Después de todo, no soy testigo de nada. Sé cómo arden los campanarios en el horizonte llameante de la tarde junto a las iglesias, cerca de los edificios donde contables blancos monetizan el tiempo. Sé de los crepúsculos en cafés cuyos cristales distienden la tenue luz de los focos glaciares entre gestos apáticos de mujeres débilmente maquilladas, recién salidas del trabajo. Esa felicidad rara de la improvisación en medio de un ocio que no cuenta los días por su nombre sino por la intensidad de la trasparencia del cielo. Pero no soy testigo de nada: caminaré como si hubiera besado los labios de la soledad carnal, partido quizás a la búsqueda del yo último que faltará para completar el círculo del hastío, tiempo fatal que llevo conmigo hasta donde soy ignorado por la corriente fugaz de la trasustanciación cotidiana. Porque sólo he de escribir lo más evidente para un lector previsto, habituado a la pose de la convención social, y el otro misterio no será desvelado por la indiscreción convenida de la verdad lírica.