Notas a un artículo de Juan Ramón Rallo, “La desigualdad no genera infelicidad”, EL CONFIDENCIAL, 13 de marzo de 2017
El artículo plantea de modo general una cuestión por pensar con suficiente distancia: el destino de buena parte de la población española y europea ya no está lejos de identificarse con lo que en EEUU se denomina e identifica desde hace tiempo con el concepto sociológico-cultural de “POOR WHITE TRASH”.
Hipótesis fuerte que es la que debe presidir un análisis de procesos en curso cuya aceleración no hará más que incrementarse en el contexto de una competencia mundial de grandes bloques de desarrollo, de los que Europa, y sobre todo España, quedarán al margen.
Piketty no se equivocaba al menos en una cosa: la previsión de un estancamiento económico de largo ciclo y una severa contención de las posibilidades de “promoción social” para las próximas generaciones constituyen conjuntamente un nuevo ciclo histórico, que ahora se abre por primera vez en este final del transcurso de los últimos dos siglos, presididos por el mito de un crecimiento ilimitado de ambas corrientes dinámicas.
Aquí actúa ya abiertamente la necesidad de buscar alguna justificación al desclasamiento de sectores sociales cuyo futuro nada halagüeño excede las competencias protectoras de un Estado asistencial cuya quiebra está por venir, se pongan como se pongan sus defensores desde posiciones de retaguardia, dadas unas condiciones demográficas irremediables que muy pronto plantearán problemas que ni la inmigración masiva de fuerza laboral extranjera podrá resolver. La redistribución de una renta menguante, o inflacionariamente incrementada, si se quiere proseguir este delirio contemporáneo, nada puede hacer por salvar el impacto de un proceso de la vasta naturaleza del que ya está en marcha.
Evidentemente, comoquiera que el enfoque puramente académico, positivista y técnico del asunto apenas satisface más allá del alivio momentáneo de una demostración intelectual “correcta”, que es lo que Rallo se propone, habría que buscar otro horizonte de interpretación. Horizonte que ni la decadente ciencia política ni la teoría económica tradicional o “creativa” (por ejemplo, la “teoría moderna de la masa monetaria”, tan justamente criticada por Rallo) ni la sociología empírica o formal están en disposición de ofrecer, pues sus marcos conceptuales estallan a la par que el mismo mundo académico occidental entra en fase de implosión. Fallan los conceptos allí donde ese hacen añicos los referentes históricos. Lo que viene es nuevo y excede los límites conocidos. Cada uno puede vegetar en su rincón como mejor le convenga, y el “rincón liberal” es tan acogedor, o no, como otro cualquiera.
Por eso quizás convendría recentrar el tema de este artículo en un marco de referencia en el que la historicidad de la estratificación social tomara la iniciativa. La desigualdad no es correlativa con ninguna realidad social genuina, por la sencilla razón de que en toda sociedad, a partir de cierto grado de complejidad, lo que se pone en juego es una “competición de estatus”, es decir, una comparación estimativa de los estatus diferenciados de los sujetos que forman la comunidad. Por tanto, en términos absolutos, no hay otra desigualdad que la designan criterios culturales preestablecidos como tales criterios comparativos. Thorstein Veblen, un maestro olvidado, llevaba razón.
La riqueza y la pobreza, históricamente consideradas, no significan nada. Es esta puja por el juego estatuario, bajo diferentes formas económicas de organización social, lo que permite establecer juicios sobre la desigualdad, que objetivamente no tiene ningún contenido, salvo en las sociedades modernas producidas por la secularización del cristianismo, única religión conocida que moraliza la pobreza como estado humano diferenciado, cuyo inicial signo de elección divina es pronto trasfigurado en el estigma de lo inhumano que debe ser erradicado.
El capitalismo, siempre necesitado de lo que su naturaleza dinámica y desarraigadora no le puede ofrecer, una sólida legitimación de ese “estatus” diferencial, mesiánicamente se concibe de modo no muy distinto al socialismo utópico o real: la imagen optimista de un erradicador de la pobreza y la desigualdad en el movimiento mismo en que no cesa de engendrarlas, como si esta condición humana pudiera superar su horizonte de infelicidad mundana radical, irreductible a ningún plan, intención o proyección de sentido y muchos menos a las siempre precipitadas pero presuntuosas resoluciones materialistas, es decir, economicistas, idénticas en el socialismo y en el capitalismo. Afortunadamente, otro mito que se viene abajo. Nuestra bendición: que el hombre sufra por todo aquello que es propio de su condición.