Para entender qué se hizo de la «libertad de expresión» en España habría que remitirse al «pacto constituyente» fundador del régimen actual. En él se decidió quiénes ostentarían la dirección del poder cultural que unificara este bloque oligárquico recién instaurado. Las «libertades» son los derechos positivos reconocidos y graduados según los intereses de este bloque de fuerzas. El poder cultural fue entregado a la izquierda hegemónica con el fin de controlar a la opinión y crear desde ella las expectativas deseadas de las libertades concedidas para su gestión burocrática.
De ahí que los contenidos sustanciales para el ejercicio público de tales libertades (en realidad, simples derechos positivos otorgados por el poder constituido) sean provistos por temáticas ideológicas izquierdistas, todas ellas de importación, las cuales producen en la conciencia social española esta fuerte sensación de extrañamiento cultural y moral que caracteriza al periodo histórico reciente y que nada tiene que ver con los cambios sociales espontáneos de costumbres sino con su codificación por un poder estatal dirigido por intereses cuya legitimidad jamás se pone en cuestión.
La reactividad del conservadurismo se debe a que en este reparto originario de papeles y esferas de influencia, el nuevo régimen tenía que buscarse otra fuente de «legitimidad consuetudinaria o ética» y el sistema de valores conservador, que había sido el soporte del asentimiento forzado al franquismo, ya era inempleable. De donde bajo estas condiciones surge la suposición de anormalidad que tiene todo discurso conservador, incluso en su estado latente o embrionario. España no se entiende sin pensar a fondo el hecho de que todo lo existente hoy es una inversión de contextos franquistas de sentido.
En efecto, ya es bien sabido, y constituye hasta un tópico popular, que la cultura “elitista” de clase estaba bajo el franquismo en manos de una cierta “izquierda”, que en realidad no lo era, sino tan sólo un grupo burgués bohemio sin ninguna influencia efectiva sobre la sociedad civil española del franquismo. No ostentaba el monopolio de la cultura oficial que definía la moral pública y los sentimientos públicos. La confusión de la derecha sociológica esta ahí.
Han pasado 40 años y todavía no ha realizado nadie una reflexión un poco fundamentada sobre el cambio real, que no es político-formal-jurídico, sino cultural, moral y de mentalidad colectiva impuesta desde arriba, pero ahora en otra orientación. Y todo lo que se observan son síntomas muy superficiales.
El control social pasa por la conciencia de lo aceptable y lo inaceptable en lo moral público-privado, de lo estéticamente placentero y lo que produce displacer. La reacción conservadora no supera todavía el orden de lo estético, por ejemplo, la alergia conservadora ante el cine de Almodóvar, sin preguntarse nadie por qué sucede esto.
La inversión del “contexto de sentido”: no me refiero al plano elemental de las percepciones y los juicios públicos. Es difícil definir los parámetros del problema porque somos sujetos observadores que participan en el experimento social.
En todo caso, lo que hoy existe en la escena pública es algo ininteligible si uno cree que hay un orden temporal histórico hacia delante o progresivo. Yo, literalmente, lo creo así, lo vivo así, lo experimento así: en España vivir es como situarse en medio de una galería de espejos reflectantes distorsionadores de la identidad colectiva, un poco como en la famosa escena de «La dama de Shangai”.
El franquismo, por su naturaleza histórica, introdujo un horizonte de la vida colectiva de cuya fuerza de gravedad el régimen actual no puede huir y toda realidad pública, toda la vida colectiva, toda verdad de los discursos políticos se presentan invertidos, reflejados sobre ese “punctum caecum” que un origen inenarrable, ese “atractor extraño” de una materia política ininteligible.
Se puede psicopatologizar si se quiere este contexto anómalo de sentido de todo lo público: la izquierda es la forma sintomática de esta inconsciencia, o su conversión histérica, de la que la derecha es la represión sin lenguaje propio o en su forma inarticulada. Lo grave no es que esto suceda en las formaciones idiopatológicas que son los partidos como estructuras burocratizadas de las clientelas electorales, lo decisivamente comprometedor está en que izquierda y derecha sociológicas quieren reproducir este juego de imágenes a priori falsificadas por esta inevocabilidad del origen convertida en el tabú cuya transgresión es causa de una mayor patologización de los síntomas.