase de Regímenes de Partidos Estatales además las luchas ideológicas son ficticias porque no ascienden desde las genuinas fuentes de las inquietudes espontáneas de la sociedad civil sino que son puestas en juego por artificiosas y desarraigadas burocracias profesionales de estructuras partidistas, por completo desligadas o alienadas de tal sociedad. En España hoy no puede entenderse nada de lo que sucede en la esfera de lo público-político si no se concibe la forma desarraigada, ahistórica y antipolítica de la conciencia social y su fraudulenta reproducción partidista.

Y a partir de aquí, todo queda falsificado y se vuelve una impostura pública, como sucede con toda polémica planteada de cara a una opinión fabricada.

El prejuicio, principio de autoconservación del orden social

Lo que protege a una sociedad de sí misma son sus más arraigados prejuicios, como el sistema inmunológico protege al organismo de las múltiples agresiones interiores y exteriores que debe afrontar para sobrevivir.

La tarea ilustrada de «desprejuiciar» a una sociedad es siempre señal de que un proceso de estatalización del orden social se ha puesto en marcha.

Estatalizar el orden social significa que el curso de los prejuicios debe «canalizarse». Pero estatalizar es lo contrario de «civilizar». «Civilizar» se civiliza la propia sociedad a sí misma mediante procedimientos de autodisciplina emanados de ella misma a través de hábitos y costumbres.

El primer Estado moderno, el tipo absolutista, creó en buena medida la llamada «sociedad cortesana» como una forma de refinamiento de las conductas sociales aceptables para el modo de funcionamiento jerárquico del nuevo Estado.

Civilizar» es hacer previsible el comportamiento del otro en tanto desconocido con el que uno entra en contacto. Desde muy pronto aquí empezó a operar el Estado moderno, pues su verdadera esencia y función no es otra que la de volver previsible y domesticar al hombre. Hobbes ya lo sabía y esta parte de su obra se suele obviar en la fundamentación del poder político moderno cuya sustancia es el miedo real o imaginario a la violencia siempre posible que habita y atraviesa el corazón de toda comunidad de convivencia forzosa.

«Civilizar» es estatalizar al hombre ofreciéndoles seguridad a cambio de renuncia a la espontaneidad. El prejuicio social, desde muy pronto, fue el objeto de esta lucha estatal por normalizar al hombre. Hoy, en un estadio superavanzado de este proceso, la corrección política no tiene nada de patológico o anormal en la lógica histórica europeo-occidental.

Es una fase ulterior de esta fase de «estatalización del hombre» a través de la cual hay que desarraigar del hombre normalizado cualquier pulsión agresiva: castrados los instintos elementales, los prejuicios deben seguir el curso de desaparición prediseñada para alcanzar el «bello» objetivo de una sociedad desprejuiciada, liofilizada, envuelta al vacío, incapaz en definitiva de reacción defensiva alguna. No es lo mismo gobernar sobre lobos que gobernar a corderitos.

Entonces «civilizar» se vuelve lo contrario de lo que en su origen fue: no el refinamiento social de la autodisciplina y estetización de la conducta con la añagaza de valores nobles y elevados, aunque hipócritas (la sociedad ya corrompida de «Las amistades peligrosas» de Laclos) sino la barbarie estatalizada y su fealdad omnipresente (la sociedad invertida de «Un Dios salvaje» de la película de Polansky).

 

Sobre el feminismo y la posición social moderna de la mujer

El caso de la mujer, en cuanto rol funcional señalado, es único en todas las sociedades. Si hoy se busca la igualación funcional de los roles, ello se debe a que el desarrollo de las modalidades del trabajo asalariado vuelve equivalentes al hombre y a la mujer en cuanto pura fuerza de trabajo intercambiable, dado que producen las mismas mercancías y servicios bajo la aplicación del mismo capital.

Hay quien juzga esta evolución como un progreso histórico que además debe ser defendido ideológicamente. Esto puede ponerse en duda sobre la base comparativa de cualquier exposición histórica de los roles de la mujeres en las distintas sociedades históricas.

Por ejemplo, los griegos a través de la Tragedia (al parecer una cultura altamente refinada en muchos aspectos creativos de su vida como pueblo histórico) concibieron estéticamente este rol de la mujer. Es sabido que Hegel utilizó “Antígona” para construir su imagen del “ethos” de la familia griega como dualidad de las funciones atribuidas al hombre y a la mujer, vinculando al hombre a lo Político y a la mujer al Culto religioso, que en el ámbito familiar podían llegar al conflicto abierto irresoluble.

La sociedad actual, heredera de la vieja sociedad burguesa del XIX, sin embargo, investida y determinada por las puras funciones de la reproducción material de la vida, tiene otro horizonte de sentido en que los polos anteriores vienen a unirse y aun confundirse: ¿cuál es el ámbito de vida propio de la mujer? ¿La esfera pública o la privada? ¿Ambas? ¿Sólo la esfera privada?

Actualizando la cuestión: ¿es el trabajo asalariado fuera del hogar de las mujeres trabajadoras y de las clases medias acomodadas un acontecimiento liberador, neutro o regresivo?

Hay que pensar que para unas mujeres de ciertas clases el trabajo es emancipador o liberador, porque gracias a él «se libera» de las pesadas cadenas de la tradición familiar y conyugal clásicas (burguesas), pero a la vez, cabe observar que, cuando esa «mujer liberada» abandona la esfera privada que la oprimía y por tanto abandona «el rol gregario» de la tradición del “ethos”, otra categoría social «inferior» pasa a ocupar ese mismo rol gregario subordinado a las de las mujeres recién liberadas (las mujeres del servicio doméstico).

Este enfoque del progreso, curiosamente, es el del individualismo liberal más consciente y radical, que en el mito de la emancipación de los hombre y mujeres por el trabajo asalariado al servicio de alguna forma de capital, se une al lirismo de la izquierda en general y del feminismo en todas sus variantes en particular. Como ideologías que parten de las mismas premisas, sólo se separan en la cuestión de quién debe llevar la dirección «espiritual» (el puro mercado «liberador» o la guía estatal «emancipadora») de este optimista movimiento de progreso humano ilimitado: el capital o el trabajo.

Y el mismo trasfondo de raigambre ilustrada: los prejuicios deben desaparecer para abrir el mundo a las luces de la razón de los individuos finalmente liberados de todas las cadenas. Para la izquierda auténtica, la última cadena es el capital; para el feminismo de cualquier tendencia, la última opresión está representada por el hombre-macho-machista irredento, siempre potencial agresor y dominante

Cuando se trata de hablar de diferencias y del concepto mismo de diferencia, yo gusto de evocar la siguiente máxima: “El bramán y el paria no son desiguales entre sí, porque uno no es la medida del otro. Su diferencia reside en que cada uno tiene un destino diferente”.

O dicho a la francesa: El destino del bramán es otro que el destino del paria”. Y la proposición invertida también es cierta y dice lo mismo. Para el hombre y mujer, en cualquier cultura y en cualquier momento, el otro es su destino pero cada uno tiene el suyo, de ahí que no puedan encontrarse bajo una subsunción de un destino común más que el amor llevado al límite de la trasgresión social, porque sólo donde se borran momentáneamente las polaridades instituidas, la dualidad originaria recubierta por aquéllas resplandece por sí misma, pero sólo en una breve fulguración insensata. Lo demás es sociedad, ciencia y aburrimiento. Aquí sólo la literatura nos hace justicia.

Cuando un enunciado de este tenor sea entendido por la barbarie que expresa, habremos llegado a un punto de civilización que hoy es distópico.

«El Estado ha legislado que una persona puede cambiar legalmente de sexo en el registro civil y prohíbe que se ponga en duda. El Estado contra la Naturaleza».

En este enunciado se contienen las dos monstruosidades que van mucho más allá de la represión física de una dictadura convencional y se acercan al modelo totalitario que se evoca cuando nos referimos a las categorías orwellianas.

Primera monstruosidad: por un lado el Estado como creador de Derecho: primera monstruosidad, porque no es mero Derecho positivo sino Ley que pretende legislar sobre la Naturaleza, Ley que pretende legislar sobre la Naturaleza. 

Segunda monstruosidad o aberración: a continuación la Ley así «naturalizada» contra la Naturaleza, se sacraliza y sacramentaliza. Es un «sacramento» el participar incondicionalmente en una creencia a la que se presta fe.

Fe de verdad antropológica, es decir, teología secularizada.

Es una forma de neutralización de las verdaderas dialécticas sociales e ideológicas, que sólo pueden producirse bajo regímenes políticos que se sustenten sobre alguna forma realista de representación de la sociedad civil. Todo aquello de que se trata en la corrección política en última instancia es la anomalía profunda de un estado de cosas en que todo lo social, moral y cultural, además de lo político-jurídico, es producido desde arriba por instancias estatales, cuyo arbitrio y fin es reproducir esa misma neutralización originaria bajo una veladura humanitario-igualitaria abstracta.

Esa es la clave: la dignidad humana como mínimo denominador común a todos los individuos de la especie. Supone reconocer que el prójimo, como nosotros mismos, es dueño de sus actos y de su destinoCuestión de dignidad humana es respetar que un niño se sienta niña o una niña se sienta niño. Así de sencillo” (Antonio Casado, El Confidencial, “Cuando el fanatismo viaja en autobús”, 4 de marzo de 2017).

Plurisexualidad, plurinacionalidad, el mismo combate y la misma fundamentación: si lo primero entra en la mollera del público medio alelado por estas artes prestidigitadoras, que mira una mano mientras la otra esconde el objeto, lo segundo cuela igual de bien. El discurso del «sentirse así o asá»: ¿percibimos a qué apunta realmente? Un gran teórico neomarxista, Terry Eagleton, lo llama la «ideología estética», que es lo mismo que la estética como ideología del mercado de bienes y servicios: nos definimos no por la clase, la religión, la nación, la raza, la cultura o la tradición sino por «lo que sentimos».

 

Sobre la tesis de la “post-verdad” como impostura ilustrada

La campaña contra la “corrección política” de otoño-invierno 2016-2017 de Javier Benegas y Juan Manuel Blanco, articulistas del diario digital VozPópuli, ha sido una de las más memorables piezas del único debate ideológico serio en muchísimos años en los que ya padecemos la inopia política impuesta por el ignaro Régimen de 1978.

Según las líneas generales de la argumentación de Benegas/Blanco, los intelectuales de ciertas élites (a las que no atribuye una específica adscripción ideológica y ello es inquietante por sí mismo, porque diluye la responsabilidad del sujeto enunciador del discurso público en un anónimo “se dice”) intentan trasmitir la idea, públicamente reconocida y en creciente difusión, de que la gente corriente” genera, promueve, comparte y se adhiere a falsas creencias, mitos grotescos, burdas mentiras, sentimentalismos baratos y emociones desorientadas.

Por tanto, hay una oposición entre “élites” y “gente corriente”. ¿Pero qué “élites”y qué “gente corriente”? Es decir, que la “ordinary people” parece haberse puesto a “pensar y sentir” por sí misma, lo que tendría, a juicio de esas “élites”, unas consecuencias indeseables, sobre todo si se traducen en “decisiones políticas colectivas” quizás, quién sabe, “desafortunadas”.

Ahora formularé las preguntas pertinentes a Benegas desde mi lectura. ¿Quiénes son esas élites?¿Cuáles son sus resortes de poder? ¿Qué ideologías las inspiran y las sustentan en esa su extraordinaria legitimidad moral” de asignar criterios de verdad o mentira? ¿Se reproduce aquí, a una nueva escala y bajo unas nuevas condiciones, la llamada “dialéctica de la Ilustración” hegeliana?

Es decir, la clase cultivada y todopoderosa en el Occidente mundializado actual, asumiendo el papel de la burguesía clásica europea, de la que nuestra élite actual es heredera por su miedo al “pueblo ignorante” (?), sostiene el discurso sobre el carácter “supersticioso” de la “fe popular” sin darse cuenta de que el contenido de su propio discurso también se funda sobre una petición de principio: el hecho de que es también y nada más que una pura y simple creencia basada en una mera certeza subjetiva (el poder de la Razón para “iluminar” o “ilustrar” el mundo a través del conocimiento racional).

La ilustración burguesa del XVIII creía sinceramente que era portadora de la Razón Universal (las Luces, en el sentido de “las Luces de la Razón”) frente a la religión productora de “supersticiones” a las que se les presta fe y por tanto certeza subjetiva. Ese pueblo debía ser “iluminado” o ilustrado”, incluso mediante el “sano despotismo” de los poseedores de la Razón Universal, facultad suprema de la Humanidad, de la que el pueblo estaba muy insuficientemente dotado o incluso, or qué no, desprovisto.

¿En qué momento surgen estas condiciones culturales de enfrentamiento entre élites ilustradas y pueblos ignorantes? ¿Dos siglos y medio de liberalismo, de revoluciones políticas, de “democracia”, de “espíritu científico”, de “progreso moral y seguimos en las mismas condiciones “filosóficas” que en 1789?

Una de dos: o no ha habido tales cosas “reales” como procesos de liberación del Hombre (en realidad, nunca las hubo: tesis de toda la corriente nihilista revolucionaria conservadora de Nietzsche a Foucault y Baudrillard) o bien estas bellas y buenas cosas ilustradas han fracasado o han sido “incumplidas” como proyecto “utópico” moralmente superior (tesis de la Escuela de Francfurt y de Habermas, es decir de la izquierda post-utópica y post-marxista más intelectualizada, pero cuyas ideas son hoy tópicos circulantes cuya paternidad casi nadie conoce).

¿Hay algo de “realismo político” en estos análisis actuales sobre la “post-verdad”? No más que en las críticas ilustradas a las masas populares campesinas imbuidas de “superstición” en el siglo XVIII. Benegas, consciente o inconscientemente, se sitúa en lo que los libros de Historia contemporánea llaman “espíritu contrarrevolucionario”. Pero cabe preguntarse entonces, ¿cuál ha sido la Revolución a la que las élites reaccionan? ¿quiénes son aquí los “revolucionarios” y “los contrarrevolucionarios”?

La Revolución silenciosa ha sido la de políticamente correcto. La Contrarrevolución ha sido la “reacción” de la “ordinary people” contra lo políticamente correcto. ¿Dónde están los españoles aguerridos en esta “épicas luchas”? Pues un poco como estaban en el siglo XVIII: aterrorizados de tener que verse obligados a pensar por una vez por sí mismos, sin que el Estado y sus agentes piensen por ellos.

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