Después de todo, no soy testigo de nada.
Sé cómo arden los campanarios
en el horizonte llameante
de la tarde junto a las iglesias,
cerca de los edificios donde
contables blancos monetizan el tiempo.
Sé de los crepúsculos en cafés
cuyos cristales distienden
la tenue luz de los focos glaciares
entre gestos apáticos de mujeres
débilmente maquilladas, recién salidas del trabajo.
Esa felicidad rara de la improvisación
en medio de un ocio
que no cuenta los días por su nombre
sino por la intensidad de la trasparencia del cielo.
Pero no soy testigo de nada:
caminaré como si hubiera besado
los labios de la soledad carnal,
partido quizás a la búsqueda del yo último
que faltará para completar el círculo del hastío,
tiempo fatal que llevo conmigo
hasta donde soy ignorado
por la corriente fugaz de la trasustanciación cotidiana.
Porque sólo he de escribir lo más evidente
para un lector previsto,
habituado a la pose de la convención social,
y el otro misterio no será desvelado
por la indiscreción convenida de la verdad lírica.
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