Lorenzo Fresnadilla se encontraba perplejo. El encargo de la editorial sobrepasaba sus fuerzas, al principio de su tarea no las tenía todas consigo. Acostumbrado al modesto prestigio de traducir manuales de Electrotecnia y de Bioquímica y nada descontento de que su nombre apareciera casi siempre en la página seis de los títulos de crédito, reducido a un rincón en letra diminuta, en este nuevo trabajo se arriesgaba a perder sus credenciales como experimentado traductor cuatrilingüe español-inglés-francés-alemán, méritos objetivos ganados en competencia desigual frente a un equipo formado por preferidos de la Directora del Departamento de traducción. Debía reconocer que su único contacto personal con el mundo del Geist alemán consistía en la apresurada traducción de dos Sonetos a Orfeo de Rilke para una revista literaria publicada por la Facultad de Intérpretes y Traductores de Granada, edición especial en homenaje a un Catedrático jubilado recientemente.
Ahora tenía que enfrentarse a un texto acongojante, desde todos los puntos de vista. Había consultado y cotejado con paciencia demorada todas las traducciones inglesas, francesas y españolas del original alemán de esa obra prolija y confusa, maldita, pese a su ambigua fama académica, y no había conseguido nada más que obtener informaciones contradictorias o irrelevantes, que lo llenaban de ansiedad o lo conducían a un desaliento muy desaconsejable en sus arduas tareas profesionales.
Todos los obstáculos, con salida airosa, habían sido superados y las expresiones más complicadas fueron vertidas al español, si no con elegancia, sí con suficiente claridad y exactitud, como mandan las reglas clásicas del oficio. Cierto que no dominaba la anticuada jerga filosófica del siglo XX y mucho menos estaba familiarizado con la muy personal de ese alemán, según parecía, tan conocido y respetado entre los asiduos consumidores de los textos clásicos del pensamiento contemporáneo.
A medida que fue profundizando en la literalidad de las palabras y las expresiones, desmenuzadas a través de costosas paráfrasis un tanto prolijas, a imitación de sus modelos, empezó a darse cuenta de que no era suficiente con seguir el rastro que el mero cotejo cuatrilingüe le proporcionaba. Las traducciones de Jean Beaufret y José Gaos no tenían ya secretos que revelarle y, sorteando escollos una y otra vez presentados a su concentrada atención, había logrado esbozar una primera versión, casi borrador, más o menos satisfactoria, o por lo menos, bastante digna para un juicio benévolo.
El equipo de traducción estuvo de acuerdo en admitir este trabajo e incluso la opinión predominante, la de la Directora del Departamento, afirmaba que podía llegar a convertirse en la versión definitiva, porque el tiempo dedicado en la inversión inicial no quedaría compensado con el éxito comercial de esta nueva edición de una obra como ésta, encargada con prisas y urgencias por un oscuro departamento universitario de una recóndita universidad hispanoamericana, una obra, por lo demás, poco leída y ni siquiera útil, a fines comerciales, como artículo de regalo para cumpleaños, felicitaciones navideñas y días de San Valentín.
Si todos dictaminaban la calidad inédita de esta traducción, su autor no tenía por qué encontrar la misma unánime satisfacción, era lo que subyacía a los razonamientos de Lorenzo Fresnadilla. Aunque volvió a ponerse manos a la obra y después de varias lecturas del manuscrito, que habían consumido largas noches y madrugadas, una duda empezó a sembrar su ánimo con una inexplicable desazón. Tras mucha concentración y esfuerzo mental, logró focalizar y aislar la dificultad.
La construcción Ser para la muerte le pareció demasiado vocacional, con resonancia teológica, en el sentido de una casi explícita teleología de la «llamada» o «call» luterano-calvinista, que podía llegar a confundirse con una dimensión puramente categorial y óntica, incluso psicologista, pero en absoluto ontológica. Ahí sucumbió a la duda, que acabó por englobar la totalidad de los aspectos más discutibles de su traducción. Con todo, le parecía que si la clave se encontraba oculta en esta articulación lingüística, entonces la versión que pudiera alcanzar de ella, desleída o no, podría llegar a resignificar toda la obra.
De golpe, se le apareció en la pantalla, como escrita mediante pulsaciones en el teclado ejecutadas por manos conducidas por un automatismo impersonal, la expresión más simple del mundo y la más verdadera: Muerte para el hombre, Hombre para la muerte. Y este simple cambio en la traducción de una locución vacía y anodina acabó varias décadas más tarde por revolucionar no la historia del pensamiento europeo, ya agotado desde hacía mucho tiempo, sino la manera de experimentar la propia muerte y el sentido de la propia vida y la secta, recién fundada, de los Euthanáticos o Mensajeros de la Muerte Auténtica, difundió la noticia redentora entre aquella vasta masa asocial de incrédulos epicúreos, que imaginaban que los viajes turísticos, las redes sociales, los servicios estatales del bienestar, las actas de divorcio y las tarjetas de crédito podrían llegar algún día a hacerles olvidar definitivamente su miserable condición finita.
A finales del siglo XXI el nombre de Lorenzo Fresnadilla ya ni aparecía en los títulos de créditos de las numerosísimas reediciones populares y de bolsillo de su vieja traducción, la que tanto quebraderos de cabeza le ocasionara ochenta y cinco años atrás, cuando sin sospechar las consecuencias entregó a la impresora en red de la oficina de la editorial su caótico manuscrito improvisado.