APUNTES EN GRIS CLARO PARA UN VIAJE TURÍSTICO POR LA ESPAÑA INTERIOR (3) (2018)

¿Hubo alguna vez alguna «izquierda»? Se da por realidad histórica y política la existencia de una «izquierda». Pero la pregunta radical hay que dirigirla al pasado para saltar a este presente.

¿Hubo alguna vez alguna «izquierda»?

La mítica figura del «proletario» de la Revolución industrial imaginado por Marx, ¿era la fuerza y la fuente de la «izquierda» y no más bien una fantasía, un invento de intelectual «burgués»? ¿Realmente hubo alguna vez un conflicto entre Capital y Trabajo, si se piensa en Saint-Simon como mediador entre el hegelianismo filosófico de Marx y las invenciones ideológicas de Marx, que Lenin y Stalin explicitaron en su concepción de la Modernidad como «industrialización a marchas forzadas» y desarraigo a la fuerza de la «conciencia popular alienada por la religión»?

«Izquierda» es el nombre histórico de la barbarie sofisticada de la civilización moderna, civilización y barbarie del mismo origen y la misma naturaleza: un atroz materialismo, del que toda la «intelligentsia» de origen judío emancipado es directamente responsable.

La izquierda, agente de la «razón instrumental». Fue Max Weber el único entre los «científicos sociales» que introdujo el concepto de «Razón», limitado al Estado moderno en el que este extraño Sujeto de la Historia expresa la conciencia instrumental de la clase dominante para establecer la distinción entre «fines» y «medios».

Racionalizar el orden social es aplicar ciertos medios a ciertos fines y esto es lo que se llama «racionalidad instrumental», luego criticada como factor creador de «inautenticidad existencial» por Adorno-Horkheimer bajo influencia severa no declarada del primer Heidegger de la analítica existencial.

Toda la temática «gauchiste», inspirada en mescolanza caótica en la Escuela de Frankfurt, la «New Left», el progresismo social estadounidense, la crítica de la cultura, la deconstrucción derridiana y la arqueología de los saberes de Foucault, la microfísica del poder de Deleuze, etc, adopta en la España del Régimen del 78 un rostro deformado por su identificación retro con un argumentario banalizado para uso de una inculta burocracia de partido estatal (nadie en la izquierda española ha leído las fuentes originales del Discurso) que sólo puede parecer amenazadora (?) para una derecha sociológica todavía más inculta que su compinche estatal.

La desigualdad sin rostro. La desigualdad es o real o mítica. En España es un mito publicitario. Si es real se funda en la realidad de la diferencia de nacimiento, patrimonio y clase, y eso es un hecho estructural de toda sociedad y por lo tanto no entra en discusión. Es un «factum brutum» anterior al «pacto social».

Lo que cae en este lado de la discusión es lo que el Poder del Estado en un Régimen político determinado puede proponerse como programa de Gobierno para limitar o combatir la desigualdad de origen de un determinado orden social. Por lo tanto aquí las singularidades de las históricas diferenciaciones de clase de origen cobran un papel muy relevante y decisivo.

Ahora bien, en España esas diferenciaciones de clase intentan recubrirse bajo diferencias territoriales de Identidad Cultural Nacional para encubrir su origen clasista. Lo que quiere decir que la Dominación de las clases populares está doblemente ocultada: por el criterio de lo social objetivo y por el criterio de lo nacional identitario de orden imaginario. Entre un pobre andaluz, un catalán, un madrileño o un gallego se interpone, como elemento de descoordinación de clase, el viscoso elemento «nacionalista».

Uno percibe bien su función: la debilidad de la burguesía española en conjunto la lleva a fragmentar territorialmente su dominación de clase para rearticularla en un Estado descentralizado bajo condiciones de oligarquías de partido que distribuyan el excedente social de la tributación, ya que bajo condiciones democráticas no podría conseguir el mismo objetivo.

Bajo condiciones realmente «democráticas», sin oligarquías territoriales de partido, sin Monarquía, sin sistema electoral proporcional de listas de candidatos, sin forma parlamentaria de elección del Jefe del Ejecutivo, sin financiación pública de partidos, quizás entonces algo «democrático» podría empezar a hacerse, y decir «democrático» es lo mismo que decir «nacional», por primera vez en nuestra historia, «español» sin calificativos añadidados ni otros colorantes tóxicos. Pero sólo si una Constitución se escribe al margen de la firma de los Florentino, Fainé, Del Pino, Entrecanales, Grifols, Carulla, Escarrer, March, Koplowitz y el resto de Amigos del Estado Español se firma contra sus intereses.

¿Narcisismo de masas? No. Identidad de masas socializadas sobre la base de modelos simulados de identidad. Es una dialectizacion de individuo frente a masa. La Identidad nada tiene que ver con este asunto. NARCISO se enamora de su imagen porque necesita a un Otro en que reconocerse en su pura idealidad: si él es bello lo igualmente bello sólo puede ser su propia imagen reflejada en la corriente de agua.

El mito griego, comoquiera que se interprete, quiere decir que incluso en la soledad el hombre se desdobla en amante y amado.

La plenitud del amor omite el paso hacia la Otredad y se satisface con el Único. Es de hecho la práctica de la Homosexualidad griega tal como es descrita por Foucault en su «Historia de la sexualidad».

El Arquetipo mítico cambia de sentido aplicado a las masas de la era electrónica y digital. La idealidad de lo mismo no es mi Yo redoblado por la imagen sino un Modelo estándar creado industrialmente para todos los Yoes indifenciados de un mundo indiferenciado.

Las sociedades modernas de masas en ningún sentido son «narcisistas» e «identitarias» en sentido fuerte (ideológico, político) ni sus «individuos» son Individuos en el sentido de una tradición humanista burguesa y liberal.

Lo que cierta sociología llama «narcisismo de masa» es el sentimiento que experimentarian los automóviles montados en cadena si tuvieran conciencia «humana». Por supuesto, es el «tipo humano» que necesita el Capital Global para reproducirse: una piececilla dentada del engranaje a la que basta convencer de que es igual e incluso mejor que otra piececilla dentada para volverla activa.

Narciso: frente a la pantallla de su ordenador portátil que refleja las variaciones bursátiles en tiempo real. Aquí el amor no es posible. Por eso la Psiquiatría se hace cargo de ellos.

Toda la raíz de la Sociología académica americana y europea deriva subrepticiamente después de 1980 de una lectura muy superficial y antifilosófica de la obra de Jean Baudrillard, el más profundo “nietzscheano” de su generación intelectual tan cacareada (Barthes, Deleuze, Derrida, Foucault), a quien tengo el gusto de conocer demasiado bien desde hace casi 30 años, cuando nadie en España había oído ni visto escrito nada sobre la crítica de la publicidad, la sociedad de consumo, los sistemas de signos del capitalismo tardío, la cultura semiológica de la imagen, la Simulación, los modelos de simulación, la hiperrealidad, la cultura del espectáculo (y la sociedad del espectáculo, ese Débord únicamente lo entendió y desarrolló el propio Baudrillard y gracias a su influencia secreta es conocido) y una considerable cantidad de nociones que hoy son moneda corriente sin saber quién las pensó por primera vez y les dio carta de naturaleza en el discurso público. No fueron los “marxistas” sino Baudrillard el que silenciosamente destituyó a toda la crítica de las ideologías de origen marxista de su poder de fascinación.

Toda las tesis sobre la teoría del narcisismo de masas son un derivado anglosajón de lo que Gilles Lipovestky en “La era del vacío” (1980) desarrolló a partir de su lectura del propio Baudrillard y sus tesis sobre la personalización de la “diferencia mínima” de los productos trasladada a los sujetos desde “El sistema de los objetos” y “La sociedad de consumo”, sus libros más convencionalmente “sociológicos”. “La Cultura del narcisismo” es de 1979 en su primera publicación y su éxito se debe a la base cultural francesa anterior.

«Pensamiento conservador». ¿Dónde? En el congelador, como los pollos y las croquetas. Descongelarlo es tarea hercúlea en este fin de Régimen. Necesitamos algo, un placebo, una paracetamol contraideológico frente a la patota montonera. Vale, pero ya es tarde. Nunca lo hubo en la Derecha española. Anglosajonia es el punto de vista de Sirio.

Aquí, el último que pensó yace en alguna cuneta: angelico al Cielo, chocolate a la barriga y la familia, bien, gracias. Los ricachones españoles nunca fueron demasiado idealistas. El catolicismo era una buena cataplasma y una buena sangría. No daba para mucho en la época contemporánea, así que ni siquiera en su versión nacional-católica nos era útil.

Así que los sujetos de la clase dominante se dijeron: “Bueno, nos hacemos socialdemócratas, total tampoco hay tanta diferencia con lo que ya éramos”. Y de ahí al Cielo del felipismo prometido por Boyer-Solchaga, la época en que se hacían butrones en el Estado. Y ahora, la de Dios es Cristo. Arrechuchos, desfilemos cara a Hayek. Reformemos, de perdidos al río…

Antorchas en mano para iluminar el viejo desván cubierto de polvo y despertar al pequeño Eros, como Psique avejentada por onanismos estatales que mucho afean la dignidad del Conservador. Y en cuanto a las ideas, tradúzcanse de algún manual en inglés. Total, para lo poco que leen las clases acomodadas…

La tecnocracia como forma de dominación. Una tesis muy fuerte: la disociación entre propiedad de los medios de producción y órganos estatales de la planificación social. O en términos marxistas clásicos: separación entre el Capital y el poder político formal.

Resulta que ésa es simplemente la singular esencia histórica según la cual domina el sistema capitalista en todas sus fases (léase la obra de Louis Dumont «Homo oeconomicus»), dado que el sistema capitalista se funda desde su origen en esta separación formal de las instancias de dominación refiriéndose la una a la otra a través de diferentes «lenguajes políticos formales». La economía por unn lado, la política por otro, como si no fuesen dos expresiones de lo mismo: la dominación de unos hombres sobre otros.

Ese ejercicio de la forma de la dominación priva a la mayoría de la población de independencia económica, medios de sustento y libertades reales, concretas, vividas.

Ahora bien, la «tecnocracia» contemporánea no es ningún sujeto de la Historia sino más bien sucede que la hegemonía pura del sistema del capital mundializado o global ha llegado a tal grado de perfección que ahora, y sólo ahora, puede definir los parámetros de su específica «configuración civilizatoria», que equivale desde otra perspectiva a una «descivilización».

La falacia argumentativa consiste en la suposición de un «conflicto» interno entre Capital y Gerencia, debido a las «ambiciones de poder» de ésta. En realidad, la Gerencia adopta todo tipo de ideologías subalternas en función de los intereses directos de la nueva figura histórica de la dominación: hoy, el proceso «descivilizatorio», invirtiendo la expresión de Norbert Elias en su admirable libro.

Ideocracias políticas vacías para masas ausentes de la escena pública. Comparar y asimilar a las vulgares ideocracias actuales para uso de los funcionarios de los Estados de Partidos con cualquier antecedente histórico (mito, religión o ideología política) no deja de ser una majadería propia de un pensamiento muy muy débil que ni osa entrar en el problema de la jerarquía de valores.

Si se parte de la premisa de que la Humanidad occidental actual ha alcanzado la plenitud, es decir, ha realizado todos sus «ideales modernos», afirmación implícita en toda la corriente de pensamiento de descendecia nietzscheana más pura, frente a la tendencia inaugurada por Marx y amplificada por la Escuela de Frankfurt que afirma la «utopía de la esperanza» y la vocación por las «promesas incumplidas de emancipación» del «proyecto ilustrado», entonces habría que declarar como vencedora en este combate intelectual a la corriente nietzscheana, por ser la descubridora de la grosera mentira fundacional de la Modernidad: la vida no es una comedia que acaba en la felicidad universal sino una tragedia que acaba mal, en el plano individual y colectivo. Cierto que la vida siempre sigue su curso, pero a costa de ser una vida disminuida, mutilada, empobrecida.

En efecto, lo que hoy constituye todos los relatos y discursos públicos de las Oligarquías que detentan el poder en los Estados occidentales en su fase de adaptación a la mundializacion de los Mercados es una versión amplificada de la «promesa de felicidad» y todos los relatos son relatos de emancipación para consumo sectorializado de masas desnacionalizadas.

Esta verdad histórica, la de una utopía que al realizarse pierde su sentido y por ello ha de sobreactuarse (es el cansino papel atribuido a la «izquierda» en los hiperburocratizados Estados de Partidos) es el estado de cosas que intentamos esclarecer hoy dando golpes de ciego en el vacío.

Pero para deshacer el entuerto, basta pensar que el relato antiguo produce a Ulises y La Odisea como arquetipo de la aventura humana mientras que el relato posmoderno produce a Pablo Iglesias en un plató de televisión hablando con autoridad académica acreditada de los «males» y «necesidades» de la llamada abstractamente «sociedad»: prototipo de la aventura «espiritual» de la utopía realizada de la felicidad estatalizada, defectuosilla.

Aburrificación del erotismo. La institucionalización del Aburrimiento como forma de vida es un logro de la avanzada civilización occidental del que no debemos despreciar las consecuencias hoy vigentes. El erotismo murió de muerte natural hace ya tiempo, de eso tratan las grandes novelas del adulterio del siglo XIX. Ya entonces los más perspicaces se dieron cuenta de que la relación convencional hombre/mujer en la sociedad burguesa clásica sólo podía acabar en histeria y neurosis, y como mucho en un adulterio, que sólo grandes escritores pudieron convertir en objeto de tragedia.

Si uno compara «Werther», «Les liasons dangereuses» y «Sans lendemain» con «Madame Bovary», «Anna Karenina» y «La Regenta» percibe de golpe cómo ha degenerado el juego sexual y erótico a medida que los roles funcionales del mercado se han impuesto por igual a hombre y mujer, animales de carga.

Como hoy todo trascurre entre risas ante el televisor y pequeños espasmos con las debidas precauciones en las cámaras oscuras del deseo incompartido; como todo lo que era un juego y una intimidad, una seducción rica en añagazas de coquetería, se ha trasformado en algo entre animal y maquinal, en fin, el género y sus «políticas de identidad» poco tienen que ver con procesos de fondo que ya detectaba Nietzsche cuando hablaba sobre la «aburrificación» de la mujer a medida que ésta ingresaba en la esfera social del animal laboral en igualdad de condiciones con el hombre.

Los maestros censurados. Todos los autores valiosos que me han fascinado pertenecen a corrientes ideológicas europeas tradicionalistas, fascistas, integristas…, es decir, a formas de pensamiento «reaccionario» vencido por el proceso de Modernización o por las armas aliadas del comunismo soviético y el capitalismo estadounidense.

En todo caso, tendencias dialécticas y polémicas de oposición a diversos aspectos de esta Modernidad, en especial, el tipo específico de Modernidad técnica, burocrática y sovietizante que se le impuso a Europa occidental tras la derrota alemana de 1945.

Se afirma de manera sospechosamente condescenciente que el valor histórico de estas obras merecería al menos una circulación limitada y controlada «académicamente» que pudiera usarse tal vez como «testimonio de una época».

Ya es mucho poder leer algo valioso, en el «Fahrenheit 451» en el que ya de hecho vivimos sin percibirlo, es casi lo mismo quemar los libros o publicarlos con «glosas» (recuérdese: técnina medieval del comentario a Aristóteles y a los Padres de la Iglesia, no mentían aquellos intelectuales italianos que hablaron de una «Nueva Edad Media» cultural a mediados de los 70).

Me temo que tan buenas intenciones llegan tarde. Los vencidos desaparecen de la memoria, un poco como también lo hacen los seres más queridos a medida que su imagen y el revivido trato cotidiano con ellos se van envolviendo en una niebla negligente que es peor que el olvido mismo.

Nietzsche, Cioran, Schmitt, Jünger, Heidegger y pocos más, pronto serán prohibidos o perseguidos, y si no lo son eso debe a que la Academia universitaria occidental no sería nada sin ellos, de quienes se alimentan parasitariamente incluso las corrientes llamadas, muy mal llamadas «izquierdistas» y «progresistas» con revisiones de tercera mano, y mejo así porque en realidad a Marx y los frakfurtinos nadie los ha leído por esta comarca.

Y como los liberales se confíen un poco, pronto también serán censurados los peligrosos Hayek y Von Mises (pobrecillos, creían en la «libertad imdividual» en la era de los oligopolios y los Estados de Partidos), demasiado «humanistas» y «sentimentales» todavía para el juicioso gusto de una tecnoburocracia (¿modelo Guindos?) carente de ideas y principios más allá de las ficciones consoladoras pero «objetivas» de la Macroeconomía.

«Sovietización de la cultura». Retengamos estos nombres en la memoria a manera de ensayo preeliminar: Clara Zetkin, Enma Goldman, Aleksandra Kollontai.

Leamos algunos datos biográficos, cotejemos algunas de sus actividades, sumerjámonos mentalmente en el contexto político europeo del periodo 1914-1933, observemos los orígenes, las filiaciones, los ambientes culturales, los desarrollos iniciáticos, los postulados, las iniciativas.

Se puede arrojar cierta luz suplementaria a lo que todavía yace en la oscuridad.

Piénsese si todos los discursos de la igualdad, tal como hoy aparecen revestidos de institucionalidad burocratizante, no indican, sin sutilezas, ya de hecho un proceso exhaustivo de «sovietización de la cultura» que, alcanzado su objetivo en esa esfera aparentemente «trivial», avanza en la dirección política de vanguardia: el trasfondo de todos estos «procesos», inspirados por ciertos «intereses y composiciones de escenarios futuros», son la destrucción del residual tejido orgánico de las sociedades europeas, y ello es así desde el periodo inaugural de la primera guerra mundial, cuando la primera avanzadilla obtuvo sus primeras victorias clave.

El discurso y la práctica del «bolchevismo» es hoy el discurso y la práctica de la burocracia europea al servicio del gran capital mundializado. Incluso en los menores detalle, el primer «experimento comunista» ha dejado sus huellas en una estela que, no por olvidada, deja de envolver nuestra ambientación de época.

La hipótesis se reitera: pudiera haber sucedido ya así en 1917, era la sospecha de los más observadores, incluido el por entonces joven, poderoso e influyente Winston Churchill en su destino de alto funcionario británico del Ministerio de Exteriores.

Pudiera suceder que el bolchevismo en sentido político restrictivo fuera tan sola una casi inocente onda expansiva recubridora de otras tendencias mucho más profundas que están todavía por definir, incluso por descubrir en su verdadero ser y apariencia (la socialdemocracia europea era tan sólo el aperitivo, la creación del contexto existencial necesario para ulteriores «operaciones»…).

Porque lo realmente serio de la descomposición cultural europea apenas si ha mostrado todavía su rostro.

«Marxismo cultural». La base teórica del discurso de lo políticamente correcto, lo que subyace a él, no es una cuestión teórica menor ni insignificante.

Las mejores intérpretes de la corriente, por supuesto mujeres, Nancy Fraser y Judith Butler, procedentes de la «intelligentsia» progresista estadounidense de origen judío, sostienen un discurso filosófico que no es nada más que la ampliación de la categoría hegeliana del «Reconocimiento» («intersubjetividad» o «principio de reciprocidad») a nuevas formas de socialización de los estratos «liberados» dentro del orden «dominante».

Se autorreconocen explícitamente como teóricas de un «marxismo cultural» al que corresponde la cita que entresaco, a título informativo, de una «jugosa» polémica que a mediados de los años 90 mantuvieron las dos citadas Fraser y Butler a propósito de «la lucha de clases según lo material y lo cultural», conflicto interno al viejo marxismo. Es evidente que el nivel intelectual de la clase política, académica y mediática españolas no permiten semejante «tour de force»:

«La distinción normativa entre injusticias de distribución e injusticias de reconocimiento ocupa un lugar central en mi marco teórico. Lejos de relegar a estas últimas en la medida en que son «meramente culturales», trato de conceptualizar dos tipos de ofensas iguales en cuanto a su importancia, su gravedad y su existencia, que cualquier orden social moralmente válido debe erradicar. Desde mi punto de vista, la falta de reconocimiento no equivale simplemente a ser desahuciada como una persona enferma, ser infravalorado o recibir un trato despreciativo en función de las actitudes conscientes o creencias de otras personas.

Equivale, por el contrario, a no ver reconocido el propio status de interlocutor/a pleno/a en la interacción social y verse impedido/a a participar en igualdad de condiciones en la vida social, no como consecuencia de una desigualdad en la distribución (como, por ejemplo, verse impedida a recibir una parte justa de los recursos o de los «bienes básicos»), sino, por el contrario, como una consecuencia de patrones de interpretación y evaluación institucionalizados que hacen que una persona no sea comparativamente merecedora de respeto o estima.

Cuando estos patrones de falta de respeto y estima están institucionalizados, por ejemplo, en la legislación, la ayuda social, la medicina y/o la cultura popular, impiden el ejercicio de una participación igualitaria, seguramente de un modo similar a como sucede en el caso de las desigualdades distributivas. En ambos casos, la ofensa resultante es absolutamente real». (Nancy Fraser, «Heterosexismo, falta de reconocimiento y capitalismo: una respuesta a Judith Butler»)

La libertad carnavalesca del último hombre civilizado. El constructivismo moderno, la descabellada idea de que la naturaleza de las cosas no existe y de que todo debe llegar al ser, a existir como producto de la voluntad subjetiva del hombre para ser reconocido como «obra propia» (algo que ni siquiera tiene sentido en el terreno del Arte), principio que está en la base del Estado, la ciencia y la técnica modernas, cuando se traslada al campo de juego de la «identidad» y la relación del cuerpo/espiritu del hombre consigo mismo, produce monstruos, los mismos que ha llegado a producir en esos otros campos de la actividad humana.

Las ideologías de género, toda esta discusión bizantina, apunta al corazón de lo que subyace a la forma como la Modernidad entiende su relación con lo dado de una naturaleza concebida como lo opuesto a la infinita libertad del hacer subjetivo. Es la forma extrema del nihilismo destructivo que es consustancial a todo constructivismo mundano.

Ahora bien, en la España actual todas las ideologías decadentes de la Posmodernidad, que exacerban esta concepción de fondo, son ideocracias faccionales de Estado introducidas muy superficialmente en los medios de comunicación de masas y tratadas con no mucha mayor profundidad en los ambientes académicos. Son ideologías-pseudosaberes disciplinarios de importación, de ahí su aire extravagante y ajeno a toda tradición de pensamiento autóctono.

Vivimos en una civilización en estado terminal, de manera que la sintomatología de las aberraciones forma parte de una vida que, abandonada a sí misma, sin criterios de valoración, sólo puede satisfacerse con esa forma de libertad carnavalesca, porque no otra cosa se nos presenta ante la «licencia» que un sistema social desestructurado puede conceder a quienes padecen los rigores de las carencias y privaciones de libertades tal vez más sustanciales.

El homúnculo occidental va camino de convertirse en un ser asexuado y hacia esa dirección señalan todas estas distopías antropológicas con las que las legislaciones de los Estados decadentes se solazan.

Basta leer a Suetonio para entender que cuando el Emperador es un viejo degenerado, las vestales abandonan el templo, los senadores se ponen coloretes en las mejillas y los niños acarician a sus hermanas sin pudor…

Ética y orines. Observo la moda de los lacitos de colores para señalar que uno se hace cargo del “dolor” de las víctimas de este mundo tan cruel, imperialista, capitalista y machista… mientras en una terraza junto a las playas del Mediterráneo se pone morado de langostinos con cargo al presupuesto, es decir, subiéndose a la chepa de los impuestos pagados por los mil euristas de todos los mercadonas y mercadones y mercadillos de este mundo.

Hay huelgas orgánico-estatales de funcionarios/as exclusivamente convocadas para humillar a esta pobre gente y marcarles con la indigna condición de trabajar bajo sueldo en contratos privados y libres. El privilegio de clase no lo es si no se muestra como ofensa de superioridad incondicional por estatus a la vista perpleja del mundanal gentío.

No se necesita a un teórico hiper-intelectualizado del nihilismo epocal, no hace falta ni siquiera leer a Nietzsche, a Heidegger, a Cioran ni a nadie para entender la lógica de este mundo de hombres-sombra.

Cuando los hombres se ponen lacitos en la solapa del traje para indicar su identificación con algo, es que no tienen nada propio en la cabeza para afirmarse. Lo que les cuelga, literalmente, les cuelga y nada más. Lo sobrante del hombre es el símbolo de su diferencia superflua.

Quiero decir que, cuando los hombres no se “producen en escena” ante otros hombres a través de sus propias señales, incluso olfativas, el olor a orín mezclado con Hugo Böss de cien euros siempre es indicio de una virilidad apocada, a diferencia de los lobos de raza, porque ya no tienen nada que los acredite y valide como hombres.

El pensamiento libre es al hombre lo que el orín es al lobo para reconocer a los suyos.

Y como las mujeres tienen un sentido del olfato más desarrollado y huelen de lejos la cobardía y el sonrojo en el hombre que mana de su ser calostros de leche regurgitada, pues eso mismo:

El futuro tiene nombre de Mujer”…, o de Drag Queen, es lo mismo.

La belleza del español americano. Los únicos patriotas desinteresados, cultivados y autoconscientes que quedan en esta España tan empobrecida en el espíritu como ahíta del vino peleón de la política bajo el Régimen del 78 son los viejos españoles del Ultramar.

Aunque ya era evidente la superioridad del hablante culto hispanoamericano en comparación con el rarefacto español peninsular, lo pudimos comprobar con vergüenza y orgullo cuando leímos a los grandes escritores hispanoamericanos del siglo XX como si fueran nuestros clásicos redivivos. Obsérvese que lo sintomático de una degeneración moral y política, como ésta tan aniquiladora que padecemos en el ámbito cultural, se introduce silenciosamente sobre todo en la perversión y desuso sistemático de la lengua.

El español sólo puede escucharse y leerse sin enrojecer entre hispanoamericanos, de quienes tanto hemos aprendido los que amamos y cultivamos nuestra lengua. Sí, son los últimos patriotas españoles, porque los de la península ya hace tiempo que abandonaron tales ínfulas, so pena de la máxima descalificación de sus “conciudadanos”.

Opinión publicada… a medias. Adviértase bien hacia dónde se dirige siempre mi crítica «literaria» a toda tentativa de emulsionar la mini-opinión «conservadora» o «liberal» de la derecha sociológica: no se puede hacer la masa a medias, con grumos y exceso de sal, hay que hacerla comestible y para ello hay que ir hasta el final del proceso si se quiere comer un buen pan candeal.

La opinión crítica conservadora me recuerda demasiado aquella «escena» de Gila en la que el cómico afirma que fue ayudante una vez de Sherlock Holmes y ambos se dirigieron en sus pesquisas a un hotel donde, al parecer, se había ocultado el sospechoso, cuya paciencia agotaron haciéndole observaciones, cuando se cruzaban en el pasillo, del tipo «alguien ha matado a alguien…». Y claro el hombre acabó confesando la verdad por hastío.

Pues bien, en la mejor opinión publicada estamos atascados y estancados ahí: todos sabemos lo que está muerto, quiénes son los culpables, pero cuidado con decir en voz alta nada referente a las verdaderas causas de la muerte, y por supuesto me refiero a la muerte de la sociedad española, a la muerte de la Nación política española y a la muerte en ciernes del Estado que aún los cobija, agujereado de goteras…, pero con tronío e ínfulas de Gran Señor….

Si queremos hacer “crítica neoconservadora”, o algo así, de la “Civilización occidental decadente”, hagámosla, es legítimo, pero con otra inspiración y con otra perspicuidad.

Allá por el año 1987, segundo año de mi estancia como estudiante de Filología en una Granada todavía no hollada por la infame turba turística internacional, sexto año de la era felipista y noveno desde la Fundación del “Nuevo Estado Español de 1978”, conseguí por azar encontrarme con un libro titulado “Las ideas de la Nueva Derecha francesa”, publicado por la Editorial Laberinto, de Barcelona, libro que durante un tiempo se convirtió en mi “vademécum” personal, manoseado y leído hasta oscurecer sus páginas malamente traducidas de un francés más que elegante.

Me gustaba su portada en la que aparecía una Estatua de la Libertad explotando en mil pedazos: esa imagen, por sí sola, me causaba un placer indefinible.

Hay fenómenos universales y de época en toda Europa.

Los conozco muy bien desde mucho antes de que a nadie interesaran. La mentira institucional no es necesaria donde la tradición política nacional no está rota, quebrada por el fenómeno de una guerra civil irresuelta y las dos formas políticas de organización que le han seguido, cada una a su manera un modo de no responder a los problemas planteados.

Hay que calibrar los problemas de civilización generales y comunes a toda Europa (demografía, natalidad, inmigración, pérdida de referencias culturales y herencias simbólicas, progresión ciega de un estatalismo nihilista, impotencia militar, pérdida de las capacidades creativas innovadoras y un largo etcétera) y los problemas resultado de una historia específica como la española.

La afirmación es dura. En otras partes se vive en la literalidad de la Modernidad, sin secuencias con subtítulos. En España, además de la dimensión epocal común, hay un serio, gravísimo problema: la mentira institucional es el Poder mismo y todo Poder basado sobre una mentira de tal envergadura no puede sino convertirse en una amenaza ominosa para la vida civilizada.

Todos los extranjeros, franceses o ingleses, que he conocido en mi ámbito, con un poco de conocimiento de lo que sucede en España, se quedan perplejos, no entienden nada, y yo les digo que los españoles tampoco entienden nada, pero aprueban todo cuanto les sucede, y entonces es cuando la perplejidad se convierte en pasmo y boca abierta durante varios segundos de silencio embarazoso.

El desorden español no es descriptible bajo categorías heredadas de cualquier descripción teórica o histórica. Nuestra miseria es tal que no tenemos derecho a la abstracción, la referencia erudita y las teorías enjundiosas, válidas quizás para los privilegiados de la Historia, no para sus pajecillos y otro lumpen servil. Ya incluso Trevijano nos pesa como la losa que cubre nuestra tumba mucho más que la suya.

No confiéis jamás ni en el parte meteorológico. La información es producción de realidad, manufactura industrial y serializada de una realidad inexistente. La “producción de realidad” es uno de los motivos más desarrollados por la mejor crítica de la cultura de masas, uno de cuyos pivotes es “la información”, una categoría demasiado a menudo muy groseramente analizada y descrita.

La información no tiene nada que ver con la verdad, ni con la realidad, con la objetividad o el conocimiento, no digamos ya con ninguna forma de “racionalidad comunicativa” que posibilite el ejercicio de esa idealizada “comunidad de diálogo” en que la concepción socialdemócrata de Habermas ha venido a hacer coincidir la “democracia realmente existente” en Europa.

La información es una relación social instantáneamente consumida a través de la cual el conocimiento de lo real queda en suspenso y es sustituido por todo aquello que forma el espesor de las fantasías y deseos de los destinatarios: la información, cualquier información, desde “la política” en los telediarios hasta las crónicas deportivas en directo, desde las tertulias hasta los documentales, todo es un proceso de mitificación, automitificación publicitaria de toda una sociedad que sólo así puede mirarse al espejo y “comprenderse”, puesto que hoy nadie tiene una experiencia directa, personal, reflexionada y pensada con la realidad.

La información no es la representación de la realidad por los signos (palabras, imágenes) sino su sobreseimiento por el Código mismo de la Información: algo, lo que sea, debe ocupar el lugar vacío del sentido social y político desvanecido. La información ocupa ese vacío, pero no lo colma. Hoy toda verdad, incluso la más cotidiana y trivial, debe pensarse precisamente contra la “información”.

Algunos los percibieron ya hacia 1900, a través de la observación de la vida cotidiana trasformada por la Revolución industrial en las grandes ciudades europeas y americanas.

Nietzsche fue el primero en verlo hacia 1870-1880: ya la lectura del periódico como hábito burgués significaba un profundo desarraigo una dependencia enfermiza de un tiempo reducido a actualidad e inmediatez sin fondo.

Simmel reflexionó mucho sobre el cambio cualitativo de la percepción sensorial del entorno y la afirmación de la abstracción y el cálculo como modelo de una relación social dominada por lo económico en grado superlativo: no se recibe nada del mundo significativamente socializado que no haya sido filtrado de antemano por algún tipo de abstracción.

Benjamin lo observó en las técnicas de reproducción de la imagen en la primera cultura de masas en los años 20 y 30 del siglo XX: la estética del “shock” del tráfago mundano acelerado en las ciudades exige modalidades muy específicas de comunicación y difusión de la cultura, una cultura que desde entonces sólo es “imagología”, como demuestra la experiencia del arte desde las vanguardias.

Se pasó de una cultura de la palabra escrita y oral a una cultura de la imagen en apenas una o dos generaciones. Pero una imagen por vez primera serializada, reproducida y destinada al consumo, no a la enseñanza e ilustración de masas, como había sucedido hasta bien entrada la Modernidad.

Toda la teoría de la “industria cultural” a partir de Adorno gira sobre los mismos motivos, con el añadido ya muy desgastado de la “alienación” marxista de la pobre conciencia humana bajo el capitalismo monopolista.

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