Allá por los años sesenta, Michel Foucault se hizo ciertas preguntas interesantes sobre aspectos de la civilización europea que se dan por atemporal y universalmente válidos, pero que a una mirada mucho más atenta se les revelan bajo una apariencia cuando menos ambigua.
Nosotros hoy creemos casi espontáneamente que los sistemas legales deben fundarse sobre la correlación con una determinada concepción de la verdad (de inspiración socrática: la verdad lleva al bien si y sólo si la virtud es algo previo a ambas dimensiones) y que esta verdad tiene un contenido antropológico unívoco y universal, que además puede moralizarse y llegar a ser una encarnación de un bien elevadísimo e indiscutible.
Los actos de los individuos socializados están entonces sometidos a un triple sistema de codificación: penal, cognitivo y moral. Hay una verdad procesal, del orden fáctico, hay una verdad del orden de conocimiento argumentativo deductivo-inductivo y hay una verdad del orden de la conducta (la psicología descriptiva ha ido sustituyendo al juicio moral, de inspiración teológica, a medida que la cultura occidental se iba secularizando). En los tres casos la conducta social trasgresora queda subordinada a una cierta representación mental de lo que se entiende por “verdad”. Lo irracional, incluso si la trasgresión se atiene formalmente a las pautas del cálculo racional, debe ser reasumido por lo racional.
Ahora bien, ésta es única y exclusivamente la idea europea-occidental moderna sobre la relación entre conducta social trasgresora y racionalidad humana genérica. En todas las demás culturas y civilizaciones, en todos los diferentes niveles de desarrollo conocido de la especie “Hombre”, la conducta trasgresora es expulsada del orden social como causa de contaminación del Todo por una parte: rituales y procesos de expulsión simbólica de un Mal innombrable que debe ser suprimido antes de que se extienda, porque todo es cuestión de un Orden superior a las partes que lo forman y es ese Orden el que tiene prevalencia, no las individualidades, cualquiera que sea su función en “los hechos”.
En esos contextos de sentido “irracional”, la verdad no desempaña ningún papel, es decir, la arbitrariedad de la trasgresión (el ejecutante del Mal) hace indiferente sobre quién opere la acción restauradora del rito de purificación (el inocente, la víctima del Mal es cualquiera, por lo tanto, también cualquiera puede sufrir las consecuencias de un acto que no individualiza). Arbitrariedad por arbitrariedad, trasgresión del orden por trasgresión del orden, muerte violenta por muerte violenta, nunca verdad irracional del acto frente a verdad racional de la restauración del orden social (proceso en forma de encuesta policial y judicial en busca de la “verdad” de los hechos y de los “verdaderos” culpables de los mismos).
Occidente, en su dominio arrogante, cree que el hombre es un ser racional y, por tanto, debe ser tratado como tal, incluso cuando sus actos intencionales e intencionados revelan no su “individualidad subjetiva” sino la cara oculta que se encuentra en su ser profundo, es decir, en la más tenebrosa oscuridad, un indómito sentimiento de poder que se expresa en todo tipo de actos de crueldad placentera. Incluso esta dimensión tan desasosegante pretende ocultarse con tópicos triviales de origen rousseauniano, pero a los que ya el discurso libertino coetáneo de Sade puso en su debido lugar de irrisión.
Sólo en Occidente, el cristianismo ha impuesto la idea de que el hombre es “redimible” del Mal radical de su condición “natural” (la coartada para la acción de la Gracia…) y de ahí derivan en línea genealógica directa todos nuestros principios penales acerca de la verdad probatoria de una culpabilidad que se reconoce universal y a priori, pero sólo para poder mejor así imponer la salvación y la redención, hoy, en la fase terminal de la secularización de la vieja doctrina, la reeducación y la penalidad lenitiva y humanista de las “reinserciones”.
Pues, ya que no creemos en el alma inmortal, al menos salvemos del dolor físico y moral al cuerpo de la multitud abigarrada de condenados por las incomprensibles trasgresiones de una naturaleza humana, que entretanto hemos expulsado a la estadística y a la psicopatología, a fin tan sólo de seguir manteniendo tranquila la conciencia de buenas personas que saben sin lugar a dudas todo lo que hay que saber sobre sí mismas y sobre la beatífica “esencia humana”.
Torre del Mar, septiembre de 2018