RÉQUIEM ESPAÑOL (AUTORRETRATO, 2001)

Soy profesor español de Educación Secundaria desde hace un número ya casi incalculable de años, antes Enseñanza Media, antes Instrucción Pública, hoy no sabría decir qué: ninguno de los tres títulos cuadra con lo que estoy obligado a transigir. Fui nombrado funcionario por orden ministerial de un cierto día de un cierto año. Si no confiáis en mi palabra personal, cotejad la Palabra Sagrada en el BOE.

Vosotros, los que pensáis como yo, pues un sentir común nos vincula en el secreto de la indecencia, podréis adivinar qué desasosegantes experiencias me han conducido hasta aquí. No mencionaré la angustia, soy hombre de buen gusto. No quiero buscar disculpas a mis errores: no es necesaria tampoco la compasión estéril, que no solicito, dirigida a mi persona, en la que nada hay vituperable, considerada con ecuánime indulgencia.

Vagamente, sólo en momentos ya nada frecuentes de lucidez, entiendo qué significa todo esto que me afano por explicar. He llegado al extremo de creer que si escribo en primera persona se lo debo a esta deformación profesional que me empuja a hablar de cosas de las que sólo tengo una referencia de segunda mano. Transmito lo vicario, opero en lo invisible, lo sé, pero emito señales luminosas de onda corta y baja definición, señales a través de cuya precaria visibilidad se pierden los errabundos del espíritu reglamentado, las almas encadenadas al círculo infernal de la Programación Didáctica, subapartado leviatánico apenas menor dentro de la Gran Planificación Social. Yo mismo me pierdo en este laberinto, desemboco fatalmente en lo inesperado de mi propia condición, tengo que ignorarlo para seguir adelante.

Ser profesor no está lejos de la coacción a hacerme pertenecer a una categoría de seres que nada entienden de su condición de máquinas de fácil reposición en un mercado de trabajo bastante aleatorio: mecanismos automáticos de registro y procesamiento de una información cuya veracidad es improbable. Mi personalidad se rigidiza, se distiende a impulsos calculados o involuntarios. Dispongo además de variadas válvulas, unas de comprensión, otras de escape: pistones ya muy desgastados por innúmeras frotaciones contra las mentes vacuas que pueblan las aulas. Siempre estoy solo, y la peor sensación es la soledad de un aula llena de personajes igualmente ausentes. Transmito lo inaudible. He aprendido a escuchar el avispero de mis palabras, el eco incesante de un chisporroteo parecido al goteo de la lluvia sobre tejados de lata, el eco insufrible de una interminable cadena sonora donde todo se oculta hasta borrarse.

Estoy agradecido a los árboles plantados en la entrada de los centros escolares, recintos rodeados de vallas como empalizadas y cuya función no acabo de entender. Cuando les brotan las hojas y florecen a comienzos de la primavera, aparece una señal reveladora como pocas: sé que existen las estaciones, sus cambios aparecen y desaparecen, las hojas caen y se renuevan a intervalos al parecer regulares que no discierno: no sé cómo, pero llego a creer que el tiempo fluye.

Desde hace años mi vida ha sido distribuida en un orden incomprensible, funcional, de temporalidades racionales intercambiables que llaman “trimestres” y “evaluaciones”. Lo sé, cosas como éstas hacen toda una vida. Me sorprendo ciertas noches de insomnio calculando mentalmente la suma de trimestres que constituirá mi vida, la totalidad abyecta de horas que habré pasado entre las “dramatis personae” del aula, que seguirán existiendo más allá de mis palabras perdidas. No me sobrecoge ninguna emoción, el tiempo se ha hecho real a mis espaldas, eso es todo, el tiempo oficial de la responsabilidad, la madurez, el matrimonio, el deterioro del aparato vegetativo, los poemas juveniles de amor que ya no significan nada (“Amor, amor, un hábito vestí que fue de vuestro paño cortado…”).

Todo empezó con una llamada de teléfono en un julio depresivo, nunca creí que la felicidad y la desgracia anudaran su sentido en la misma terminal. Todo comienza y todo acaba de la misma manera, si nosotros no somos justos, lo real lo será en nuestro lugar y contra nosotros. Los cambios irreparables son los que más insensiblemente se presentan, con su rostro pudoroso de niños buenos y bien educados. Pero el destino no se engaña, aunque nos engañe. Sólo cae en la trampa quien ya ha caído sin saberlo. Mi vida era vacía, así lo había querido desde que me separé de la que debía haber sido mi esposa o, por lo menos, compañera, entre indolente y amarga, de las penurias de la vida doméstica: desde entonces, nada de mujeres, nada de amistades, nada de egoísmos justificables e intercambiados. La miseria interior debía desplegarse espléndidamente a mi alrededor, dejar su carta de presentación hasta en mis menores gestos. Todo el mundo ha sentido eso en alguna ocasión. Una vez que se levanta inocentemente un aparato de teléfono, la implicación en una serie incalculable de sucesos, por su parte contingentes, pueden llegar a cambiar la vida, incluso la más reacia a todo cambio. Es un tópico de la novela de detectives privados, pero a veces es cierto. Y, en mi caso, lo estoy pagando con creces.

Sí, yo atravesaba el tiempo como un beduino cruza, en el silencio de milenios de erosión, el desierto bajo soles crueles. El tiempo me atravesaba a mí, y se lo agradecía, durante escasos años tuvo la cortesía de no obligarme a ser quien no deseaba ser. Habíamos llegado el tiempo y yo a un pacto de no-agresión: me deprimiría a menudo, pero discontinuamente y sin mucha convicción. A partir de esa maldita llamada (“¿Es usted fulano…?, sí, su nombre aparece en la lista de aprobados…”) empezó la normalidad, el disfrute inexplicable de unos bienes y servicios inimaginables, pese a la escasa renta discrecional que me permitiría mi sueldo próximamente estrenado. Empezó mi vida como ciudadano identificable. Era inevitable, el registro de Hacienda no conoce la piedad ni la aprueba. Como mercancía clandestina pasada de contrabando por las aduanas, mi existencia opaca salió a flote y se transparentó. Se me hizo saber por meros indicios que me había convertido en alguien responsable, capacitado para gestionar mi recién ingresada cuenta corriente, mi talonario de recetas de la Seguridad Social y mis impresos de Declaración de Hacienda. Es cierto que entregaba una parte nada despreciable de mi tiempo vacío, y, como un pequeño capitalista con mediocre talento, sabía valorizarme a mí mismo y extraer de ese tiempo mis pequeñas plusvalías. Pero me veía metido en obligaciones por completo ajenas, hacía cosas desagradables que mi personalidad desinteresada me desaconsejaba.

Lo confieso: llegué a desplegar viles simulacros casi convincentes de actividad, demostraciones bien penosas de una pacífica integración en la comunidad interpersonal. Con todo eso, mi humor vacilaba entre ideaciones prolijas de tentativas de suicidio y sueños inolvidables de compulsión orgiástica, oscilaba pendularmente entre crisis de identidad y mascaradas de cinismo, dando bandazos negligentes en medio de la perplejidad. Así pues, como cualquier otro habitante del planeta de la utopía secular, me estaba transformando en algo odioso, en ese algo anónimo e indescifrable que sólo una sociedad odiosa puede producir y promover.

Infantes, octubre de 2001

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