INDICIOS DE LLUVIA (2018)

Il pleure dans mon coeur

comme il pleut sur la ville.

 Paul Verlaine

 

 Sólo recuerdo de aquel año 2006 que hubo demasiados días de lluvia y no es seguro que ni siquiera el año sea exactamente ése y no otro. No nos parece muy extraño el hecho de no poder individualizar los años, cuando sabemos tan fácil decir no importa a quién la fecha de nacimiento y cuántos años se han cumplido, e incluso singularizamos determinadas fechas sin conocer cómo lo hacemos ni por qué.

El 12 de abril de 2006, por la mañana temprano, se desencadenó una tormenta que me obligó a volver a casa. Tuve que cambiar la americana de lana por una cazadora impermeable. Perdí el autobús que debía llevarme al lugar de trabajo y no tuve más remedio que permanecer junto a la parada otra media hora, que aproveché para pasearme bajo los soportales de unas galerías de ropa y decoración muy próximas.

Llevaba bastantes años sin tentar a la suerte jugando unas pocas monedas a las distintas loterías que por entonces tanto proliferaron. En uno de esos locales con licencia legal repasé ligeramente los abultados botes en reserva acumulados para esa semana. No pude resistirme y rellené un boleto con las predicciones de los resultados de la Liga española de fútbol. Oculté el resguardo en uno de los tantos bolsillos interiores de la cazadora impermeable y volví a la parada en el momento exacto en que se cerraba ante mí la puerta de recogida de los pasajeros. No había traído conmigo el teléfono móvil, por lo que busqué una cabina telefónica y llamé a la oficina, alegando que me encontraba con fiebre a causa de un principio de gripe muy virulento.

Pasé el resto de la mañana callejeando por el pequeño centro urbano sin nada que hacer o sentado en terrazas cubiertas, leyendo la prensa hasta que los cafés se quedaban uno tras otro fríos y amargos. Sobre las dos del mediodía seguía lloviendo, pero regresé caminando a casa, me quité nada más llegar la cazadora impermeable todavía empapada y la dejé en el mismo perchero que el resto de prendas de abrigo colgadas a la entrada del piso, junto al paragüero. Allí se quedó hasta el comienzo de este último otoño…

El 25 de febrero de 2006 viajé hasta la ciudad de la costa en la que por entonces residía una vieja amiga de los tiempos de la universidad. Nos veíamos de vez en cuando y solíamos pasar juntos un par de días con sus noches y luego nos separábamos y pasábamos meses enteros sin saber nada el uno del otro, sin acordarnos tampoco para nada de esos encuentros que nada significaban, después de tantos años de una intimidad ya un poco forzada.

Esa noche llegué a la ciudad especialmente irritable por el retraso del tren y por la lluvia que desde hacía varias semanas no había cesado y de la que intentaba huir, viajando aquel fin de semana último de febrero a la costa, donde me encontré con el mismo escenario de chubasqueros y paraguas.

Recién llegado, junto a la parada de taxis de la estación de ferrocarril, no sabía qué hacer. Podía dirigirme a mi piso, cerrado todo el último año, y pasar solo el fin de semana, leyendo novelas y cuentos rusos del siglo XIX, o bien podía recurrir a la vieja amiga y quedarme con ella en su piso para pasar estas pocas horas, liberado de los deberes de mi trabajo.

No me decidí a nada, así que simplemente me dejé llevar una vez más por la línea de menor resistencia de los materiales afectivos de que disponía, es decir, me colgué a esta cuerda imaginaria como un equilibrista, a esa especie de ilusión casi infantil de esperar que el tiempo por sí solo cambiara algo en este nuevo encuentro, impremeditado y provocado por mí. Presentarme sin llamar previamente por teléfono no me pareció tan mala idea, quizás había olvidado justo en ese momento que esa clase de confianza que yo todavía buscaba ya hacía tiempo que la habíamos perdido y ningún lamento ni olvido podría volverla recuperable…

Otro sábado horriblemente lluvioso es el de esta misma mañana, 20 de octubre de 2018. Después de ducharme, pienso en salir un rato a hacer la compra para cubrir las necesidades del resto de la semana y percibo por primera vez la semejanza. Me estaba vistiendo cuando me vino a la memoria una imagen, un pensamiento, una palabra, que no es imagen, pensamiento o palabra, y es difícil definir, pues su rapto repentino impone un dolor inexpresable.

La situación y el razonamiento se funden en un reproche que revoca todas las estrategias de ocultación. Y, si después de todo, también entonces, como en tantas otras ocasiones, ella hubiera silenciado con un pudor y un orgullo, mucho más nobles y profundos que los míos y mis palabras cansadas, su sufrimiento por mí, por mi traición, por mi vulgar deslealtad a su confianza. Y, si después de todo, yo le hubiera fallado, precisamente entonces, cuando más me habría necesitado.

De golpe, recuerdo la nota que me dejó escrita sobre la mesita de noche, el momento exacto cuando me la entregó poco antes de dormir, con la mirada baja y un silencio que duraría desde entonces, pidiéndome que no la leyera hasta que no hubiera regresado de vuelta ese mediodía al lugar donde entonces vivía, como un refugiado anónimo que huye de una violencia innombrable.

Creo que la olvidé o no le di ninguna importancia, debí dejarla en algún bolsillo interior de aquella cazadora impermeable, quizás nada más llegar a casa la colgué despreocupadamente en el perchero de la entrada y después de tantas mudanzas estos últimos doce años no sé dónde podría encontrarse, quizás en el gran guardarropa empotrado del dormitorio de matrimonio vacío, dentro del que en el último traslado de domicilio ordené y guardé todas las prendas de invierno que ya me quedaban muy grandes, allí en el piso de la ciudad de la costa que ya no he visitado casi nunca.

Debería haber intuido que la cuerda con que el amor nos ata no resistiría mi peso tampoco esta vez.

     Torre del Mar (Málaga), 20 de octubre y 19 de noviembre de 2018

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