Debo decir que no conozco personalmente a ese tal F…, pero algunas noticias, quizás de no demasiada credibilidad, me han llegado de él, y tengo que confesar que me he sonrojado, y no porque un tío posmoderno ande como si tal cosa por la calle, despreocupado por completo del qué dirán sus congéneres menos atrevidos. No estoy tan seguro de no conocerlo. ¿Es quizás mi “alter ego” más enojoso y ofuscador? ¿La sombra que acompaña la evacuación de todos mis humores cerebrales?
Estaba sentado en una terraza de verano leyendo el periódico una mañana, cuando dos tipos, de aspecto tan normal que podía juzgarse casi sospechoso, parecían encontrarse en amable charla, descuidados de su entorno más cercano. Precisamente era de ese entorno de cálida morbidez y prieta carne tremolante del que me estaba ocupando yo a través de mis estratégicas gafas negras. No prestaba demasiada atención al convivial coloquio que mantenían mis vecinos de mesa, a despecho de mis costumbres más arraigadas.
De repente oí algo así como la expresión “materialismo histórico”, pero pensé que eran sólo imaginaciones mías, alucinaciones auditivas producto del insomnio, después de una larga madrugada mal empleada viendo una película italiana sobre el Risorgimento, con mi querido Marcello Mastroianni como protagonista de la traición al movimiento carbonario. Seguí sin prestar atención hasta que por segunda vez escuché otro pavoroso “mot clé”, tan inesperado como un aguijonazo: uno de esos individuos, sin duda descontextualizando de mala gana sus palabras, se refería ahora a alguien llamado Marx. Gracias a Dios que no había nadie más para escucharlo a nuestro alrededor, porque de lo contrario hubiera sido una terrible desgracia para todos nosotros.
Aquellos individuos no tenían por qué contar con mi aviesa complicidad y, sin embargo, seguían hablando de ello como si nadie pudiera entenderles, como si fuesen dueños de un código privado, y sobre todo, como si yo sólo fuera lo que parecía ser: un transeúnte sentado ante una mesa, con un periódico cubriéndole la cara, anónimo y casual. Por lo poco que pude entender, uno de estos dos tipos estaba por completo decidido a hacerse marxista, de la noche a la mañana, aunque no se encontraba definido respecto a qué corriente sería mejor abrazar. El interlocutor había entrado al trapo con energía, y seguramente conocía el carácter poco atemperado de su compañero, por lo que, oponiendo obstáculos razonables a su reciente vocación materialista, le ofrecía opciones y alternativas dentro del rico panorama que presentaba la guía turístico-filosófica occidental.
El individuo marxista se sentía particularmente inclinado por la ortodoxia luckasiana, que, según él, era la que esa mañana, durante el desayuno, mejor congeniaba con su estado de humor, si bien no le haría ascos a un suave blanqueado neogramsciano. El otro tipo trataba de hacerle comprender que el hegelianismo empezaba a estar muy mal visto, sobre todo por los antiguos hegelianos, quienes, desde hacía algún tiempo, encontraban más correcto emplear una terminología que casi podía pasar por kantiana. De hecho, esta última resultaba más higiénica en los medios de comunicación y comprometía menos en las entrevistas: las condiciones de posibilidad estaban mejor consideradas que las mediaciones dialécticas en las tertulias radiofónicas, en especial, si se estaba dispuesto a citar a Habermas.
Pero el individuo marxista replicaba que no se sentía cómodo con el análisis decimonónico de las superestructuras, después de haber leído en revistas feministas que la dietética es más importante que la ética y la estética juntas. Además, estaba el tema de los salarios, aunque a ellos no les afectaba, porque no trabajaban ni tenían intención de hacerlo: su condición de funcionarios del Estado se traslucía hasta en el ejercicio del cinismo inconsciente de sí mismo.
Fue en ese momento cuando replegué mi periódico y sentí la incontenible necesidad de intervenir para poner en claro las cosas. Así que me levanté de mi asiento y me dirigí cortésmente a mis vecinos, que ahora guardaban silencio, observando sus cañas de abominable cerveza, dándoles vueltas con desgana fingida sobre la mesa, en la que ya aparecían hartos posavasos.
En primer lugar, me molestaba que alguien pudiera hacerse marxista de este modo espontáneo e irreflexivo: a mí me había costado al menos una semana decidir lo mismo, y eso después de leer pacientemente las facturas de teléfono de mi mujer y mis hijos. En segundo lugar, ya era demasiado aguantar que estos adultos pueriles no tan jovencitos se tomaran tan a la ligera algo que a mí particularmente me preocupaba, peor aún, me congestionaba hasta el punto de producirme erupciones parecidas al herpes: ¿por qué los marxistas son siempre, casi sin excepción, pequeño-burgueses venidos a menos, como yo? No basta una fotografía del abuelo militar, ni un mobiliario decadente, ni una pequeña propiedad, ni el recuerdo infatigable de una posición más próspera, nada de eso justifica la insensata lectura extra-académica del judío renano. Y sin embargo, ahí los tenía a esos vanilocuos, jugando al juego del Trivial Marxismus como si los salarios de hoy legitimaran las miserias de siempre.
Decididamente, debía poner las cosas en orden. Para empezar, les dije, con total confianza en mí mismo, pues no obstante había sido militante comunista en mi juventud y sabía reconvenir a los oyentes con el adecuado tono autoritario y cortante: “La lucha del proletariado es una e indivisible, como la Santísima Trinidad, y nadie puede dudar que hoy el proletariado está tan abatido a causa de la falta de una adecuada dirección política de sus asuntos. Porque, a ver, ustedes que no trabajan…” -insistí- “…¿qué pueden saber de la plusvalía y de los costes comparativos, por ejemplo?, ¿qué pueden decirme acerca de la división internacional del trabajo?”. Y añadí, con inhabitual cortesía: “No se lo planteo para echarles a perder esta hermosa mañana de sol”. El individuo recién marxista hizo un mohín de desgana, y aunque intentaba replicarme, yo no lo dejé, pero él seguía cabeceando de un lado para otro como si así creyera que podría contenerme.
No, desde luego que no, bueno sería yo si permitiese que esos niñatos vinieran ahora con la cantilena lúdica para divertirse a costa de los desgraciados trabajadores que aún quedamos. “Conque a ver si nos entendemos de una vez: les he oído referirse a las superestructuras con cierto desdén, como si pensaran que las condiciones de la praxis (permítanme el uso de esta reconocida entelequia gramsciana) se encuentran en algún espacio ideal y desconocido sobre el que sólo se pudiera especular de un modo ajeno, impersonal y meramente reflexivo, pero se equivocan, porque nosotros, amigos míos, en tanto que trabajadores libres, por ese solo hecho, ya nos encontramos intrínsecamente determinados como soportes históricos de relaciones sociales que, por ellas mismas, nos constituyen en cuanto objetos de la susodicha praxis y esto es anterior a cualquier otra especulación. Ustedes, indudablemente, ignoran o pretenden ignorar, el supuesto previo de toda actividad humana: el hecho innegable de que siempre es producida o reproducida, si somos exactos y por mor de la claridad”.
Me vi obligado a continuar siempre en el mismo tono de reproche: “Desde luego, no quiero citar a Feuerbach, a quien, pese a lo que digan tantos althusserianos renegados, nuestro común maestro debe mucho, pero sí que al menos deseo recordarles que el hombre, sólo a través de la totalidad de la experiencia humana, es hombre, y no como mera conciencia reflexiva abocada a la realización de un aberrante espíritu absoluto, pues efectivamente la praxis es la condición condicionada históricamente del ser del hombre como producto no de los momento parciales del espíritu, sino de las realizaciones y proyectos concretos de su existencia histórica”.
Para terminar tuve que citar fuentes inconfesables, pero sentí que era necesario vencer, pues también por mi sangre corren la igualdad y la justicia, y entonces les apostrofé con mi mejor voz de barítono, con énfasis apodíctico, asambleario: “No voy a recaer en la trampa del existencialismo humanista, que tanto daño ha hecho a la conciencia obrera desde hace cincuenta años, pero deben comprender, amigos míos, que aún hoy debemos estar alerta y no dejarnos persuadir por la objetividad cosificada de las relaciones sociales, tal como están dadas en este momento particular, aunque sea el nuestro y el único quizás cognoscible para nosotros”.
Entretanto, mis interlocutores enmudecían al comprobar lo enjundioso que podía llegar a ser uno cuando la Razón Universal del Movimiento Histórico está siempre de su parte y le asiste dócilmente, reverberando a su alrededor, el aura infalible de los buenos argumentos del socialismo científico. Aunque el individuo marxista empezara a mirar minuciosamente su reloj y ya no levantara la vista para mirarme, sé que todos estábamos de acuerdo en lo importante.