APUNTES  PÓSTUMOS (3)

Invierno 2022-2023

Después de machacar el espíritu contra la piedra estéril de una vida profesional bien reglamentada y poco remunerada, te queda la jubilación como premio de consolación para gozar de una postvida aún más rutinariamente feliz y estéril. Con el plus del privilegio de la marginación social.









Los deconstruccionistas juegan en el terreno amigo del Logocratos. Para ganar sólo tienen que cambiar el Logos del cratos y todo seguirá igual. El cratos dictará cuál es el nuevo Logos correcto. Como en la publicidad.

Para el hombre que sabe que muere, la proposición «Nada es» tiene un sentido absoluto y ya no puede decirse nada más. No hay lugar acomodaticio para la dialéctica del escepticismo. Para el hombre que prefiere ignorarlo, la proposición «Todo es» se convierte en la tabla de salvación y la discusión se vuelve interminable. Es la balsa del escepticismo que siempre llega a buen puerto: discutiendo sobre abstracciones vacías siempre se llega a un acuerdo. El arte del buen filosofar, en Occidente, es el arte de no saber morir, es decir, el arte retórico y dialéctico de no llegar a un fin. Ignorar la muerte hablando de ella con gran fuerza patética es el arte consumado del histrionismo filosófico occidental. Pero si la muerte se convierte en la premisa de todo pensamiento, si la finitud del hombre toma la palabra, un silencio estruendoso se apodera del escenario de la amable conversación y, más allá de las universalidades vacías de los conceptos, las esencias y las substancias, el hombre, requerido y cuestionado por su muerte, quiere salvarse de ella, o afirmándose o negándose. Pero si desde el principio se negara, habría aprendido la única lección que le habría hecho aprender su mismidad: eres el cuerpo muerto hace mucho tiempo al que un sol benévolo ilumina y despierta cada día. 

Escapar de la prisión de la subjetividad moderna: muchos lo han intentado manteniéndose atados de pies y manos a sus categorías sin saberlo. Osados en el escepticismo dudaban de todo menos de lo que los encadenaba: su propia subjetividad, cualquiera que fuese la figura metafísica que ésta adoptara. Al final sólo les queda la costumbre o la vida universal como garantía de un sentido, abolidas todas las demás ficciones.

Me veo reflejado en el rostro de todos esos ancianos con los que me encuentro en mis paseos. Acierto a vislumbrar una extraña complicidad involuntaria entre sus tics, sus muecas, sus arrugas y todo lo que en mí mismo anuncia ya una predisposición hacia esa misma vejez que se aleja de la vida a medida que se consuma lentamente. Antes que en mi rostro, las arrugas ya se insinúan y se instalan en mi espíritu.

Habré consumido treinta y cinco años de mi vida en el intervalo que va de las oposiciones a funcionario docente del Estado al ejercicio de la profesión y la jubilación. Los únicos momentos realmente vividos, luminosos, felices, lúcidos habrán sido los que dediqué a escribir unas pocas páginas muy personalmente memorables y los que entregué a leer muchas páginas mucho más memorables que las mías, meras copias bastardas de lo mejor que me fue dado encontrar en mis vagabundeos filosóficos y literarios. Mi lucha interior siempre fue la lucha por no llegar a ser peor de lo que era, no convertirme en un hombre deshonesto consigo mismo, rencoroso y resentido. Secretamente sabía que mi destino era justo el que debía ser. Aspiré a todo lo que me imaginaba porque en el fondo no creía en nada. No tenía nada que perder simulando unos dones que mi naturaleza no poseía. Me creí superior simplemente porque no era peor que lo que siempre me rodeó. Acomodaticio hasta el tuétano, paseo mi rebeldía fingida por todas partes, la proyecto y la consumo, sabiendo que todo gesto en mí es impostura y falta de valor para las decisiones que debí tomar y nunca tomé para llegar a ser quien pretendía ser.

La enfermedad no es accidental. Toda enfermedad es sobrevenida por hábitos adquiridos de vida. No hablo de accidentes laborales, como los que resultan del manejo de máquinas, que son verdaderos accidentes. La mayor parte de las enfermedades adquiridas lo son porque han sido pacientemente adquiridas y producidas por los usuarios de un modo de vida determinado. Esas enfermedades son el resultado de unos hábitos de vida social. Es decir, es un modo de organización de la vida lo que produce determinadas enfermedades.  La obesidad o el cáncer generalizado en las llamadas sociedades desarrolladas podría ser un buen ejemplo. Las enfermedades típicas del Occidente desarrollado son enfermedades resultantes de un modo de vida, o si se quiere expresar de un modo más filosófico, enfermedades de un espíritu de la época. Todas ellas, diabetes, obesidad mórbida, cánceres diversos, síndrome de Alzheimer, etc, son enfermedades de saturación, enfermedades del exceso, enfermedades de sobresaturación. Reflejo mórbido y letal de un principio de organización de la sociedad, de un principio de la producción material, de un principio de la reproducción simbólica de lo real. Ahora bien, resulta que dicho principio de organización de la totalidad de relaciones no es otro que la pura acumulación multiplicada del valor. Una vida sometida a dicho principio sólo puede reflejar su lógica. Pero su lógica sólo puede expresarse humanamente como la pura y simple compulsión de continuar el proyecto vacío de la acumulación por la acumulación misma. La esencia pura del capitalismo. Las enfermedades hoy en todas partes típicamente contemporáneas somatizan su esencia.

Padezco de una extraordinaria carencia de afecto. Vivo en una completa desafección de todo y de todos. No amo nada ni a nadie. No entrego mi confianza a nada ni a nadie. En estas condiciones, debería estar muerto para el mundo. Pero la victoria sobre ese mundo hecho de apegos consiste en no experimentar tampoco ningún apego a sí mismo. No siento ninguna autocompasión por mí mismo por el hecho de no amar a nada ni a nadie. Y, pese a todo, no me he vuelto malo, tan sólo un poco más sensato de lo que era cuando estaba apegado a muchos afectos y a la autocompasión como compensación por la imagen invertida de su carencia. Mi mayor triunfo es no odiarme a mí mismo, pues comprendo perfectamente que, en el fondo de todo lo que somos y más allá de todo lo que nos encontramos en nuestras vidas erráticas, somos tan sólo la pura expresión de un principio que en nosotros se realiza. Podemos llamarlo, con Nietzsche, «amor fati», amor de lo fatal, amor a lo fatal, amor de lo fatal hacia sí mismo. No podemos ser otra cosa que lo que ya éramos, no podemos devenir nada más que lo que ya éramos, no podemos dejar de ser lo que siempre hemos sido y somos y seremos. Nada nos puede librar de esta fatalidad. 

Grande es todo lo que comienza y aparece por primera vez en el mundo. Luego, siguen las imitaciones. En ningún ámbito de nuestra inmediata contemporaneidad actualizada en tiempo real hay nada originario. Pese a la sobreabundancia tecnológica y material, en todas partes sólo nos encontramos con referentes flotantes, copias bastardas y simulacros. En un mundo así, carente de toda creatividad originaria, no queda lugar para la grandeza, porque en realidad nada comienza y nada llega hasta nosotros por primera vez. De ahí también la sensación agobiante de que todo en nuestro mundo es un inmenso «deja vu». 

Como buenos excristianos, alejados de la mirada escrutadora de Dios, somos malos, pero en secreto. Como ya no tenemos que redimirnos, arrepentirnos o salvarnos, todo nos está permitido: no nos queda ninguna instancia ante la que justificarnos. Pero tan sólo nos atrevemos a ser malos con pequeñas maldades. A escala del tipo humano harto menguado que somos. Una gran maldad escandalizaría el sentido de nuestra benévola normalidad.

Desdivinizar la naturaleza, desacralizar el mundo, desmitificar a la mujer, desromantizar el amor, desocializar lo social, despolitizar lo político, desexualizar la diferencia sexual: siempre damos un paso más allá para alcanzar la utopía, la tierra prometida del embrutecimiento de la vida. Que cada ser se libere del otro y de sí mismo y devenga indiferenciadamente fluido e indeterminado hacia el punto cero o la indiferencia de la nada. Esencialmente toda liberación moderna de lo que sea es la destrucción de la ilusión de vivir, la desvinculación violenta de todo lo que nos mantiene unidos a esta vida, es decir, la muerte de la ilusión vital sustituida en todas partes por una obtusa voluntad de poder. O en otros términos: el incremento cuantitativo de las condiciones de vida se acompaña de la mengua cualitativa de la vida misma.

Como el color gris nublado en la paleta de un pintor: salvo Turner nadie ha sacado partido de su falta de cualidades, de su neutralidad respecto a la luz y los efectos de contraste. Ni siquiera la fotografía y el cine en blanco y negro han sabido qué hacer con el gris sin matices. Demasiada luz o demasiada oscuridad, pero raramente un tono intermedio. Y no obstante la mayor parte de los seres humanos socializados en las sociedades contemporáneas son la grisura elevada a condición ontológica fundamental, el término medio heideggeriano de la existencia. El éxito literario y filosófico del existencialismo como moda intelectual, sin duda, se debe a que ha sabido captar con acierto esta tonalidad gris intermedia de la vida en el mundo contemporáneo.

Los sistemas de poder, los dispositivos del discurso, las prácticas de control no son dueños de los significados, que se pueden rellenar con cualquier cosa a la mano en cada caso. De lo que realmente son dueños es de los signos mismos, de sus códigos y de su distribución y circulación. A las instancias de poder, discurso y verdad les resulta indiferente el sentido, lo que quieren es controlar los signos, su emisión y circulación. La realización del nihilismo contemporáneo no es la proliferación de la falta de sentido, sino la sobreabundancia de signos con cualquier significado, signos equivalentes e intercambiables sin ninguna referencia a ningún sentido. 

Los residuos tóxicos en que se han convertido los discursos «filosóficos» en la Modernidad tardía no por abrumadores son menos divertidos. El sofópata posmoderno (el individuo que padece de la «sofía» postmetafísica, o saber de lo indiferenciado en la pluralidad de las diferencias descentradas) se complace con la mera logomaquia, que interioriza tras un largo aprendizaje en la técnica del comentario de la grafomanía, institucionalizada como metalenguaje. En efecto, en lugar de un saber ausente, un lenguaje fantasmal, acontextualizado, que acumula nombres abstractos, unidos por la cópula del verbo ser, en proposiciones legibles a duras penas, le permite llevar a cabo un trabajo interminable al final del cual se encuentra el premio a tanto esfuerzo: una proposición primera, un principio, un fundamento, una verdad absoluta, pero establecido sólo como pretexto para a continuación desmontarlos, deconstruirlos. Una vez muerto el sofópata fundador, los herederos se reparten su herencia, proliferan corrientes interpretativas, a izquierda y derecha, para mejor hacer creíble la riqueza del nuevo concepto deconstruido y su validación para el circuito institucional y, finalmente, tras agotadoras luchas entre tales corrientes, que saben jugar a la pluralidad de los códigos intercambiables en el escondite de una hábil transcodificación, se establece un canon interpretativo erigido en nuevo principio de autoridad. Por ejemplo, tras el penoso itinerario metalingüístico y las redundantes «resemantizaciones», «Ereignis» puede traducirse como «Revolución». No hay nada que pensar, todo está por transcodificar. Ante la ausencia de pensamiento, queda la prolija y enfadosa tarea de las «resignificaciones»: se abre todo un porvenir académico en las universidades de los Estados moribundos. No se paga mal parasitar la tradición y declararse «postmetafísico» conduce desde las listas del desempleo a la carrera titulada y tal vez a algún cargo estatal. 

La civilización moderna no es más que el nombre para el embrutecimiento ampliado y uniforme de la vida bajo las condiciones de la técnica moderna.

La única lucha interesante es la del cuerpo y el espíritu. Cada hombre es su escenario. Hay un observador oculto que vigila y juzga sus apuestas. El espíritu quiere destruirse, abandonar el mundo tras experimentar su insignificancia. El cuerpo se resiste, opone toda la firme fuerza de lo orgánico, toda la ebriedad de su salud. En esta lucha entre dos principios de vida, nada se decide de antemano. En el fondo, cuerpo y espíritu miden sus fuerzas para reconocerse el uno al otro y decidir en esta confrontación quién de los dos merece triunfar y obtener el dominio: la prolongación de la vida misma.

Las categorías nucleares de toda sociedad giran en torno al modo como se organiza la distribución de su doble relación con el tiempo. Ganar el tiempo y perder el tiempo son expresiones chocantes, pero en su simplicidad incomprendida lo dicen todo sobre la condición humana. Se podrían multiplicar las parejas de sinónimos: ahorrar tiempo, gastar tiempo, etc. Hoy, nuestra civilización tecnológica avanzada se ha organizado de tal manera que toda ella sólo puede comprenderse a partir de dos hechos brutos que traducen dos imperativos: por todos los medios técnicos disponibles hay que ganar tiempo, ahorrando tiempo (sistemas de producción, transporte y distribución); y por otro lado, por todos los medios técnicos disponibles hay que perderlo (industria del entretenimiento y el ocio). Si se percibe y concibe el absurdo irónico de este contrasentido se entiende todo sobre nuestra condición actual. Como hombres sólo existimos para que un engranaje incomprensible funcione a intervalos regulares programados en los que gana tiempo de producción y pierde tiempo recuperándose. Marx lo expresó bien a escala del proletariado industrial. Hoy eso es toda la vida misma. Pero Marx pensaba que el tiempo de la producción era el tiempo fuerte. Hoy sabemos que el tiempo de la reproducción de la fuerza de trabajo (ocio y tiempo libre) es el tiempo dominante. Toda una sociedad que vive únicamente para reproducir la liberación del tiempo de producción: un conjuro mágico contra la maldición del tiempo de trabajo.

Surrealismo objetual: la técnica deposita en nuestras vidas restos precarios de un mundo onírico, como el sueño nocturno nos deja los residuos incomprensibles de la verdad de nuestras inquietudes diurnas no resueltas. Los primeros relatos cortos de Ballard presentan esta sutil alegoría distópica del universo tecnológico avanzado. Todo sigue su curso habitual, pero el mundo de los objetos técnicos se ha emancipado de nosotros. Sólo podemos operar y entendernos a nosotros mismos a través de ellos. La técnica que crea objetos oníricos vuelve a reencantar el mundo objetivo. Pero sólo en la ficción especulativa. La única belleza es la imaginaria. Toda belleza real se esfuma al contacto con la realidad. Toda virtud real desaparece ante la fealdad de lo real. Toda verdad real se encubre y oculta en lo burdamente real. La duplicidad de lo real es nuestro misterio contemporáneo. Que después y detrás de tanta fealdad, de tanta inmoralidad, de tanta falsedad, quede un lugar para la belleza, la virtud y la verdad, eso y sólo eso es un milagro. 

La verdad secreta de la moral contemporánea puede encontrarse formulada en los títulos mismos de las dos mayores narraciones pornográficas con las que un cierto tipo de Modernidad habla de sí misma desde los márgenes de la transgresión imaginaria: «Justine o los infortunios de la virtud» y «Juliette o las prosperidades del vicio» del Marqués de Sade. La virtud es infortunada, el vicio es próspero. La virtud no tiene accidentalmente un destino de infortunio sino que es el infortunio mismo. El vicio no tiene accidentalmente un destino de prosperidad sino que es la prosperidad misma. Que la inversión de los valores se haya convertido en la verdad de nuestro mundo contemporáneo es un hallazgo cuyo padre filosófico puede ser Nietzsche en sentido eminente, pero el abuelo, sin duda más atrevido del mismo descubrimiento, fue Sade. 

La muerte es el inhóspito invitado a la fiesta. Como Proteo, cambia de forma para cada uno. La olvidemos, la soñemos o la pensemos, se presenta enmascarada con infinitas máscaras. Para unos es un mieloma múltiple, para otros un aneurisma cerebral, para algunos un cáncer de hígado, para otros un accidente de automóvil, para algunos más una sobredosis… No hay nada escrito, nada predeterminado, nada decidido. La fascinación de la muerte es lo inesperado de su llamada a nuestra puerta. Nadie está preparado para atender esa llamada. Y el que preventivamente intenta interpretar sus señales, como en el cuento del visir que huyó a Samarcanda, es el que más se equivoca.

En términos de una dialéctica clásica del XIX toda victoria del espíritu sobre la materia se paga con una muerte atroz, pero el espíritu sobrevive en sus obras. En el contexto actual, la victoria absoluta de la materia sobre el espíritu se retribuye con una larga vida de placeres groseros que consumen toda potencia creativa. Si la esencia del hombre es la libertad por la imaginación, la vida del hombre integralmente socializado debe ser el infierno. Pienso en el sentido final del cuento de Chejov «La apuesta», que Ballard cita en su relato corto «Desagüe 69». Un experimento ha privado a los hombres de su facultad de dormir y soñar extirpando su base orgánica y glandular tras una operación. Se consigue mantener a los hombres objeto del experimento despiertos durante tres semanas sin una sola hora de sueño, vigilando sus constantes vitales a cada momento. Se produce la catástrofe regresiva: los sujetos, abandonados a sí mismos, caen en una profunda catalepsia, semejante a la muerte. El sueño, extirpado y reprimido, retorna aún más poderoso sumiendo en su reino a los sujetos del experimento. Objetivar a los hombres operando sobre el cuerpo libera la omnipotencia del espíritu. 

Primavera 2023

Ocuparse de números implica una mutilación afectiva, una alienación del mundo. Pero también pudiera ser que el número fuera el mejor inhibidor de la angustia. Cuando uno se ocupa solamente de composiciones numéricas aplicándolas a todo, el mundo se vuelve comprensible. Para toda realidad hay un orden, una serie, una operación cuyo resultado previsto tranquiliza. No queda un resto indeseable de imprevisto, toda indeterminación se borra, las cuentas cuadran. Conocer la realidad numéricamente formulada es lo más tranquilizador: opinión pública, voto, accidentes de tráfico, renta per cápita, tasa de mortalidad o natalidad, valores bursátiles, juegos de azar, diabetes, cáncer…, la estadística es consoladora y fuente de un extraño placer. «Eso concierne a otros, yo no tengo nada que ver con el número predecible», pensamos cuando nos arrojan a la cara tales o cuales series estadísticas. Pero el número nos protege de ser singularidades. Si hoy tuviera que elegir una profesión, querría ser agente de bolsa. 

Si la literatura es «mimesis» de la vida humana, los relatos de Chejov son la más alta expresión de la literatura. Si la vida humana es «mimesis» de la literatura, los relatos de Chejov son la más perfecta representación de la vida. La mejor obra literaria del siglo XIX sabe que la literatura ha envenenado a la vida en las condiciones históricas de una vida burguesa que sólo puede adecentarse con sublimaciones, o simulaciones literarias de un ideal. Por lo tanto, desublimar pasa a convertirse en la tarea de los literatos más fieles a su tiempo. Y nadie ha desublimado con ímpetu igual tanto la vida como la literatura como Chejov hasta en el menor de sus cuentos. En los relatos de Chejov no hay excesos a lo Dostoievski, no hay cargos de conciencia a lo Tolstoi. No necesita demostrar la inanidad de la vida por sus extremos: la inconsciencia o el exceso de conciencia. El hombre de término medio es su campo de experimentación. Su ir y venir entre la cotidianidad y la muerte amenazante es toda su movilidad existencial. De este movimiento no surge nada, ningún sentido, ningún hallazgo. Los personajes chejovianos viven la vida como si ya estuvieran muertos: se imaginan otra vida como si ya estuvieran muertos. La muerte del espíritu se consuma mucho antes de que sus personajes tomen conciencia de que ya están muertos. Los personajes de Dostoievski y Tolstoi luchan para demostrar que existen. Los personajes de Chejov parten de su inexistencia, de su falta de ser, de la comprensión vacilante de que ya están muertos. El verdadero interés de sus relatos hay que buscarlo en esta lucha: cómo lo que ya está muerto intenta prolongar su vida un poco más. Por eso todos los que leemos a Chejov sentimos tanta admiración por su esfuerzo literario: nos justifica en esta misma lucha.

Sólo me preocupan mi presión arterial, mi nivel de glucosa en sangre, la creatinina en la orina, los gases que se desprenden en la digestión, el cálculo de hemoglobina glicosilada, la dieta, los carbohidratos, el calcio en los huesos, el consumo excesivo de grasas saturadas, las horas de sueño, los niveles se serotonina, la vitamina B, el color de mi orina, mi semen o mi sangre. No estoy casado, no tengo hijos, no dejo descendencia y no me preocupan nada más que los signos que emite mi cuerpo. Pensaba que yo era una rareza, una anomalía. Pero cuando leo unas pocas noticias en la prensa que informan vagamente sobre tendencias generales en las formas de vida contemporánea, me doy cuenta de que no soy una singularidad sino de que yo mismo soy la encarnación del espíritu de la época hecho hombre. Todos a mi alrededor viven su vida exactamente como yo. Su vida, como la mía, se reduce a la dietética, en ausencia de toda ética. La única diferencia consiste en que yo, sabiendo lo que soy, me desprecio y me odio a mí mismo. En el momento en que recibí la noticia de la muerte de un conocido de mi misma edad a causa de un fulminante cáncer de hígado, mi única preocupación era que se me estaban despoblando las cejas y debía desesperadamente buscar en Amazon un densificador de cejas a buen precio. Su muerte pasó a un muy segundo plano ante la urgencia de mi nueva preocupación. Peor aún, el problema de despoblamiento de mis cejas no es nada comparado con la bajísima rentabilidad de mi fondo de inversión, un 1’56% y a la espera de peores resultados. Me pregunto si alguien como yo debe vivir otros 20 o 30 años, cobrando una pensión del Estado.

Hoy, un 9 de abril de 2023 cualquiera, en el antiguo calendario cristiano Domingo de Resurrección, leo por segunda vez el relato de Chejov «La sala número 6». La primera vez lo leí hará unos 15 o 18 años. Es uno de los relatos que más me ha impresionado en el puro sentido literario y de los que más me ha conmocionado en el sentido puramente humano. No sabría decir por qué este relato tan escueto, con sus 50 o 60 páginas y una intensa hora y media de lectura, me resulta tan fascinante, tan incomparable. Se puede ecualizar este relato con otras piezas maestras del siglo XIX a su mismo nivel, como «Bartleby» de Melville o «Bobok» de Dostoievski, dos narraciones que llevan al límite, en registros distintos, algo que yo no puede enunciar sin sentirme sacudido en todas las fibras de mi ser, más allá de mi cultura literaria y de las técnicas de interpretación que me han enseñado. 

Desde el momento en que no quise vivir la misma vida heredada de mis padres, dejé de ser carne de su carne y me convertí sin proponérselo en el espíritu errante de lo podría haber sido si hubiera sido algo más que un rechazo y una negación. Pero la dialéctica da igual, es un abuso del juego de los conceptos universales. Siempre volvemos al punto de partida y entonces repetiré otra vez la misma frase del comienzo del texto en el que describo el distanciamiento de mi origen. Sólo cambian las metáforas a través de las cuales me represento el resultado de lo que soy.

Borrar las huellas de todo lo que hemos sido, de todo lo que dejamos atrás es la última tarea de un hombre escrupuloso. Borrar las obras, los actos, las palabras, los recuerdos es la tarea encomendada al final de la vida. Nada de lo que somos debe sobrevivir antes de que dejemos de vivir. Hay que hacer desaparecer todos los rastros de nuestra presencia en este mundo. Cuando la muerte nos encuentre, no tendrá nada que reprocharnos: estamos limpios, nos hemos purgado, no nos apegamos a nada.  Ante el tribunal de Dios somos un niño recién nacido: no hay nada que imputarnos.

La situación crítica más insoportable: conocer los fines, disponer de la fuerza de voluntad, de la capacidad de resistencia… y carecer de los medios para la acción. La biografía individual y la historia de los pueblos está hecha con este entramado de potencias que no alcanzan el acto, de virtualidades que no se efectúan. 

Cuando todo deviene político, como al parecer ha ocurrido en la época contemporánea, es que se carece por completo de medios para la acción y sólo quedan señuelos, logos publicitarios, propaganda. Pero la práctica política efectiva descubre tardíamente que de lo que se carecía desde el origen en realidad era tan sólo de fines. 

Tengo que creer en el carácter simbólico de las décadas, del cambio de las décadas, si me mantengo aferrado a la memoria de lo ocurrido en mi biografía en estos intervalos casi exactamente iguales. En 1989, a mis veintiún años mi vida cambió su orientación y se extravió en una confusión indescriptible. En 1999, a mis treinta y un años reencontré un rumbo y un sentido. En 2009 a mis cuarenta y un me enamoré por primera vez. En 2019, a mis cincuenta y un años conocí el periodo más creativo de mi vida. Empiezo a creer que el número 9 tiene algo de mágico en mi vida. Ahora bien, según otro cálculo, podría ser que diez más uno fuera la cifra mágica, o incluso sería verosímil que el uno resultado de restar diez a nueve se haya convertido en mi destino. Es decir, nada tiene sentido, pero esta coincidencia en el nueve no  deja de inquietarme.

Si la americanización de la vida es la última palabra de la civilización occidental, entonces hay que aprender a vivir en el vacío de sentido que nosotros europeos hemos creado. América es la realización pragmática perfecta del nihilismo metafísico europeo. Todo el provincianismo europeo actual, todo la melancolía europea sobre un pasado inmediato incomprensible, todo este multiculturalismo abyecto, derivan de una derrota invisible, no comprendida. La liquidación de todo lo que fuimos, realizada en acto, ahora mismo, es nuestra historia futura. Ser en tanto que desaparecer se dice de muchas maneras.

El nihilismo europeo, entendido como pérdida de toda referencia simbólica fuerte, como ausencia de toda jerarquía de valor, como ontología débil, como pensamiento abismado en la falta del ser, como imposibilidad de fundamento, etc, es la atmósfera envolvente en la que vivimos. Con la nada, nada puede hacerse, pero nosotros no sabemos lo que la nada puede hacer con nosotros. Uno no se sacude el nihilismo como una vaca se sacude las moscas con el rabo. Tan sólo se nos ofrece la oportunidad bien limitada de aprender a convivir con el incómodo huésped nietzscheano, como si no existiera en toda la plenitud de su poder, ignorando lo que somos, adelantarse a nuestra voluntad. Dado que lo que somos es exactamente ese mismo nihilismo del que intentamos huir como si estuviera en nuestra mano, con un gesto indolente, escapar de él, debemos aprender a volvernos nulos, es decir, volvernos indiferentes ante nuestro devenir y nuestro porvenir. La mayoría de la población ya lo intuye oscuramente en las sociedades europeas y por ello se resiste a reproducirse. En el fondo, todos sabemos que ya estamos muertos y que no tendremos descendientes.

Las ideologías contemporáneas están hechas de una extraña aleación de raigambre profundamente metafísica: idealidad y bestialidad se unen en unos esponsales macabros para producir monstruos y aberraciones inimaginables. En la cumbre de la racionalidad occidental, la racionalidad originaria devenida, la determinación fundante del «zoon logon ekhon» se transforma en biologicismo o en bio-ideologías derivadas oscuramente de aquél. Lo humano, a partir de ahí, entra en un juego demoníaco de equivalencia con lo animal, lo técnico, lo robótico, lo mecánico, lo neuronal, lo psicológico o lo vegetal: es reductible a cualquier otra dimensión de lo meramente objetivo.  Dado que el hombre es un ser objetivado y objetivable como cualquier otro, su destino es el resultado y producto de la objetivación: su finalidad para algo previamente producido. Una herramienta. De ahí que toda técnica advenga al mundo como complemento que decide sobre lo humano. 

Mi biografía se resume en el proceso de la destrucción de mi espíritu por la realidad. Una realidad, por cierto, hecha toda ella de artilugios. 

Destituida por incomparecencia política la burguesía, apareció la sociedad de masas según los biógrafos de la difunta sociedad burguesa a finales del siglo XIX, cuando los asalariados accedieron a la ventana de oportunidad de la representación política. Desde entonces, desde la «Belle époque» europea anterior a la Primera Guerra Mundial, es decir, desde el suicidio entusiasta de las potencias europeas, hemos asistido a un desfile memorable de variantes muy menguadas de sus mismos principios, pero ahora masificados a la escala planetaria del «American way of life». De un filtrado de este modelo de vida, en su fase aún más disminuida y precaria, ha surgido la chusma generalizada. Esa nueva clase universal, la chusma que gobierna, hace leyes, ejecuta leyes, juzga, difunde ideas y valores, informa, crea espectáculos, entretiene, enseña, aprende, compra y paga, ahorra y acumula capital, es la clase en la que la vieja sociedad burguesa se disuelve por extensión y aplanamiento de su concepto. Dado que ahora ya todos son burgueses, es decir, asiduos miembros del nivel de renta occidental, aunque demediados, a escala planetaria, sólo queda hacerse comunistas, es decir, chinos, para incrementar en unos puntos la acumulación de capital.

Verano 2023

No teníamos previsto ser derrotados por la potencia del mundo en su devenir puramente fenoménico tal cual siempre ha sido: nuestras ficciones y artilugios lo habían hecho retroceder hasta los márgenes de la irracionalidad, la magia o el ensueño. El dueño del mundo, enajenado de todo lo mundano, algún día volverá a ser terrestre: un amanecer y un ocaso del día más puro de un verano le harán recordar su condición. Que hay que acabar para recomenzar y que todo lo que acaba volverá a comenzar infinitamente una y otra vez. Como la luz del amanecer es la luz del atardecer y nadie puede decidir amar una u otra: en la indiferencia del reloj del día solar más puro se aman y entrelazan una y otra. No hay mayor felicidad y alegría de vivir y ser hombre que la que propone esta imagen. Ser divino es resplandor en el mejor momento de la luz, aunque nos abrase. Lo demás son metáforas poéticas para uso de seres oscuros y desvalidos. El devenir es resplandecer hasta la total oscuridad. ¿Por qué el pensamiento y la poesía alemanas sienten tanta nostalgia de Grecia hasta haber llegado a concebir de nuevo lo divino en su alegoría mediterránea? Porque todo lo pesado del espíritu y la vida quiere flotar, quiere volar, quiere aligerarse, quiere dejar de sentir la dureza de un mundo vacío y solidificado de una vez para siempre en un solo y definitivo sentido. Los alemanes se volvieron anticristianos por nostalgia de Grecia, es decir, por el recuerdo imaginario de un mundo donde la luz es tan fuerte que obliga al hombre a concebir el tiempo como su finitud trágica, su esplendor y su fracaso. Un tiempo en el que no hay lugar para la redención, pues la redención es el mismo acto, sea cual sea su sentido.

Disponemos hoy de un conocimiento filológico exquisito de los orígenes de los conceptos fundamentales de Nietzsche y de Heidegger. Sabemos cómo y cuándo, en qué fecha exacta, en qué escrito inédito aparecieron la muerte de Dios, el superhombre, la voluntad de poder, el eterno retorno, la diferencia ontológica, la interpretación de la verdad como desocultamiento, la temporalidad como horizonte de interpretación del sentido del ser, la epocalidad del ser, todo expurgado, remitido a sus momentos inaugurales, perfectamente datado. Pero ya no sabemos qué hacer con todo ello. Nada de lo inédito, nada de lo póstumo, nada del fondo del silencio de los autores añade nada nuevo a lo que ya estaba publicado y a disposición de cualquiera. Este saber filológico es la coartada para dejar de pensar. Dado que sabemos cómo llegamos superficialmente a través de las declaraciones de los propios autores a sus conceptualizaciones innovadoras, no hace falta volver a concebir como nuevo lo que ya está registrado. De ahí el vacío actual del pensamiento que ni siquiera sabe ser un pensamiento póstumo de los maestros, a los que se les olvida cuanto más se les entierra en la posteridad de lo ya conocido.

El gran júbilo: el devenir reversible. Los opuestos no se oponen estáticamente de una vez para siempre en la inmovilidad de su posición. La oposición misma es móvil y se mueve en el intercambio de la posición, es decir, los opuestos, en tanto que devienen, son reversibles. El niño es el opuesto del anciano, pero el anciano deviene niño en el movimiento de la oposición. Todo, por el hecho mismo de estar en perpetuo movimiento, ocupa un lugar de la oposición de los contrarios, pero un lugar de tránsito, no una posición definitiva para siempre. La vida es este recomenzar perpetuo de las oposiciones reversibles. Nada del mundo puede comprenderse sin atribuir esta propiedad ontológica suprema al mundo.

Me quedo perplejo releyendo estos apuntes al comprobar que Max Stirner no comparece cuando justamente su obra y su discurso tanto me han fascinado secretamente desde hace ya muchos años. «El Único y su propiedad» para alguien como yo marca una época y la lectura de esta obra demoníaca no puede olvidarse ni obviarse en el silencio. Un silencio retumbante por cierto. Conozco la genealogía de su inverosímil descendencia igualmente silenciada en el mundo académico. Que Nietzsche amaba esta obra y siempre lo acompañó. Que Junger la tenía como modelo y que de ella deriva en línea legítima la figura del Anarca. Que Heidegger, nada menos, estaba acosado por su fantasma. Que Carl Schmitt no podía dejar de releerla durante el infortunio de su proceso de desnazificación. Una obra que no deja indiferentes a semejantes singularidades del pensamiento contemporáneo debe contener un foco irradiador de potencia inusual. 

Hoy, 12 de julio de 2023, la prensa informa marginalmente de la muerte del novelista checo Milan Kundera a la edad de 94 años. Leí por primera vez a Kundera en la primavera de 1999 por recomendación de un amigo de fino gusto literario que me puso por las nubes un conjunto de relatos publicado con el título de «El libro de los amores ridículos». No he gozado de lecturas más gratas que la lectura que me regalaron estos relatos. Creo que mi admiración por el relato corto y el cuento surgieron a partir de estos textos de Kundera. Pero sobre todo me alentaron en el arte extenuante de la ironía a la vez ácida y amable, un equilibrio del ánimo del escritor extremadamente difícil de alcanzar, pero del cual fue un consumado virtuoso Kundera, el último novelista verdaderamente cervantino de la literatura occidental.

Extraño motivo de reflexión: ni en Marx ni en Nietzsche, los dos mayores pensadores de la segunda mitad del siglo XIX, en plena revolución industrial, cuando la técnica se hace con el dominio del mundo y empieza a determinar el modo de pensar y vivir, puede encontrarse ni el menor vestigio de un pensar el sentido de la técnica moderna. Sólo encontramos mitologías de la subjetividad metafísica, es decir, concepciones de la autoliberación del hombre occidental respecto de la naturaleza. Sólo encontramos relatos de emancipación del hombre occidental, sea respecto del orden estamental o clasista en Marx, sea del orden moral y religioso en Nietzsche. Pero en ninguna parte ni una sola palabra sobre el sentido de la técnica como forma absoluta de determinar la vida del hombre occidental. Se dirá: cierto, pero en la obra de Marx la técnica aparece de manera revolucionaria como «fuerza productiva» y por tanto determinante del modo de producción. Ahora bien, como figura histórica determinante la técnica no aparece en Marx más que subordinada de un modo muy secundario a las relaciones sociales de producción, es decir, no llega a concebir ni remotamente el poder configurador de mundos de la técnica, a la que reduce, según la tradición metafísica, a la condición de mero instrumento. La técnica es un añadido a la praxis mundana que no determina el sentido del mundo. En la obra de Nietzsche, el arte como forma de sublimar la vida, aunque en su concepción todavía meramente esteticista, se acerca mucho más a las determinaciones de la técnica moderna como configuradora de mundos. De hecho, todo lo que en la obra de Nietzsche se refiere al arte hay que leerlo como discurso sobre las potencialidades de la técnica, a riesgo de convertir todo su discurso en un anacronismo helenizante. Ahora bien, resulta que la técnica es, en su forma pura liberada, la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki y el campo de exterminio. Ahí el superhombre ha decidido ser todo lo que puede ser y consuma su esencia técnica. Desde entonces, en sus usos mundanos mercantiles y normalizados en la muy trivial vida digitalizada por Internet, la técnica suave muestra sus rostros más amables como entretenimiento y ahorro de trabajo. Pero el exterminio del saber, la cultura y el espíritu continúa impasible su marcha triunfal.

Una vida bien vivida basta y sobra para justificar la vida. No sabemos  por lo demás qué sería una vida bien vivida, aunque sospechamos que un ideal normativo se esconde tras esta inocente expresión. Pero una sola vida no basta para comprenderla. Faltan los términos de comparación de todas y cada una de las experiencias fundamentales. El «sólo una vez» no ofrece material suficiente al conocimiento. 

Consolación profana: todo podría ser mucho peor de lo que es. Podría ser africano o asiático, pero soy europeo. Podría ser casado, pero soy soltero. Podría vivir en un clima frío pero vivo en un clima templado. Podría medir un metro y setenta centímetros pero mido un metro ochenta y dos centímetros. Podría ser moreno pero soy rubio ceniza plateado. Podría estar calvo pero tengo pelo suficiente. Podría no tener ninguna erección pero tengo algunas erecciones. Podría pertenecer a la clase media baja pero pertenezco a la clase media medio baja. Podría no tener ningún título universitario pero tengo un título universitario. Podría no tener trabajo pero tengo un trabajo. Podría no tener dinero pero tengo dinero. Podría trabajar los fines de semana pero no trabajo los fines de semana. Podría padecer insomnio pero duermo por lo menos cinco o seis horas diarias. Podría padecer alguna enfermedad terminal pero sólo padezco enfermedades en sus comienzos. Podría no fumar más de 40 cigarrillos diarios pero sólo fumo 20. Podría beber demasiado, pero bebo lo justo para que no parezca demasiado. Podría no haber leído un solo libro pero he leído muchos. Podría vivir pero prefiero imaginar que he vivido. He ahí mi victoria.

Dado que no hay juicio de Dios, todos los hombres se vuelven intercambiables. La garantía de la diferencia era una instancia divina. Aplicar categorías teológicas y morales al ser y al devenir en el modo cristiano occidental y sus filosofías secularizadas del progreso era la solución al problema del sentido de la civilización. Abolidas éstas, es decir, alcanzado el nivel del nihilismo metafísico inconsciente de sí mismo en el que se debaten las sociedades del capitalismo tardío, sólo queda la ecualización segmentaria de los fragmentos flotantes de las diferencias aberrantes, la normalización de todas las desviaciones, el empoderamiento de lo reprimido.  

Imaginad una vida humana cuya duración promedio fuera de mil años. Un bebé recién nacido el día de la coronación de Carlomagno cuya vida se prolongara hasta la firma del Tratado de Versalles. Una vida humana que comprendiera toda esta historia, todo el devenir de los cursos de generaciones, que padeciese todas las enfermedades, todas las alegrías, todas las desilusiones, todos los amores y todos los desamores, todos los reveses y todas las buenas fortunas, todos los dolores y todos los placeres. El cambio de escala del tiempo vivido, ¿cambiaría también la interpretación de su sentido, el sentido mismo de la experiencia? 

No quiero la eternidad, eso sería insoportable, sólo quiero más tiempo, para comprobar el peso de la vida. En cuanto al retorno de lo mismo, el tiempo es el retorno de lo mismo. Quererlo a escala humana es una prueba de fuerza. 

Todos los hombres juzgan como si tuvieran en su corazón un Dios que les susurrara al oído el juicio de lo absoluto en lo particular más insignificante o en lo universal más eminente. 

Que el novelista más profundo de la segunda mitad del siglo XX sea un checo, exiliado en Francia, Kundera, da mucho que pensar. Que el ensayista más perspicaz de la segunda mitad del siglo XX, sea un rumano exiliado en Francia, Cioran, da mucho que pensar. Que ambos penetraran más sutilmente que nadie en el destino de la civilización occidental da mucho que pensar. Los descendientes de Nietzsche no están ya, ciertamente, en Europa Occidental, mucho menos en Alemania. El verdadero nihilismo ya sólo puede encontrarse donde se da un sufrimiento real del espíritu, no un simulacro de mero malestar de vísceras enfermas o el hartazgo de placeres pueriles.

Evidentemente hay dos Kunderas: el resistente a la sovietización y el resistente a la occidentalización. Pocos escritores han debido enfrentarse a esta doble devastación de la cultura europea contemporánea: por un lado la realización práctica de la utopía del socialismo real del ideal de igualdad impuesto por una burocracia terrorista de partido y por otro lado la consumación de la mercantilización total de la vida impuesta por la condiciones económicas determinadas por un modelo de civilización como el «american way of life». La ausencia de sentido de ambas utopías, su carácter artificial, impostado, banal, desquiciado, la visión crítica de su equivalencia como formas de nihilismo, como aboliciones equivalentes del sentido ha sido la tarea de un escritor que ha tenido la oportunidad de conocer ambas modalidades del mismo error.

Lo despreciable no es el acto en sí sino lo que lleva a ejecutarlo. Las mediaciones ideológicas del acto son lo que constituye la despreciabilidad del acto. En sí mismo el acto es indiferente al juicio moral. Se olvida demasiado rápida y fácilmente que son los móviles de una conducta lo que determina la despreciabilidad de un acto. Los sistemas sociales y políticos se ocultan detrás de la responsabilidad individual para legitimarse mejor. Por su parte, los individuos se ocultan en el anonimato de lo colectivo para cometer los crímenes y transgresiones que en cada caso les cuadran mejor. A ese intercambio de culpabilidades se llama muy entusiasta y enfáticamente «Historia Contemporánea», es decir,  lo repugnante del acto envuelto en lo sublime del concepto.

No puedo concebir un pensamiento cualquiera sin enfrentarme al interminable diálogo con un interlocutor imaginario ante el que justificar mi pensamiento. No pienso solitariamente ante mí mismo, necesito un ser imaginario ante el que argumentar para dar validez a mis ideas. 

El hombre de la cultura occidental filtrada por el «american way of life» quisiera trascendencia, divinidad, alteridad y aventura. Pero sólo puede obtener, según la lógica de la industria del entretenimiento que se encarga de satisfacer estas «necesidades», fenómenos paranormales, monstruos, alienígenas y «realities shows» de supervivencia. Y cuando el hombre de la cultura occidental filtrada por el «american way of life» quiere experimentar su condición humana superior, perfeccionada, más allá del bien y del mal, superadora de todas las represiones y limitaciones de la humanidad realmente existente hasta el momento, aparece en escena el robot, el androide, el organismo cibernético como remedo, peor aún, el clon como replicante y sustituto de su ser a tiempo completo. Triste destino invertido del «superhombre» de Nietzsche. Pero pudiera ser que en realidad la indiferenciación acerca del criterio de moralidad inherente a lo técnico fuera la verdadera ejecución del designio nietzscheano, a pesar suyo y en contra de su vocación. 

El primer texto de Kundera escrito ya en el exilio francés, «El libro de la risa y el olvido» (1978), puede leerse con el criterio puramente biográfico de una confrontación tácita entre el mundo que abandona (el Estado policial del comunismo soviético implantado tras la invasión rusa de 1968) y el mundo en el que pasa a insertarse (la sociedad occidental representada en la Francia de acogida y caracterizada por la «liberación de costumbres»). Un relato fragmentado en situaciones vitales cuyo hilo conductor es la relación amorosa o sexual atravesada a su vez por opuestas significaciones. Unos personajes, perseguidos o desarraigados, para los que el sentido de sus vidas se va desvaneciendo en un destino sacrificado. Los personajes checos viven todavía en el espacio-tiempo de la tragedia de la Historia, la de una utopía terrorista realizada a la fuerza. Los personajes occidentales habitan ya un espacio-tiempo ulterior, post-histórico, el de otra utopía realizada, la del progreso hacia la liberación de las costumbres simbolizada y efectuada en el sexo liberado, en la mujer liberada, en el cuerpo liberado. 

Pensemos en el sentido de una frase en un contexto dado. «El optimismo es el opio del pueblo» es una frase inocente y estúpida. Pero en un contexto dado puede resultar revolucionaria, es decir, contrarrevolucionaria. Es digna de reprobación y castigo por mofarse de las consignas de la propaganda de un régimen político que afirma que, efectivamente, la revolución (el nuevo poder en el Estado, es decir, el poder del nuevo grupo dirigente) se basa en el optimismo de un cambio radical de las condiciones de vida de un pueblo. Pero el atributo de «opio» añadido a «optimismo» define al optimismo como mera ilusión de los sentidos, como delirio resultado de la ingestión de una droga. El principio de realidad del poder no puede tolerar que lo confundan con un opiáceo. Pero todo poder, en sí y por sí mismo, es el opiáceo que un pueblo ingiere para soportarse a sí mismo. Un pueblo proyecta sobre el poder su sentimiento de grandeza, sin duda, pero también su sentimiento de limitación. Las clases dirigentes sólo extraen su poder de esta dialéctica entre un sentimiento de grandeza y un sentimiento de impotencia de los pueblos a los que gobiernan. 

A efectos de la relación social, siempre he estado ausente de mí mismo. Me parezco a una terminal telefónica que siempre está comunicando con el tono de llamada perdida. La vida ha transcurrido como si yo hubiese declinado la invitación a una fiesta ruidosa y trasnochadora. 

La risa angelical y la risa diabólica. Hay que agradecer que Kundera haya sido tan generoso como para ofrecernos a sus lectores algunas claves para leer mejor la totalidad de su obra. El capítulo 4 de la cuarta parte de su obra «El libro de la risa y el olvido», subtitulado «Las dos risas», es muy esclarecedor de su concepción de la novela como espacio mostrador del sentido de las situaciones vitales que se imponen a sus personajes. Que en sus obras subyace una teodicea secularizada, no es difícil percibirlo si se entiende que en cada situación vital hay en juego una interpretación del sentido de la Historia. Sólo que en la obra de Kundera la teodicea secularizada está oculta tras la multiplicidad banal de los actos sexuales de las parejas. La abrumadora repetición de los actos sexuales situados existencialmente en condiciones diversas le sirve a Kundera de espacio para reflexionar sobre cómo el sentido del acontecer histórico incide sobre los más pequeños e íntimos actos de los cuerpos deformando su sentido hasta volverlo irreconocible. En la obra de Kundera el sexo, banalizado hasta el hastío en la cultura de masas, recobra su densidad y espesor como espacio de juego de relaciones fundamentales de poder en las que viene a reflejarse el todo de una sociedad. 

En la lógica del exterminio, los grandes genios malignos de la Modernidad política (Hitler y Stalin como espantajos de la propaganda: realización del «mundo como voluntad y representación» en la época de las ideologías de integración de masas en el Estado) quedan opacados y menguados respecto a las capacidades de la sociedad tecnológica avanzada. Quizás estemos ya en condiciones de comprender por qué la única revolución verdadera es la puramente tecnológica, no la religiosa de la Reforma protestante, no la política de la Revolución francesa, no la económica de la Revolución industrial. Todas esas revoluciones cambiaron el sentido de la vida del hombre occidental en su más íntima conciencia y en su relación con los otros miembros de su comunidad. Pero la revolución tecnológica lo que viene a trastornar por completo es la relación de los hombres con el mundo como espacio-tiempo de configuración de su propio ser.

La libertad nos hace inexplicables. Logo publicitario de un banco online. Cuando el mercado se hace cargo de las proposiciones filosóficas, el horizonte del sentido se ha extraviado. Pero también es cierto que la ausencia de libertad nos hace predecibles. Los hombres siempre elegirán lo predecible de su ser  a la inexplicabilidad de su existencia. Tienen que atesorar sentido contra la muerte, del mismo modo que el capital tiene que acumular capital para seguir siendo capital y vivir del trabajo muerto.

El campesino medieval salía de su vivienda miserable para ir a la iglesia, que lo acogía en el seno de una cálida belleza reconocible de figuras sacras y palabras en una lengua incomprensible en la que un Dios personificado se dirigía directamente a él a través de la voz autorizada de su párroco, vestido con hermosas vestiduras sacras. Todo lo sagrado se le manifestaba a través de los signos de una belleza y una opulencia que no eran de su mundo cotidiano. Del mismo modo, nosotros, hombres contemporáneos de la gran ciudad multirracial y cosmopolita, salimos de nuestras viviendas hipotecadas a 30 años y nos dirigimos en automóviles comprados a crédito a 5 años a la gran superficie en la que adquirimos lo necesario para la vida en medio de un hilo musical agobiante compuesto de insulsas melodías, hechas con secuenciadores y cajas de ritmos electrónicos, rodeados de espejos y superficies abrillantadas, y pagamos con un pequeño instrumento plastificado y nominativo que nos permite realizar nuestras fantasías y deseos.  La belleza, en cualquiera de sus manifestaciones, se transmite ya muy filtrada al hombre a través de la publicidad y el marketing: imágenes que no embellecen nada.

Hay hombres para los que la felicidad consiste en estar vinculados a la más intensa y estrecha carnalidad mundana: obtienen un goce indecible con los actos cotidianos de su cuerpo y convierten toda rutina en fuente de placer y para ellos todo sentido de la vida es exactamente eso, un acto de su cuerpo. Hay otros hombres que quisieran liberarse aquí y ahora y en todo momento de la dependencia de su cuerpo. No por idealismo metafísico, aprendido e impostado, no por afán ascético de espiritualizar sus sentidos, no por un traumatizado desprecio del cuerpo. Más simplemente, quisieran liberarse de su cuerpo porque en él acecha escondida su muerte.

La muerte unifica el ser de los hombres en la ficción, porque lo que ya no existe es indiferente a la diferenciación entre real y ficticio. Pienso en la práctica de escritura de las novelas de Kundera. Dentro de 50 años, contando a partir de ahora, hacia el 2070, la igualdad de la muerte no distinguirá entre el autor real, los personajes de ficción y los individuos históricos. Cuando un lector de 2070 lea cualquier novela de Kundera, la ficción lo habrá integrado todo a su ser categorial como ficción. El propio autor, Kundera, los personajes de la novela con nombre propio cuyas vidas episódicas habrá narrado, los jefes de Estado que rodean con su presencia el acontecer histórico, todo eso será leído e interpretado como ficción. El propio Kundera, Stalin o el menor de sus personajes serán lo mismo: en tanto que datos su existencia se reducirá a un vago contenido informativo procesable en los algoritmos de la inteligencia artificial. Y el vacío ocupará los intersticios y las lagunas de una información perdida para siempre.

Para saber lo que es la cordura hay que haber experimentado los vaivenes entre la sobriedad y la ebriedad. Quien se mantiene en la sobriedad sólo conoce la rutina del pensamiento, la monotonía normativa de una vida sin profundidad. Quien se habitúa a la ebriedad pierde todo contacto con el mundo, se vuelve un extraño a sí mismo. Pero para quien sabe cómo conciliar sobriedad y ebriedad los rostros de la existencia se vuelven atractivos por lo que ofrecen de singular. Cada momento está preñado de indecisión e impredecibilidad. El pensamiento sólo puede funcionar si una tasa de sobriedad es corregida por una cierta proporción de ebriedad. Para estar muy despiertos, hay que haber dormido muy bien. Para que la razón quiera razonar tiene que alimentarse de fantasía. Todo lo que funciona unilateralmente por sí mismo y para sí mismo se oblitera si no encuentra su función contraria que lo limita en su unilateralidad.  Una razón dueña del mundo es la locura: la historia contemporánea da testimonio de ello. ¿Puede una locura apoderarse del mundo y encontrar finalmente un sentido racional al devenir? 

El hombre es el animal reactivo por excelencia. No sólo es reactivo en el plano del instinto que comparte con el animal, es reactivo sobre todo espiritualmente, es decir, reacciona y vive de reaccionar contra las construcciones del espíritu que se le imponen desde fuera y que él mismo se impone como normas, misiones y tareas. La reactividad humana lo determina todo en la vida del individuo y de los pueblos. Aquello que no soportamos de modo instintivo y espiritual es lo que nos define positivamente, no aquello a lo que nos adherimos voluntariamente. Lo que vendría a significar que en la base de la voluntad no hay una orientación positiva hacia la propia afirmación de un yo sino una incontrolable tendencia hacia la exclusión y expulsión de cualquier otro. El «no quiero» precede y predetermina al «quiero». De ahí que el origen bíblico y judeocristiano del mal sea la expresión de una negación: Non serviam es la expresión diabólica por excelencia. 

Me enamoré monstruosamente, contra naturam. Había escuchado demasiadas veces «Fleurs 2» de Franco Battiato aquel mes de septiembre de 2009 a mis todavía ingenuos 41 años, cuando pensaba injustificadamente que un hombre puede enamorarse. En mi infancia lo escuché innumerables veces sin entender nada, fascinado por la voz y el órgano eléctrico. Ahora sé que el tema de Battiato «It’s five o’clock» es sólo una versión del tema original de Vangelis cantado por Demis Roussos a finales de los años 60. En apenas dos minutos de música escuchada en un pasado remoto se decidió mi vida sentimental por una copia que en mi infancia quedó grabada para siempre. A las cinco de la tarde en punto o a cualquier hora del atardecer de cualquier estación sigo esperando la cita. 

Otoño 2023

Después de diez años viviendo junto a la Costa mediterránea lo que más me sigue impresionando es la disimilitud y desproporción entre la grisura vulgar de la gente que la puebla y la intensidad de una luz que por sí misma es la belleza sin adjetivos ni imágenes. La luz de la Costa mediterránea es la belleza en sí, no una metáfora o un símbolo de la belleza. Pero hace tiempo que la humanidad que vive aquí no sabe corresponder a este privilegio de la gratuidad de una belleza que se dona sin contrapartida.

Un dios creó el Mar Mediterráneo para organizar una representación teatral. Demasiada luz durante demasiado tiempo hace a los hombres nostálgicos del Paraíso perdido. La luz excesiva los ciega. Quisieran recuperar el Paraíso perdido y entonces, en esa lucha por igualar en potencia la intensidad de la luz, se vuelven ambiciosos y arrogantes. Los hombres quisieran poseer el don de iluminar el mundo con su sola razón. No les basta el Sol que lo aclara todo, ellos tienen que volver a concebir el mundo como algo producido por su propia luz. Pero la luz que el hombre proyecta sobre el mundo como lo que conoce es una luz prestada, una luz supletoria y sustitutiva. El conocimiento originario está ya desde siempre revelado y es nada más que lo que se ofrece a esta luz que todo lo traspasa. 

En el momento de la plenitud de mi vida, estoy desocupado, no tengo objetivos, no me quedan ilusiones, no maquino proyectos, no siento afectos, no estoy ligado a nadie ni nada, no quisiera nada nuevo… Estar muerto para el mundo, eso debe ser la felicidad. Y cada día duermo mejor, más profundamente. Todas mis inquietudes van desapareciendo, todo lo que hasta aquí me sirvió de estímulo, vocación o incentivo se va diluyendo en el aburrimiento de la repetición. Si la vida debiera ser el descubrimiento de su sentido a través de la experiencia, he pasado de largo y me quedo plantado como un árbol indiferente al paso de las estaciones. Sé que cada momento traerá consigo lo suyo y no puedo apropiarme de lo que simplemente me atraviesa.

De nómina a pensión: años trabajados, cotización obtenida. Hablan de geopolítica, de hegemonías, de imperios. La masa social sólo tiene un objetivo: una nómina o una pensión. Hablan de Estados, de naciones. La masa social sólo tiene una aspiración: una nómina o una pensión. Hablan de inmigración, de crisis de natalidad. La masa social sólo tiene un plan: una nómina o una pensión. Hablan de luchas de civilizaciones, de producción, deuda, déficit del Estado: la masa social sólo tiene una preocupación: nóminas y pensiones. Toda la conceptualidad de la política, después de la Historia, queda absorbida sin reservas por la mera supervivencia. La implacable lógica del capital como acumulación de valor contra la muerte queda finalmente al descubierto. Sin inmortalidad, gloria honor o grandeza, las luchas de este mundo no dan ni para el pago del próximo mes de nóminas y pensiones. La Historia como psicodrama colectivo para entretener la sobremesa de los telediarios mientras se consulta el saldo de la cuenta corriente.

Pequeña moraleja de la novela de Kundera «La vida está en otra parte» (1973). Ciertamente, utopía política, terrorismo de Estado y lirismo se dan la mano en la época contemporánea para perpetrar los peores crímenes con buena conciencia. Proyectos de una vida nueva, violencia contra el enemigo y sentimentalismo necesariamente se retroalimentan. Los intelectuales, esos sacerdotes que cantan himnos religiosos secularizados a las nuevas deidades (la Nación, la Raza, el Estado, la Clase, el Individuo, el Hombre) saben cómo mezclar los tonos y los sentidos de las palabras para alcanzar el éxtasis de la total identificación entre el miserable yo individual y el nuevo superyo del grupo imaginario: ambas subjetividades se seducen mutuamente en el puro acto de amor sadomasoquista que aniquila a los hombres en nombre de la Humanidad redimida.

En julio de 1986 en Jaén, al acabar los exámenes de las pruebas de acceso a la Universidad, a mis recién cumplidos dieciocho años, mi padre me esperaba en el coche. Me dio 3000 pesetas hoy (unos menos de 20 euros) y corrí a la librería cercana y compré las obras completas de Aleixandre, entonces editadas por la colección de la editorial Aguilar en dos volúmenes con tapas duras verde oscuro. En un julio de 1989, a mis recién cumplidos veintiún años, tras acabar los últimos exámenes del tercer curso de carrera, mi padre me esperaba en el coche y me dio 3000 pesetas y corrí a la librería en la que compré los «Cantos» de Ezra Pound en la única edición disponible entonces, la de Monte Ávila Editores, con cubierta en tapas duras marrón oscuro y cubierta blanca. Ambos libros despedían un aroma exquisito que no he vuelto a encontrar en otras ediciones. Mi padre desconocía todo sobre esos libros y autores, pero, a juzgar por su generosidad, fue un gran mecenas. En aquella época esas cantidades para pagar un libro eran verdaderamente prohibitivas para la mayoría de estudiantes. Yo apenas era consciente entonces del valor y el significado de este gesto magnánimo de mi padre. 

La realidad es el discurso público sobre la realidad. Pero sabemos que el discurso público sobre la realidad es una impostura, una trama de mentiras, engañifas y efectos de verdad. Luego la realidad, bajo tales determinaciones, sólo puede venir a nosotros como ficción. De ahí la debilidad de todos los discursos literarios, filosóficos y cinematográficos y, en general, «críticos»: no pueden hacer nada en un mundo dominado de antemano por la mentira organizada como discurso público sobre una realidad ausente. El discurso que se pretende ficción llega demasiado tarde. La impostura de lo real emitida masivamente por el discurso público se le ha adelantado. 

A una cierta edad, los hallazgos vitales empiezan a imponerse sobre las veleidades y delirios intelectuales. Se empieza a saber que el orden del mundo se encuentra en su apogeo cuanto más invertido e inadvertido deviene su curso. Se descubre en propia carne que los vicios nos protegen de cosas mucho peores que ellos mismos. Por ejemplo, se observa que una adicción a cualquier instrumento de nuestra voluntad nos defiende de una realidad vacua, tan repetitiva y como coercitiva. Se aprende que hasta la más embrutecedora rutina, los hábitos más estúpidos, las aficiones más estériles, las afecciones más banales están en lugar de la angustia y nos protegen de la muerte omnipresente.

El empleo con el que sobrevivo lo podría desempeñar cualquiera. Como cualquier otro trabajo asalariado, el empleo de profesor de Enseñanza secundaria lo puede realizar cualquiera con ciertas aptitudes muy comunes. En ese sentido, mi desempeño es el de cualquier pieza intercambiable y reemplazable en una cadena de montaje. Cuando se ha eliminado toda cualificación, toda vocación, toda situación de jerarquía entre maestro y aprendiz, lo que queda es la escoria de un tiempo burocratizado en el que cualquiera puede hacer cualquier cosa para rellenar los informes correspondientes al plan anual de tasa de aprobados y suspensos. Y para todo esto ni siquiera se necesita una formación previa, tan sólo la previa superación de un examen que concede el derecho de obligar a otros a superar exámenes durante treinta años, al final de los cuales cualquiera puede acceder al derecho a recibir una pensión del Estado tras los servicios prestados como pieza del engranaje en la cadena de montaje. Si uno ha conseguido reproducirse y tener descendencia, el proceso se puede prolongar interminable y cíclicamente a intervalos regulares perfectamente previsibles. Entretanto, se llegará a un límite, más allá del cual el conjunto del sistema operativo habrá alcanzado su verdadero y exitoso fin: ya nadie sabrá leer ni escribir. Del punto de partida, la sociedad campesina analfabeta, al punto de llegada, la sociedad tecnológica avanzada. Conseguir este objetivo en apenas cien años merece una reflexión sobre el sentido del mundo contemporáneo.

La vida del hombre está tejida de momentos que se hacen eco y se prolongan y repiten a intervalos impredecibles, pero puede sospecharse una cierta regularidad que los encadena secretamente. Todo lo que el apunte anterior presenta como el epítome de mi experiencia docente a los veinticinco años de profesión se encuentra ya prefigurado en la escritura del relato satírico «Réquiem español», literiamente una mala réplica del relato de Borges, el mío resultado de mi primer contacto con este mundo absurdo de la enseñanza en una sociedad desestructurada y burocratizada hasta el hastío durante el primer año de mi experiencia docente, comparado con el crimen de lesa Humanidad de que es acreedor el protagonista del relato de Borges. En el texto narrativo original la misma idea está expresada mucho más ingeniosa y lúcidamente que en este apunte que es apenas un comentario trivial y estereotipado de una primera intuición fulminante. Así creo que sucede en todo: el primer momento de la concepción determina todo lo que sigue, en cualquier circunstancia, en toda ocasión.

Yo no he vivido mi vida. Estos apuntes póstumos demuestran que siempre he estado más preocupado por encontrar un sentido a mi vida que por vivirla verdaderamente y por eso quiero dejar testimonio de mi época como época de lo invivible. Desconozco qué es vivir más allá del hecho de concebir un sentido a todo lo que he experimentado. Todas mis preconcepciones han dominado sobre mis decisiones, de manera que el resultado obtenido es una elipsis sobre la experiencia de lo real. Desde muy temprano el mundo me resultó inhabitable, ajeno, algo en lo que no podía desenvolverme sin encontrar una fuerte resistencia. Vencer esa resistencia era todo lo que me ocupaba y obsesionaba. Y sólo conseguí vencer la resistencia del mundo a través de la belleza de las palabras y la abstracción de los conceptos más vacíos. El precio de esta victoria es nada, o la nada misma como regalo de despedida del mundo. 

Pierdo tiempo como la sangre se escapa del cuerpo en una hemorragia. Pierdo tiempo como si todo el tiempo fuera actual. Apenas me queda tiempo. El tiempo siempre es un don excesivo, no se puede consumir, no se puede consumar. No me queda mucho tiempo y a la vez me queda demasiado tiempo. Pero si el tiempo es un don, sólo se podría intercambiar, pero ¿por qué, a cambio de qué? La pura gratuidad del tiempo no exige recompensa. El tiempo es lo inintercambiable mismo. Cada uno debe vivir para morir su propia muerte. Sin cita previa ni previsión.

En las sociedades occidentales toda la vida está estatalizada y a la vez todas las relaciones sociales están mercantilizadas. Extraño contrasentido. Pero sólo en apariencia existe aquí una paradoja. Lo que unifica la estatalización y la mercantilización generales de toda la existencia social e individual viene a ser la racionalización: no debe quedar ni un residuo de vida humana sin normalizar y sin intercambiar. En el fondo sólo se puede volver intercambiable lo que previamente ha sido normalizado, es decir, estandarizado. El Estado moderno se ocupa de que el mercado pueda funcionar a máximo rendimiento normalizando el factor humano, estandarizando los recursos humanos a fin de volverlos intercambiables en el cómputo general. Las cuentas no cuadran en el mercado si el Estado no ha establecido de antemano el sistema normativo de pesos y medidas simbólicas sobre el valor del hombre.

El hombre no sabe nada. No sabe que no habrá nunca un segundo nacimiento. Nada se repetirá. Estará condenado al momento, al hecho desnudo de que todo le llega sólo una vez y se va. El hecho desnudo de que en realidad no hay futuro, porque todo lo que podía ser ya ha sido y ha sido sólo una vez. Y no hay recuerdo de lo que se va y ha sido sólo una vez. El futuro para el hombre es la ilusión de que lo que ya ha sido retorne con un aspecto diferente. Y todo retorna con un aspecto diferente, multicolor. Pero sólo para volver a comenzar el juego.

Entiendo bien el prestigio de que goza lo primero en las sociedades tradicionales y en las sociedades primitivas. Pero nosotros no decidimos su valor por la costumbre sino por el puro azar del encuentro. No ritualizamos colectivamente lo primero como fundador, carecemos de recursos simbólicos para ello, nos encontramos aleatoriamente en una experiencia individualizada. El primer beso sin arte, la primera mujer caída en nuestro camino por azar, el primer coito azaroso, el primer amor imprevisto, la primera lectura al azar, la primera obra literaria que nos estremeció, la primera tonadilla que nos encantó, el primer pensador que nos infundió el respeto por el pensamiento, la primera borrachera que nos hizo sentir el vértigo del vacío de la vida con vómitos y mareos. Todo lo primerizo nos determina y conforma a pesar nuestro y más allá de toda experiencia posterior. Pero de lo primero azaroso no se deduce ninguna determinación. Por eso en nuestro mundo contemporáneo, carentes de verdaderas determinaciones  esenciales, buscamos las determinaciones azarosas como simulación de un destino. Nuestra biografía está hecha de este engaño por el que inventamos causalidades imaginarias.

Mantenerse sobrio durante demasiado tiempo no merece la pena. Ni siquiera un día de sobriedad merece la pena. Rellenar impresos, cumplimentar informes, seguir al pie de la letra rutinas horarias, mantener por aburrimiento disputas de pareja, conducir estúpidamente en el tráfago del tráfico urbano para ir y volver del trabajo, escuchar o leer información política, ver noticias de guerras, epidemias o hambrunas, soportar publicidad en todas partes, hundirse pasivamente en televisión durante horas, atender a películas o documentales, perpetrar conversaciones sobre el tiempo meteorológico, sobre lluvias, frío o calor, manifestar comentarios sobre resultados de la jornada futbolística, jugar a loterías y apuestas, realizar con la tarjeta de crédito exhausta compras online… El estado despierto del hombre socializado está hecho de un cúmulo caótico de trivialidades insoportables que ofenden el sentido de la vida. Pero la vida se ha convertido únicamente en eso: una nadería de actividades banales. En comparación, hasta los más grotescos sueños en las interminables horas nocturnas del duermela de la borrachera ofrecen un refugio en el que vaciar la vida de tanta escoria de lo social normalizado.

Cuando te dejas atrapar por el principio de realidad, estás perdido. Todas las cosas advienen a la presencia como si tuvieran consistencia. Se hacen reales, pero no son nada, no desencadenan consecuencias. Su mera actualidad no es ninguna efectividad. Lo real se ha vaciado de posibilidad de causar un devenir diferente. Todo puede repetirse y sobrepujarse en el mero discurso. Pero el discurso de lo real sobre sí mismo es nada, una nada expansiva que habla sobre sí misma interminablemente sin causar ni engendrar nada más que efectos discursivos de realidad. 

Por la literatura perdí mi vida. Quise acercarme tanto al ideal de las palabras hermosas y auténticas que tropecé de cara con la banalidad del mundo hecho de consignas. En el amor se juega todo y lo perdí todo enfrentando el poema con la porquería de los afectos que desembocan en cloacas de lo imprevisible. Nada resiste la verdad del cuerpo. Los ropajes de la literatura abrigan en el largo invierno de la vida, pero la desnudez del cuerpo ama el silencio animal del contacto inmediato. Las palabras no son buenas mediadores del cuerpo que busca otros cuerpos. Crean ilusiones de los sentidos y nombran la suciedad con lo puro. Demasiado caro hay que pagar la inexperiencia del primer contacto con el mundo.

Si el ser es sólo el desvelamiento, el desencubrimiento de lo que aparece, entonces el ser es la aparición pura de un momento. Es, en sentido fuerte, pura aparición de algo que se muestra a sí mismo desde sí mismo. Entonces «ser» es el aparecer por primera vez de lo que luego recibe un nombre que lo identifica y clasifica. Si «ser» es acontecimiento, entonces sólo lo que adviene a nosotros por primera vez es acontecimiento. La fundación como estable del acontecimiento de la revelación primera es la Historia que se relata y comenta.

Nadie puede hablar del sentido de la traición y el destino sacrificado como yo. Un enfático yo sobresaltado entre todas las cosas, sobreañadido a todas las experiencias. Lo he traicionado todo y lo he sacrificado todo a cambio de unas migajas de precario sentido de una realidad cambiante e inestable, que no merece pensarse como tal realidad. He traicionado mi vocación, mis cualidades, mis virtudes intelectuales y morales y mis defectos de carácter, he traicionado hasta el último gramo espiritual de mi ser. Traicionado la literatura, la escritura, el amor, la buena sociabilidad y la amistad. Traicionado incluso a la soledad que me prometía el goce de mi propia esencia encarnada en todas las cosas que elegí contra la adversidad. Y, sin embargo, tanto sacrificio de mí mismo a la imagen de mí mismo, no me ofende, no me desprecia, no me resulta insoportable. Por el contrario, todo lo que he alcanzado, sea lo que quiera que sea, de alguna manera incomprensible, se muestra en plena coherencia con mi ser profundo.

Invierno 2023-2024

Todo lo que he escrito en estos apuntes póstumos es la tentativa de registrar a fondo qué pasa cuando uno tiene que seguir apasionandose por lo mismo que una vez lo apasionó, pero ya no le apasiona. Cuando la vida tenía sentido, una época ya arcaica y lejana, las apuestas eran fuertes, un juego a todo o nada permanente. Ahora, cuando ya nada tiene ningún sentido, cuando toda realidad es un subproducto de una simulación estúpida e insensata de posibilidades existenciales perdidas, esta vida, el resto de vida miserable que nos queda, se abastece de imitaciones de lo que ya no existe más que en nuestra melancólica imaginación. Seguimos vivos porque creemos en cosas que ya no existen y fingimos seguir creyendo que existen: la publicidad hace el resto y sirve de estímulo de seducción para continuar adelante con esta ausencia de sentido. Que las cosas encuentren su plenitud en la nada es una experiencia que está por realizarse y nosotros, los postmodernos, somos las primicias metafísicas de tal condición verdaderamente inédita en la historia de los hombres.

  Torre del Mar (Málaga), diciembre de 2023

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