¿Hemos aprendido algo de tantos errores?
¿Es cierto eso de «mucha niña mona, ahora ya mujer madura, pero por miedo a la soledad, nunca sola»? ¿Tanta fue nuestra común estupidez para no darnos cuenta de lo que nos convenía a los dos en común? ¿Nuestras mejores cualidades no tienen derecho a gozar de sí mismas con lo semejante a sí mismas? ¿Tan poca imaginación hace que una mujer y un hombre tengan que sacrificar su vida por orgullo mal entendido? ¿Nos merecemos lo que hemos tenido que vivir por separado, renunciando a lo mejor de nosotros mismos, a cambio de, literalmente, nada?
Si hubiéramos sabido hacernos las preguntas apropiadas y si hubiéramos tenido el valor de responderlas ofreciéndonos en prenda el uno al otro, quizás tú no serías tan infeliz (lo sé bien y nada puede oponerse a esta verdad) y yo no sufriría tanto sabiendo que lo eres (pero eso tú tienes que ignorarlo y yo no tengo derecho al reproche ni la queja).
Aunque tú podrías responderme, como buena profesora que eres:
Pero entonces no me quedaría más remedio que decir en voz casi alta junto a tu orejita, tan bien formada para escuchar lo que deseaba escuchar:
Sé demasiado bien que me comporté como un salvaje bajo el disfraz de un hombre civilizado y reconozco que quise violentar tu voluntad todavía no decidida, y quizás indecidible. No hay excusa ni perdón.
Me propuse que tú debías saber que el amor no es una cosa como las que se suceden en la inercia vacía de nuestros días sin profundidad y nuestras noches sin esperanza de algo nuevo.
Un hombre de verdad es terciopelo y martillo como una mujer de verdad es seda y espino, y los dos juntos, siempre y necesariamente, rosa y rosal todo en uno.
Pero hemos acabado, o acabaremos por ser ya muy pronto, cada uno por separado, tú ya con 41 años recién cumplidos, y yo con 49 años, una combinación gaseosa e ignífuga de malhumores mutuos en diferido, quizás no tan desgraciada como la que evoca la mejor canción de Mecano, la que para mí lo fue desde que la escuché por primera vez una madrugada en 1984 a los dieciséis años:
Y finalmente sólo nos queda el autoengaño y la insinceridad con nosotros mismos, como si después de perder la sazón ningún fruto pudiera madurar sin vestigio de la podredumbre que lo ha hecho fructificar:
Pero ni el primer frío de la primera vejez del cuerpo puede privarnos de esa vibración interior que nos sugiere toda primavera recién estrenada, cuando era el momento de salir a la pista de baile aquellas primeras noches de calor todavía tibio y tararear con pasión adolescente en coro caótico:
Puede que no entendiéramos «el destino» de la misma manera, lo que secretamente siempre acaba por distorsionar la comprensión entre un hombre y una mujer, pues uno va por delante del otro y ninguno quiere aceptar que él era el que evolucionaba en la procrastinación defensiva o pusilánime de su afecto, cuando el otro ya lo había consumado y sólo esperaba el reconocimiento del hecho:
¿Ves cómo la música puede expresar una extrañísima verdad biográfica, para nosotros demasiado ocultada y a la vez demasado vulgar, cuando se sabe escuchar?