Desgraciadamente en España el nivel de conocimiento político no es ni siquiera elemental. Simplemente no hay tal cosa. Respecto a cualquier noción política digna de reflexión por su alcance, en España se tiende a pensar un poco como los niños que se reparten en pandillas de barrio para jugar a sus imaginativos juegos infantiles: «Puesto que yo soy de A y A es bueno para mí, entonces B es malo, porque yo no soy de B. Así que me apunto a A, porque es bueno para mí y B es malo».
A y B podrían ser las familias, los parientes, los amigos, los barrios, las pandillas, los colegios, los institutos, los equipos de fútbol, los partidos políticos, los sindicatos y, cómo, las formas de Estado.
El español, cuando crece, aunque no siempre con éxito, se asigna a A o B sin más razón de identidad y afinidad que un inveterado saber no racionalizado en torno al hecho de que A o B son buenos o malos, saber que adquiere según le han dicho o se comenta o se rumorea, casi nunca por propia experiencia bien certificada por el testimonio del propio entendimiento. Y con este expediente, que nadie aceptaría como ejercicio de alguna racionalidad elemental, el español se adhiere a lo que sea, siempre que los términos A y B sean lo suficientemente sencillos de entender como para no sugestionar su mecanismo mental poco sofisticado.
Pero nosotros ya somos adultos, o al menos eso consta en nuestro DNI, aunque observando diversas opiniones sobre el asunto puerilmente planteado de la Monarquía o República, uno podría preguntarse si hemos salido de la primera infancia, dado que creemos en cuentos de hadas, en historias del tipo «Érase una vez… «, e incluso acogemos con deleite pueril no disimulado historias sobre el coco, el hombre del saco y el ratoncito Pérez.
Nuestra miseria de cultura política (que es el necesario reflejo de una forma específica de opresión institucionalizada e invisible fundada sobre una mentira de espesura impenetrable) se debe a un espíritu reacio a discutir y debatir el porqué de las cosas históricas, el porqué de su devenir y el porqué de su ser así o de otra manera.
Deberíamos empezar por saber que la Monarquía Española es una Monarquía de Partidos o partidocrática. La posición del Jefe de Estado oculta un vacío que los partidos llenan con su voluntad y erigen ésta en voluntad del Estado.
De hecho, la Monarquía española no es nada más que el velo formal que encubre la inexistencia de un verdadero Estado nacional.
Colocando arriba a un Jefe de Estado hueco e inane como función institucional, los españoles pueden imaginar que su Estado nacional todavía existe, puesto que un Individuo como Singularidad y Forma corporal visible parece «encarnarlo». Cuando el Rey de turno va a Barcelona o Vitoria, los españoles bien nacidos y decentes sabemos lo que pasa y sabemos bien que ese no es nuestro Jefe de Estado, porque no aceptaríamos que nuestro jefe de Estado fuera insultado y humillado y cosas peores.
En cuanto a «nuestros republicanos» con pedigrí de flor de lis, pagados con cargo al presupuesto de este Estado monárquico (?), su «republicanismo» tiene la misma consistencia que el «monarquismo» de los conservadores. Es coherente que dos falsedades de lo mismo puedan intercambiar golpes y convivir bajo la misma casa paterna: hijos pródigos de la misma oligarquía, que siempre juega a dos manos.
El asunto Monarquía o República está mal planteado en España desde siempre. La experiencia histórica de nada sirve si no se sabe argumentar sobre el porqué de las condiciones en que esas formas de Estado vienen, se mantiene o entran en crisis. Nosotros, cuando menos, sabemos hoy que la forma actual de Estado implica una traición y una deslealtad vergonzosas a la Nación histórica que somos y una verdadera trampa mortal contra la Nación política que todavía subsiste de modo tan precario y desequilibrado. Yo no ataco a los monárquicos que saben por qué lo son, suponiendo que sean conscientes de lo anterior.
Lo que me parece canallesco es que, a sabiendas de la descomposición nacional y social que se esconde tras la Monarquía actual, haya quienes se obcequen en defenderla para mantener una estructura territorial y administrativa de privilegios, diferencias ficticias entre simples regiones y explotación fiscal, basada en el sobrecoste de este aparato estatal que no sirve para hacer más fuerte y sólida a la Nación sino para todo lo contrario, para debilitarla y enajenarla de sí misma. La Monarquía actual no es indiferente al hecho de que su existencia se halla comprometida con este estado de cosas deleznable y, a la larga, destructivo. Ya lo es y en grado sumo.
La República en que es posible creer es una experiencia inédita en España, porque sería un proyecto institucional para hacer en parte reversible y contener este proceso degenerativo desde unas condiciones institucionales nuevas que afectarían al sistema electoral, el estatus jurídico-constitucional de los partidos, a la forma de elección de los representantes y a la forma de elección del poder ejecutivo o presidencia de gobierno y muchos otros factores para garantizar que los poderes del Estado no puedan ser ocupados por estructuras oligárquicas como las que hoy dominan en un régimen corrupto hasta la médula que ha acabado por contaminar su inmoralidad a la propia sociedad española, que tan sólo lo acepta por impotencia y falta de cultura política.
Por otro lado, no hay nada más alejado de este «espíritu civil republicano» que las gesticulaciones de espantapájaros de los partidos, sindicatos y asociaciones de la izquierda española, que siempre ha sido «posibilista», nunca «republicana» en el sentido de la pura «democracia formal», algo cuyo sólo concepto le repugna y desprecia.
El estado de cosas en España ha llegado al punto en que el jefe del Estado es conveniente que sea directamente elegible y tenga los poderes ejecutivos que hoy tiene el presidente del gobierno, es decir, una forma de presidencialismo aún más depurado que el de los Estados Unidos. Pero sólo a condición de que los partidos dejen de estar financiados por el Estado y dejen de ser lo que son ahora: simples burocracias de profesionales sin oficio ni beneficio a la captura de cargos y comisiones. Los partidos políticos deben ser simple asociaciones y agencias electorales y absolutamente nada más.
La legitimidad democrática en la cumbre del Estado es sólo electiva y además se integra con los poderes ejecutivos reales. Esto es de vital importancia en la España actual para crear las condiciones de un tipo de identidad nacional que en España jamás se han dado y esa ha sido una de las causas de muchos desastres políticos y civiles. El principio republicano de base electiva es el siguiente: yo no puedo obedecer más que a la persona que encarna al Estado si yo la he elegido o si la mayoría absoluta lo ha elegido, me guste o no.
Actualmente, los españoles eligen partidos, no personas. Partidos que nos otra cosa que el nombre para la galería de simples funcionarios del propio Estado trasvestidos de «políticos», cosa que en realidad no son ni de lejos. Por ejemplo, hoy la gente cree que ha elegido a Rajoy, pero realmente sólo ha votado las listas de candidatos a diputados del PP y la diferencia es abismal entre un concepto y el otro. La falta de cultura política, en la que los medios de comunicación confunden interesadamente a la opinión partidista, es la verdadera causa de este engaño.
La Monarquía es el instrumento de los partidos políticos para hacerse con el Estado, conquistarlo, someterlo, colonizarlo y desmontarlo a su favor, precisamente porque su jefatura está vaciada, no significa nada, es decir, que la encarnación personal de la Nación en el Estado no existe bajo la única forma de legitimidad sustantiva que cabe trasmitirle: el principio electivo separado del cargo.
El Monarca, sin que él mismo lo sepa o lo quiera, por su sola función pública implícita, es el encubridor pasivo de todo este aparato de extorsión y corrupción. El es inviolable y su inviolabilidad se extiende a todos los elementos de la clase política, ya que ésta también controla y tiene a sus órdenes a los jueces encargados de investigarlos, procesarlos y condenarlos.
De ahí el interés de esta clase política y de los grupos económicos beneficiados por mantener la Monarquía: saben que su impunidad e inmunidad está garantizada por la propia inviolabilidad de la persona regia. Lo sabe Rajoy, lo sabe González, lo sabe Pujol, lo sabe Griñán, lo sabe Chávez y lo saben el resto de personajes de esta «corte de los milagros».
¿Alguien se imagina a Trump o cualquier otro presidente de Estados Unidos, que es Jefe de Estado, Comandante en Jefe de verdad de unas Fuerzas Armadas de verdad y Presidente de Gobierno o Primer Ministro, sin ninguna relación con su Cámara de Representantes, incluso más allá y fuera de su propio partido, recibiendo las humillaciones y vejaciones de Juan Carlos o su hijo en Barcelona? Un solo ejemplo, en modo alguno anecdótico, basta para ilustrar que la Monarquía española es una pura sinrazón histórica.
Por otro lado, la forma y función sociales de la Monarquía, cualquiera que sea su investidura, es el Privilegio y su preservación, lo que está en ostensible contradicción con el formalismo del «respeto a la ley igual para todos», en el sentido de una interiorización moral de la ley, lo que efectivamente es algo que no se ha cultivado en España, lo que no significa que ése sea el problema de fondo (el llamado «Estado de Derecho» en España es una pantomima, eso también es cierto: quienes hacen las leyes son los primeros en burlarlas y transgredirlas). Antes que el respeto a la ley y como condición necesaria suya, yo situaría en primerísimo lugar la naturaleza de las instituciones de las que emana esa ley, y esa sí es la discusión sobre la forma de Estado y Gobierno.
Los españoles, y me refiero a los que sólo han conocido el régimen actual y viven bajo sus leyes, normas, mandatos, ceremonias e ideologías segregadas como «opinión pública», pueden ser como sean, pero las instituciones bajo las que viven son las que en muy gran medida les han hecho ser lo que son y como son.
El ejemplo de la educación de los padres y los niños pequeños es muy socorrido y no lo utilizaré. Los españoles, desde que nacen y se instruyen en un sistema de instrucción pública incalificable, hasta que trabajan y se convierten en «virtuosos» contribuyentes inconscientes de que lo son, sólo ven en la vida pública modelos de conducta moralmente repulsivos, comportamientos que inspiran antivalores y disvalores, personalidades de prestigio deleznables y promoción de motivos personales de conducta simplemente abyectos.
Con esta «formación del espíritu público», que a mi parecer es deliberadamente producida para inducir desde el poder las mismas actitudes, ¿cómo les va a pedir a los españoles que respeten la ley y sean «buenos y benéficos», si todo el sistema institucional está diseñado para hacer que la gente trague con la corrupción generalizada y no se haga preguntas sobre los porqués de semejante estado de cosas? Pero esta forma de corrupción es la trasladación al ámbito de los partidos del Estado del principio monárquico del derecho privado de excepción, es decir, el concepto mismo de “privilegio”.
Claro que las formas de Estado y Gobierno tienen una función educativa esencial, claro que las instituciones, dentro de sus propios límites, sirven para contener impulsos y conductas personales y sociales de un determinado tipo. En muy alta medida un hombre es lo que es en función de las oportunidades de ser que le ofrecen los medios instituidos para socializarlo en estas o aquellas formas de conducta. De lo noble se obtiene lo noble; de lo indigno se obtiene lo indigno. Ya es mucho que con las condiciones del régimen actual, los españoles no sean mucho peores de lo que son realmente. Al menos un fondo de dignidad les queda a muchos para no entrar en las reglas de juego de este casino estafador.
Pero hay que analizar aún más a fondo cómo funciona la Monarquía en este régimen de poder. En un sistema de facciones de partidos que se han apoderado de todo el Estado, de toda la sociedad y buena parte de la economía por la vía terrorista-impositiva, como ocurre en esta España desnacionalizada pero, por eso mismo, hiperestatificada hasta la náusea, la función de un Rey es ocupar el lugar vacío o el punto ciego del poder que las facciones oligárquicas estatales se prohíben a sí mismas ocupar con el objetivo de evitar luchas entre ellas que pudieran desencadenar verdaderos conflictos civiles, es decir, el Rey desempeña la función de Jefe nominal en el que reunifican y neutralizan mutuamente todas las oligarquías (las estatales de partidos y las económicas, financieras y empresariales, todas ellas imbricadas en un mismo interés colectivo privado: que no se cuestione jamás este estado de cosas, de ahí la intangibilidad del Rey como «persona ficta» en que culmina la pirámide).
La clave de su figura es impedir que ningún oligarca se llegue a creer tan poderoso que decida prescindir de sus conmilitones y obtener para sí, de modo monopolista, todo el poder.
A partir de esta interpretación, se entiende la actitud de Pablo Iglesias y Podemos hacia el rey actual y a partir de ahí se tiene la clave del verdadero significado del «fenómeno» Podemos: en ningún momento los supuestos revolucionarios se han cuestionado la función del Rey, dentro de la distribución de las cuotas de poder, y precisamente esto es así porque su verdadera aspiración no es otra que constituirse en la fuerza que sustituya bajo el nuevo reinado al anterior fundamento del mismo régimen (el PSOE).
Felipe VI, como nuevo jefe nominal de toda la oligarquía en su conjunto, necesita a Podemos como su padre necesitó al PSOE para rearticular la permanencia de la Monarquía con las funciones ya aludidas, para lo cual, por supuesto, la liquidación final del Estado nacional como unidad política es una condición necesaria, ya muy avanzada en los 40 años de reinado de su padre
Creemos vivir bajo una monarquía parlamentaria (que la Constitución recoge como forma de Estado), pero las cosas son por completo distintas a como se declaran en el artículo correspondiente. En una Monarquía Parlamentaria el rey tiene la potestad autónoma de elegir libremente un candidato de acuerdo con las mayorías que puedan formarse en torno a él y no hay necesidad de que sea el jefe de un partido. Pero eso sucede bajo un verdadero régimen representativo liberal con genuina libertad de voto (históricamente eso fue el régimen inglés durante dos siglos), no con disciplina de partido y partidos estatales que deben obediencia a quien hace las listas electorales (el propuesto, en realidad, autocráticamente proclamado candidato). Nuestra forma de Estado es una Monarquía de Partidos estatales, como Alemania o Italia son puras Repúblicas de Partidos estatales.
Bajo las condiciones reales, informales, no escritas pero practicadas tácitamente de este tipo de Monarquía (algo bastante inédito por cierto en la historia de las instituciones políticas), el Rey sólo puede proponer a los candidatos que ya le han sido previamente impuestos por los jefes de partido, que, como por casualidad, son ellos mismos. El Rey, dentro de las relaciones fácticas de poder, sólo puede proponer a uno de esos jefes, porque si no lo hiciera así rompería con el protocolo implícito de la forma partidocrática, que nada tiene de parlamentaria en sentido estricto: en su lógica no entra que alguien distinto del jefe de la mayoría minoritaria o el jefe convenido de la coalición propuesta pueda ser candidato, dado que las elecciones españoles son elecciones presidenciales con la interposición de listas de partido para mejor fundir en una unidad total los poderes ejecutivo y legislativo puestos así en manos del jefe de partido. Toda otra descripción es ideología. Las relaciones reales se leen en la práctica y no en los discursos.
Hay una anécdota sobre estos asuntos que cuenta Gonzalo Fernández de la Mora en su libro de memorias. En una entrevista con Torcuato Fernández-Miranda, en vísperas de que el Rey Juan Carlos I eligiera a Adolfo Suárez como presidente de gobierno, a mediados de 1976, Fernández de la Mora le preguntó directamente si pensaban liquidar el «Estado del 18 de julio» e inventarse desde el vacío una Monarquía parlamentaria, de muy difícil encaje tanto institucional como «emocional» entre la población española.
Fernández-Miranda le contestó más o menos que el nuevo régimen estaba consolidado por adelantado porque la derecha política, económica y social (el franquismo sociológico) jamás pondría en cuestión la decisión y voluntad última de Franco (añado yo, en el inconsciente de esta derecha, por mucho que quiera desligarse de su memoria, Franco sigue siendo el vencedor de la guerra civil, es decir, el «Lord Protector» de las clases del «buen»» orden). Añadió de modo sarcástico palabras de este tenor: «¿es que ahora se van a hacer republicanos si no les gusta la monarquía que yo les propongo?»
Pues bien, hagamos lo que Fernández-Miranda creía imposible o muy inverosímil: ya es hora de hacerse republicanos de derechas, porque el régimen del 78 no da más de sí y el templo se cae aplastando a los filisteos. Y la teoría de la nueva república (que no será desde luego ni federal ni socialdemócrata ni autonomista ni por supuesto conservadora) ya está bien preparada. Que cada uno se esfuerce por llegar a ella.
Las experiencias históricas republicanas en España no demuestran nada, salvo el prejuicio de quien las condena sin indagar en los motivos de su imposibilidad. A mí no se me ocurre comparar a un rey y a una forma monárquica de dos épocas distintas bajo condiciones distintas. Pero pienso que tener vacante la posición máxima de un Estado como es su Jefatura en una nación política en proceso de disgregación y autoliquidación territorial es el mayor signo de corrupción colectiva, amoralidad cívica y desgobierno que cabe imaginar. Pero muchos obtienen un gran beneficio de esta negligencia y este odio a sí mismos, mientras la cuenta corriente esté bien abastecida.
Los españoles desconocen la lógica interna de las instituciones, se les educa e informa a diario para que no entiendan absolutamente nada de la política en sentido noble, para que no se hagan preguntas inteligentes sobre la naturaleza del poder político y de las instituciones. En ese plano seguimos creyendo en conceptos políticos falsificados («España es una verdadera democracia») como otros creen en los milagros por la fe en la doctrina de la Iglesia
La Jefatura del Estado no es una especie de vaga representación simbólica de no importa qué, con desfiles militares y saludos a la bandera, discursos altisonantes y recepciones de embajadores: hay que convertirla en la más Alta Magistratura con la más alta potestad legal y la más alta legitimidad, elegible en un sistema mayoritario a doble vuelta y fuera de la camisa de fuerza de los partidos estatales, y, por tanto, fuera de las oligarquías que hoy ocupan el poder para vaciarlo o apropiárselo en beneficio privado. Entre otras cosas, por eso es necesaria una forma republicana presidencialista al estilo estadounidense.