LOS SIMONÍACOS, O LA REFORMA POLÍTICA IMPOSIBLE (2018)

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Se piensa como Poderoso, se piensa como Súbdito, se piensa como Soberano, se piensa como Intelectual, se piensa como Burgués y se piensa como Sancho Panza. No se es libre de pensar bajo cada una de estas condiciones. En España, incluso los intelectuales, los poderosos, los soberanos, los burgueses y los súbditos piensan como Sancho Panzas, como si una condición universal nos igualase en la indignidad colectiva, el escarnio de una culpa aplazada pero pagadera a futuro.

Pensar “en Sancho Panza” no es bueno ni malo, si se acepta como ley cósmica que el mundo pertenece a los ejemplares de esa especie. Las cosas son como son, pero ¿realmente son lo que son? Es fácil entender que la incapacidad para la acción política presupone la incapacidad para el pensamiento político. Y es fácil experimentar el prejuicio de que la incapacidad para el pensamiento político se relaciona estrechamente con la incapacidad para el pensamiento en general. Pero lo realmente incomprensible es el hecho de que la ausencia de pensamiento (de todo pensamiento) sea estimada como la más elevada virtud “cívica”(no otra cosa significa el “consenso” político, la pura inhibición preventiva del pensamiento aplicado a materias políticas).

Ahora bien, resulta que la libertad de acción, en cualquier manifestación de la vida, es determinada por la libertad que se concibe a sí misma como lo siempre realizable en tanto que es pensado como hacedero. Pudiera suceder que donde el pensamiento está ausente no fuera posible imaginar la libertad, es decir, incluso su pensamiento sería imposible: el momento presente en el que la inanidad de todo queda puesta de manifiesto en el discurso mismo que habla de la inanidad.

Un día, quizás dentro de cincuenta años, contados a partir de hoy, el periodo 1976-… (¿…?) será considerado como lo que verdaderamente es y ha sido: un mal sueño, una resaca, el arrepentimiento inconfesable después de una orgía, el dolor de cabeza que sigue al consumo inmoderado de bebidas espirituosas, un malestar general, un error de cálculo, la desgracia de un accidente…, en fin, todo antes que reconocer la responsabilidad personal y colectiva por haber participado en lo que demasiado bien sabíamos que era una circunstancia radicalmente indigna.

No hay sensibilidad estética ni imaginación ética para concebir la grandeza de lo que está trascurriendo ante nuestros ojos, pues lo abyecto también ofrece su razón de ser en cierta grandeza para la aptitud ante lo abyecto. Y es una pena, porque ésta de la coyuntura actual será una de las últimas oportunidades para dejar de pensar “en Sancho Panza” y tomarse en serio el porvenir, abandonando a los niños del parvulario hospiciano de la política mendaz y cobarde a sus juegos de niños, demasiado mimados por una Historia contada por el Idiota que, queriendo olvidarse del “ruido y la furia”, nos arrojó al tedio definitivo: sed buenos, cuidado con vuestros deseos, la libertad es una quimera, aquí los molinos de viento son molinos de viento, dejad a los gigantes para vuestros sueños, no sea que peligre la hora de la reconciliación eterna (“Mi paz os doy, mi paz os dejo”, en registro tirano y paternal) y el dogal y la cadena tampoco os hacen tanto daño, confesadlo, picarones…

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Repasemos una vez más la Lección de Historia, nunca relatada como es debido. No hay logros en la Historia política española contemporánea, sólo fracasos, casi siempre causados intencionalmente, como los incendios estivales de Galicia.

La Ley de Reforma política de 1976 de Torcuato Fernández-Miranda, exquisito producto del franquismo tardío, cuyo exclusivo propósito era instaurar el Estado de Partidos (“la democracia española” de la que tanto hablan los serviciales periodistas y los galardonados intelectuales orgánicos) como metodología de gobierno perfeccionada del Estado autoritario de partido único: extraordinario método para prolongar así su supervivencia a través de la constitución interna del poder (primero de hecho, luego de derecho: una nueva legitimidad requiere una nueva legalidad).

La instalación de la Forma de Estado monárquica, delicado regalo envenenado del ya casi dimisionario Generalísimo en 1975 (en realidad, remitido al “pueblo español” desde 1969 y aun desde 1947, cuando el vencedor de la Guerra Civil se nombró a sí mismo Regente temporal del vacante Reino de España) para garantizar a la oligarquía financiera, que entonces ya controlaba el enorme INI a través de los tecnócratas del Opus Dei, su participación “accionarial” en la nueva casa de contratación, desde octubre de 1936 bautizada, con título un tanto grandilocuente, como “Estado español” (sic), novedoso artefacto entonces, porque nadie se había imaginado que existiera alguno, dado que ya la posibilidad misma de una Guerra Civil presupone su inexistencia.

La ley electoral de marzo de 1977, sesuda contribución de Miguel Herrero de Miñón para instaurar la metodología básica del funcionamiento de un aventajadísimo Estado de Partidos. La Constitución de 1978, burdo amaño de fraseología irrisoria (“derechos sociales”: eso no era entonces populismo, pero sí ahora: “gato blanco, gato negro”…), manual de instrucciones para los recién estrenados jefes de partido, ahora configurados (extraconstitucionalmente) como órganos ejecutivos personales de la soberanía estatal, en realidad, bien lo hemos podido comprobar recientemente, los “schmittianos” decididores soberanos en situaciones de excepción (véase el método de aplicación del artículo 155 entre noviembre y diciembre de 2017).

No hace falta decir que los sindicatos “libres” tan sólo lo eran respecto a la propia clase trabajadora, a la que había que domesticar y para ello se firmaron los Pactos de la Moncloa, lo mismo que los medios de comunicación “libres y democráticos” tan sólo existían para crear la opinión que los jefes de partidos y sus camarillas clientelares y prebendarias necesitaban para afrontar las simulaciones electorales, en las que todos los votantes de listas apenas si son convocados más que como unas comparsas para trasmitir la imagen de una masa coral de tipo operístico o tal vez zarzuelero.

La ley de Cajas y la ley del Consejo General del Poder Judicial de 1985, estrategia de control de los sectores del franquismo todavía reticentes a la aceptación, bajo la forma del “felipismo”, de la nueva distribución de poderes dentro del Estado español, decidida tras la simulación del golpe militar juancarlista del 23 de febrero de 1981. Los Estatutos de Autonomía del País Vasco y Cataluña, acordados y pactados en secreto, antes incluso de la redacción del título VIII de la Constitución de 1978, mirífico texto doctrinal que determinaba la nueva organización “territorial” de las burocracias de partido, ahora institucionalizadas como efectivas oligarquías locales, las mismas que han funcionado ávidamente como clases rentistas y acumuladoras de plusvalías, extraídas del erario, allí donde la Revolución industrial de los años 60 del siglo XX no logró producir ni siquiera una mediocre burguesía autóctona.

El modelo clientelar de Andalucía se ha exportado a todas partes, lo mismo que el modelo catalán, en cuanto a la nacionalización lingüístico-identitaria de los súbditos nativos de regiones ex españolas, convertidas ahora en territorios administrados como si fueran verdaderos Estados, tanto en el sentido de los “Estadículos” de que habla burlonamente Dalmacio Negro o en el otro sentido de los Estados de los Duques cervantinos, que en la segunda parte de “Don Quijote” aparecen regidos por un tal Sancho, de donde lo derivado hasta aquí en este otro Sánchez actual, ni más ni menos responsable que los anteriores irresponsables y, por cierto, todos ellos verdaderos validos, en muchos sentidos imaginables, del Monarca de las comilonas, las vomiteras y las pelanduscas.

Y eso sólo es un esbozo muy esquemático de todo lo que ha seguido, siempre en la misma línea genealógica.

No es la tan cacareada Venezuela chavista lo que adviene, sino una réplica degenerada de la muy europea República de Weimar (pero sin su esplendor cultural), coyuntura de noviembre 1932-enero 1933, lo que se instaló aquí hace ya muchos unos años y ahora se va a eternizar mientras la indolencia escuche los telediarios como oráculos délficos y crea en su verdad oficial.

Pues, en efecto, el Régimen del 78 es el Tratado de Versalles con que los hijos de los vencedores del 18 de julio traicionaron a su propia Nación, nuestra ahora ya desangrante “puñalada por la espalda”.

El problema nunca han sido los nacionalistas periféricos ni la “izquierda orgánica”, todos ellos “facedores de entuertos”, formados por lo más descalificado de la sociedad española (República del 14 de abril de 1931 como ideal reaccionario: “rien ne va plus, faîtes vos jeux”). El problema es exactamente aquello silenciado siempre, a fin de que el Régimen pueda funcionar con la debida pretensión de “normalidad democrática” (sic): las fuerzas supervivientes del franquismo tuvieron que mal vender a su propia patria para salvarse ellos, su posición, sus privilegios, sus estatus personales, de ahí que la verdad oficial del Régimen del 78 consiste en afirmar que la “ruptura democrática” no fue posible y endosarle así la pretensión “revolucionaria” al chivo propiciatorio o expiatorio del “comunismo”, siempre redivivo, no importa qué aspecto adopte.

Ahora bien, para quien conoce ese primer fraude, el actual y futuro es apenas un juego de niños, ciertamente un juego trágico para niños mimados y vocacionalmente menores de edad política, como lo son unos, digamos, españoles cuya pusilanimidad colectiva e amoralidad cívica individual es la única y verdadera causa motriz de un desenlace perfectamente previsible sin la audacia de un arúspice o un astrólogo.

3

“España, pues, es una nación soberana en este nuevo sentido contemporáneo y, como tal, lo es también en relación a todas sus partes interiores en las que se distribuye -que no divide- el poder soberano. Así, las distintas partes de España (regionales, municipales, personales) participan isonómicamente de la soberanía nacional española, lo que significa, entre otras cosas, que no existe en el ejercicio del poder soberano ningún tipo de privilegio (por lo menos teóricamente, desde el derecho constitucional) de alguna de las partes sobre las demás, del mismo modo que ninguna de las partes se ve, en tal sentido, disminuida frente a las demás (por ejemplo, para ningún ciudadano español se ve disminuida, o en el límite retirada, su participación en el ejercicio del poder soberano de España en razón de su origen regional o municipal). Toda España, pues, en todas sus partes, se ve penetrada (escalarmente, por así decir) por el poder soberano, o, lo que es lo mismo, toda parte es soberana en cuanto que participa de la nación española, y es que, precisamente, el poder soberano brota de la reunión de todas sus partes: Murcia, País Vasco, Andalucía, Galicia, Cataluña, Castilla…, el islote Perejil, son soberanas (libres, y no «oprimidas») siempre en tanto que partes de España.” (Pedro Insua Rodríguez, “¿Qué libertad? Derechas, Izquierdas y nacionalismo (fragmentario) en España”, El Catoblepas, número 135, mayo 2013).

Medítese este texto en el que se intenta describir un concepto de España desde una concepción estatal clásica de la soberanía (no hay otra soberanía fundadora que la estatal en España, pues nunca la Nación política se constituyó a sí misma a través de un grupo constituyente “nacional” que haya nacionalizado a todas las clases sociales). Confusión total entre Estado y Nación, que es el de toda la derecha política, económica, sociológica, mediática e intelectual.

Es precisamente esta confusión la que permite ocultar la forma oligárquica de gobierno instaurada tras la “mutación constitucional” interna del régimen autoritario de los vencedores del 18 de julio de 1936, de tal manera que no hemos salido ni por un momento de una problemática exasperante que tiene por fondo, nada más y nada menos, que el hecho originario a propósito del cual siempre se guarda un exquisito pero embarazoso silencio: el Estado español y la Nación española son realidades antagonistas y el Estado como aparato de dominación es algo extraño y enemigo de la Nación, un mecanismo enajenante de sistemática inversión del “ethos” colectivo y de los sistemas de valores y creencias más arraigados.

Ahora bien, esto no es monopolio de la inexistente izquierda española ni del todavía más fantástico e irreal “nacionalismo periférico”, sino que el proceso fue iniciado por la muy realmente existente derecha franquista en bloque, acción planificada como estrategia en apoyo de esa “mutación constitucional” o “revolución legal”, que es en realidad el periodo 1976-1978 y su coda autonomista y, por extensión, todo este ciclo casi mítico de auto-reencarnaciones del mismo entramado de poder, puesto a punto elección tras elección a listas de partido.

En la medida en que los vencedores del 36 fueron quienes verdaderamente inventaron y perfeccionaron este aparato de dominación, identificándolo con ellos mismos como vencedores y con una Nación política, histórica y cultural que ellos mismos creyeron “revitalizar”, e incluso de hecho “inventaron” desde posiciones bastante anacrónicas, lo que realmente ha sucedido es algo que casi nadie ha enunciado con la claridad de concepto que merece este extraordinario desquiciamiento, única y exclusivamente español, cuyas raíces son más que evidentes, a partir del momento en que el Régimen del 78 y el Estado controlado por él, que es el propio Estado del franquismo en cuanto a la constitución interna del poder político, han mostrado la verdad fundacional sobre la base de la posibilidad de la secesión territorial desde una organización puramente estatal y facciosa como es la Generalitat de Cataluña. Porque lo que verdaderamente es el Estado español, eso nadie quiere decirlo, aunque Javier Barraycoa casi puso el dedo en la purulenta llaga en su artículo “Estado sin Estado” publicado La Gaceta el 29 de agosto de 2018.

La “desnacionalización” de España es el ejercicio sistemático del poder que desde 1976-1978 preside y determina los destinos de la sociedad española. En buena medida, la forma monárquica de Estado es la responsable directa de este hecho, como lo ha sido desde 1812. La Revolución política española en la que la Nación española dirigida por un grupo nacionalizador y en condiciones de una mínima libertad política haya fundado un verdadero Estado, eso jamás se ha producido en la Historia española y jamás ha sido intentado ni siquiera y apenas concebirlo ahora mismo da vértigo y mareos a muchas cabezas amuebladas por trastos viejos.

La Monarquía y la Iglesia, aparatos históricos de cobertura ornamental de los intereses de las oligarquías y las clases más reactivas a lo largo de la primera época moderna en España, lo han impedido deliberadamente, incluso hasta llegar al periodo contemporáneo, con una planificación que en modo alguno es producto de una fatalidad histórica o una tragedia de la Historia, sino consecuencia directa de un plan perfecto para sus intereses de dominación económica y social: ambas son potencias “extranjeras”, poderes ajenos cuyo propósito, a veces común, otras disputado, ha consistido en obstaculizar e imposibilitar la constitución de una verdadera Nación política, nada digamos ya de una “libertad política” cuyo requisito necesariamente ha de ser una “libertad de conciencia” existencialmente experimentado, fenómeno que con muchas dificultades apenas se ha llegado a dar en la Historia española.

4

Observemos un momento retrospectivamente el horizonte. Desde hace unos 200 años, esto que voy a evocar levemente aquí es una específica constante histórica española. Cuando se plantea, llegado el momento decisivo, que las instituciones políticas españolas han alcanzado el clímax de ineficiencia, corrupción y estupidez, todo lo cual unido en coyunda miserable y bestial lleva al conflicto civil a medio plazo, la discusión se redirige hacia el territorio inexplorado de las esencias, el arquetipismo apriorístico, lo supratemporal ahistórico, la tradición, o incluso intenta investirse la impotencia política de unos hombres concretos con el lustre evasivo de las verdades antropológicas universales.

Puede adoptar muchos disfraces de época: la visión de Gustavo Bueno sobre el fracaso relativo del paso de España de Imperio Universal a Nación política moderna es el más reciente y ofrece sus encantos psicodélicos, que sus discípulos fuman con fruición; la crítica orteguiana de la falta de “europeísmo” de la tradición española, que es el pilar ideológico del Régimen vigente del 78, ya no engaña a nadie, pues el “ideal europeo” es el Volkswagen y las vacaciones “pagadas” y nadie se bate por semejantes ideales; el resentimiento de Antonio Machado hacia una España provinciana evocado en una retrospectiva poética como la de “Campos de Castilla” es tema subyacente que preside los destinos de toda la literatura española desde la posguerra hasta hoy, con o sin resonancias “sociales” o “existenciales”; la negación de España de Juan Goytisolo y la reivindicación de “otra tradición” marginal y perseguida en su trilogía autobiográfica a partir de “Señas de identidad”, “Reivindicación del Conde Don Julián” y “Juan sin Tierra” es ya el discurso académico oficial en todas partes, no sólo en las regiones petrificadas por la nacionalización de las masas españolas, entregadas de pies y manos como ovejas sacrificables a las burocracias estatales de las burguesías periféricas.

Podría hacer una enumeración muy exhaustiva, pero al final casi todas las posiciones remiten a la misma e ignorada desesperación de fondo: no sabemos qué hacer con lo político como categoría, no sabemos pensar políticamente y mucho menos actuar políticamente, así que todos los subterfugios intelectuales, literarios o estéticos son válidos para escapar a esta verdad. Yo mismo no hago otra cosa aquí, porque no tengo ninguna libertad real en la que lo político pueda encontrar cuerpo y forma, salvo en el discurso cultivado de una mente solitaria.

Cuando una generación de españoles no sabe qué hacer, siempre ocurre lo mismo: “somos así, es nuestra naturaleza”. Y retorna con prepotencia un necio pesimismo que se auto-caricaturiza y se pasa el rato solazándose con esta auto-aflicción, a través de la cual se preparan soterrados los conflictos reales por venir. Pero mucho peor es la inédita situación actual: los más inmorales dan lecciones, sientan cátedra y argumentan concienzudamente sus propios derechos al privilegio bajo cualquier especie normativa que se les pase por mientes.

Las cosas así, no deberíamos tomarnos a la ligera el concepto de “libertad política”, más que nada porque lo que se reirá de nosotros, ya muy pronto, el rostro helado de la muerte colectiva o la disolución del Estado “nacional”, ya está aquí y nos mira a los ojos derechamente y sabemos que, como al atolondrado visir de “La muerte en Samarcanda”, nos ha hecho una señal con la mano y no hay escapatoria. Muchos creen que basta con montarse en el caballo, galopar largo tiempo no importa dónde y buscar refugio en una nueva ciudad, allí donde ese rostro entrevisto en medio de la multitud del mercado no vendrá a buscarnos.

5

A medida que nos adentramos en la espesa oscuridad que envuelve el tramo final del Régimen vigente, hay que empezar por dilucidar bajo qué condiciones el propio sistema de poder constituido se está planteando su continuidad ampliada, reproduciendo su coyuntura originaria a través del actual guión estratégico. La analogía con la formación en tortuga de la legión romana hará más comprensible aquello que se está diseñando ante nuestros ojos ahora mismo y desde hace al menos cuatro años, en oleadas sucesivas de refuerzo en las posiciones amenazadas.

La vanguardia y la retaguardia convencionales se alternan en sus posiciones, según la disposición de los efectivos y las condiciones de la lucha por afrontar: a veces son los lanzadores de jabalina corta, a veces son los soldados de infantería ligera los que retroceden o avanzan sobre el terreno, según la resistencia o debilidad del adversario. Ahora bien, tras la crisis de 2008-2014, los flancos han tenido que ser defendidos, pues se hallaban desguarnecidos en las alas laterales extremas e incluso el centro mismo de la formación ha debido ser reforzado. Las tropas de caballería se han visto obligadas a entrar en combate ante el desgaste de las fuerzas alternantes de vanguardia y retaguardia.

El Régimen del 78 ha entrado en plena fase de la “Operación Tortuga”: Podemos, Ciudadanos y ahora Vox hacen acto de presencia a título de fuerzas de refresco, con el único fin táctico de ocupar los lugares sociopolíticos desprotegidos por la lógica del Estado de partidos español y su Oligarquía, deslegitimada y corrupta (“los grandes sinvergüenzas”, cuya elogio tartufo y jesuítico recitó artísticamente Pedro J. Ramírez en su memorable y desmemoriada “Carta del director” del 2 de diciembre de 2018 en su diario digital El Español): la clase media apolítica (territorio de caza del “extremo centro” de Ciudadanos), la clase juvenil de inmadura edad política y minoría de edad cultural, tan despolitizada como la anterior (Podemos) y ahora la clase media baja y sus resentimientos larga y estérilmente rumiados (Vox), votando todos ellos a “sus partidos”, corruptos en la justa medida en que cada voto, elección tras elección, los hacía más dueños del Estado que los desprotegía, los explotaba y los humillaba. Ardua, admirable tarea, pero ya es tarde.

A cada uno de esos grupos segmentarios de la ley de proporcionalidad del indiferenciado voto de masas se dirige un discurso específico, que incluso ya emitido está agotado por adelantado y sólo ofrece cosas muy sobadas en los mercadillos de la reventa. Cuando no hay representación ni separación de poderes ejecutivo y legislativo, uno se fuma hasta las hojas secas de parra, de ahí las migrañas electorales que aquejan a los comunicadores del Régimen.

Más allá, lo que se vislumbra es el engaño, ahora elevado por la ficción de un pluralismo político engendrado y sostenido por y para emitir la señal de que el Régimen del 78 “se hace cargo” de todos, incluso de esos pobres españoles que ingenuamente se creyeron que colocarse detrás de una bandera frente a la secesión catalana era un acto patriótico digno de ser reconocido, incluso a través de una “opción política” formal presente en esa casa de fulanas que es el hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo o en cualquier club de carretera local o regional que es el legislativo de los Estadículos autonómicos.

La estrategia de fondo del Régimen, diseñada a la perfección, es sacar a la luz pública a un partido que agrupe a los “españoles”, a fin de poder caricaturizarlos (Himno de la Legión, procesiones, toros, caza…) y ofrecerles el gustazo de soflamas, historicismos de saldo (Fundación DENAES, leyendas negras, mitos sobre la Hispanofobia, contra-memoria histórica…), signos vacíos y palabras huecas.

La única comparecencia pública de la Nación política es precisamente lo que se trata de conjurar por estos medios tan deshonestos, tan arteros y tan conocidos. El acto constituyente es exactamente el objetivo que todas las estrategias intentan evitar. Ahora bien, resulta que una Nación política sólo lo es, o llega a serlo, en tanto capaz de llevar a cabo la fundación de la separación de poderes entre ella misma como Sujeto portador de la libertad política y el Estado como mandatario de su acto fundante y original. Fuera de este acto constituyente, la Nación política y sus defensores son tan sólo una facción más de un Estado de partidos que la usará en su exclusivo beneficio, que no es otro que inhibir el conflicto fundamental que hoy ya está planteado entre una Nación política, que todavía no ha alcanzado la menor conciencia política de su libertad, y un Estado, el de la Constitución del 78, que es su enemigo mortal. Vox, la llamada o “call” de Vox, forma parte de este juego de sombras a través del cual el Régimen intenta silenciar la emergencia de un nuevo nivel de conciencia acerca de esta enemistad, ya indisimulable, entre Nación política y Estado.

Por lo demás, basta comprobar el lugar que ocupa el concepto de libertad política en todos los discursos actuales para comprobar que en ninguna parte, y por supuesto tampoco en Vox, nadie piensa, ni puede siquiera pensar, en que una Nación política, para serlo, debe acceder por sí misma a una esfera de libertad de acción en que sólo ella, y no la coyuntura internacional y los sinvergüenzas ya instalados en cargos que se pasan unos a otros de mano en mano, además de las innumerables cuentas suizas que los esperan tras su jubilación, sea quien decide sobre su Constitución y sus instituciones formales, y ello desde la raíz existencial de un periodo de libertad constituyente no tutelado por los poderes oficiales u oficiosos ya instaurados en el corazón del Estado español actual.

Politizar en términos faccionarios el concepto de Nación política es preludio de cosas muy feas y desagradables, como hemos podido comprobar empíricamente en Cataluña y como, mucho me temo, va a ser la jugada final del Régimen del 78. Toda dialéctica política que quiera basarse en esa politización faccionaria de la idea de Nación dentro de una Oligarquía instalada en el Estado desconoce que la Nación política sólo puede ser evocada y convocada en el acto fundacional de una forma de Estado y una forma de Gobierno a través de un proceso y en un periodo constituyentes y luego debe retirarse de la esfera pública, pues ella no es materia de discusión, ni objeto de programas políticos, ni apropiable por grupos de poder.

Precisamente es señal de que no existe libertad política en España bajo las condiciones actuales el hecho de que finalmente el Régimen haya tenido que acudir a esta última arma de su arsenal ideológico: el “nacionalismo español” o como quiera llamarse a lo que emerge a la superficie, desde luego no espontáneamente. Ahora empieza el experimento que, como en el caso de Podemos respecto a la “izquierda social”, acabará con lo que todos sabemos sin necesidad de recordarlo una vez más: la desilusión ante la constatación de otro trampantojo más, fomentado como adormidera por el propio Régimen de poder, obsesionado por su insaciable voluntad material de permanencia y auto-conservación.

Así pues, regeneracionismo democrático hasta que las fuerzas aguanten, o hasta que el nuevo Reichstag de este concluyente periodo Weimar español sea incendiado. ¿O lo ha sido ya y todavía no sentimos el calor abrasante de sus llamas?

                                                   Torre del Mar (Málaga), otoño de 2018

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