(Texto en colaboración con Mateo ROS, alumno de Primero de ESO)

Nací el 5 de enero de 1938. Es una fecha como cualquier otra, víspera de Reyes. Mi padre era un príncipe exiliado, sin corona. Mi país, una inmensa pira funeraria. Crecí en los patios y jardines descuidados de una vieja casa señorial, realquilada a una familia de la más antigua nobleza portuguesa. Mis años de estudio fueron parcos en aprendizajes. Tampoco fui un alumno al que recomendaran como modelo mis preceptores. Me tacharon de torpe y lento. No destacaba en nada, el latín de los curas me aburría y no comprendía el sentido de las lecciones de Historia. Un remoto antepasado mío murió guillotinado y nunca me preocupé de preguntar por qué.
Vivía rodeado de un entorno de hombres de mundo venidos a menos, amargados desde su juventud. Poco podían transmitirme, salvo su gesto de negación de la realidad y su frívola alegría fingida. Nadie se ocupó de mí, desde que mi hermano fue designado como legítimo heredero del trono y se separó de mí ya en la temprana adolescencia. A diferencia de él, me dejaron elegir mi destino, quizás porque mi padre pensaba que ya no tenía por qué preocuparse por mi porvenir.
Dado que no me gustaban la caza ni los juegos de cartas y las novenas y los rosarios me resultaban odiosos, para huir del ambiente familiar me solía encerrar en la biblioteca y allí pasaba largas horas entre enciclopedias ilustradas y diccionarios de diversas lenguas, que hojeaba por puro aburrimiento, pero que poco a poco se convirtieron en mi única compañía. Me hice bibliotecario, por indefinición de toda vocación positiva, pese a que en el fondo aborrecía la lectura. No obstante, me consagraba, con todo el esmero de que me sentía capaz, al cuidado, al orden y a la clasificación de libros de todas las formas, tamaños y épocas, enclaustrado cinco días por semana en el recinto de una espaciosa sala subterránea, dependiente de una facultad de letras.
El año en que mi hermano subió al trono, solicité destino en la capital del Estado y, por deferencia a mi origen y parentesco, el Ministerio de que dependía me favoreció para que pasara a realizar mis servicios en la sección de cartografía antigua de la Biblioteca Nacional. Viví algunos años en un piso de soltero, sin más relaciones que las obligadas por las condiciones del desempeño de mi trabajo. De la ciudad nada me atraía y mi salario mediocre apenas si me permitía algún lujo en medio de la vorágine especulativa en que se convirtió aquella sociedad mesetaria. Él, desde su ascenso, se había granjeado enemigos con su empeño en modernizar el país y descentralizar el poder. Sus reformas agrarias amenazaban los privilegios de la aristocracia terrateniente, mientras que su intención de diversificar la economía perjudicaba a la oligarquía industrial que se enriquecía con el monopolio del mercado interno. Pronto comenzaron a gestarse complots en los cuarteles y conspiraciones en los salones de la capital.
El descontento cundía entre quienes veían peligrar sus prebendas. Debo admitir que no era el soberano intachable que aparentaba. Recientemente encontré documentos que revelaban turbias transacciones económicas y contratos adjudicados a dedo a empresarios a cambio de elevadas contraprestaciones. Asimismo, una conversación que delataba la promesa de un jugoso acuerdo a un magnate a cambio de financiación para sus intereses privados. Más allá de eso, sus juergas se convertían en orgías regadas de sustancias ilegales, mientras sus deslices extramatrimoniales eran la comidilla de la corte. Pese al carisma público, el auténtico monarca poco tenía que ver con el estadista virtuoso que aparentaba. Era un déspota ávido de placeres, dispuesto a sacrificar cualquier cosa con tal de satisfacer sus bajos instintos.
Pero hace más de un mes mi hermano murió, bajo circunstancias difusas que despertaron más de una suspicacia. Durante su vida, topé con un escrito donde dejaba entrever sus planes para encabezar ciertas reformas de envergadura que, según mis conjeturas, habrían desagradado a algunos sectores renuentes al cambio. Más revelador aún resultó hallar correspondencia secreta suya con determinados oficiales militares, donde se sugería la posible coordinación de acciones disruptivas tendentes a contrarrestar la inercia de grupos de presión asentados. Tales revelaciones insinuaban el enconado recelo que su liderazgo provocaba en no pocos círculos conservadores.
Bien es sabido que desde su más tierna infancia al nacer unos minutos antes que yo mi hermano siempre quiso ser el favorito (de hecho lo fue), y debido a los malos hábitos de niño mal criado y su inherente soberbia me hizo la vida imposible desde que tengo uso de razón, nunca aceptó el tener un hermano gemelo y fui relegado a un segundo termino. Hago este pequeño inciso para que el lector entienda cómo se germinó su carácter prepotente, tirano y soberbio. Esto le ganó a lo largo de su vida amistades insanas basadas en el temor que reflejaba su carácter.
Fue en los años de la muerte del caudillo y durante los primeros pasos de la ansiada democracia, cuándo mi hermano empezó a vislumbrar la posibilidad de hacerse con el mandato absoluto de la nación, sus referencias a ese antepasado atávico de nuestra estirpe que murió guillotinado y del que nunca me pregunté por qué eran cada vez más obsesivas y sus elucubraciones de lo más surrealistas. Empezó a denominarse así mismo como el nuevo autócrata de la Europa moderna. Sus excentricidades se hicieron patentes, y paseaba por los corredores de palacio recitando discursos a viva voz como el salvador del país y por ende del continente Europeo. Nadie en su sano juicio se le podía acercar ni contradecir en esos momentos de lucidez oratoria, vociferaba canciones por todas las salas portando en su mano izquierda el bastón de ébano y cabeza de león de nuestro abuelo. En su descenso mental iba dejando notas y diatribas que reafirmaban su gloria.
No parece aventurado presumir, ante tales indicios, que manos muy interesadas en impedir el rumbo emprendido por mi pariente cercenaran su vida, asestándole el golpe mortal en un momento de especial vulnerabilidad. Tras el éxito, este nuevo mandato político estableció nuevas reglas en el juego de poder. Aun cuando las evidencias apuntan a un desenlace fruto de la conspiración, me abstengo de señalamientos apresurados. Corresponde a las instancias competentes esclarecer los hechos con objetividad y, en su caso, aplicar el peso de la ley. Por mi parte, solo me queda el deber de la memoria para alguien que me eclipsó, que me escondió en vida a la imagen ajena, y que incluso en muerte, siguió ocultándome.
Pues esa misma noche me vistieron de Capitán General de los Ejércitos y leí ante las cámaras una alocución, lleno de incertidumbre y angustia, que apenas si se traslucía en mi rostro petrificado. Fui recluido en una cripta del palacio real, donde un estricto equipo de expertos a servicio de la corte se hizo cargo de mi metamorfosis. Durante jornadas que se me antojaron eternas, me sometieron a un riguroso programa de adiestramiento físico y psicológico. En los días siguientes me hicieron aprender de memoria todos los giros expresivos e idiotismos del anterior Jefe del Estado, me enseñaron a imitar todos sus gestos y poco a poco adquirí con gran dificultad sus hábitos cotidianos, me acomodé a sus aficiones, venciendo toda mi repugnancia.
Cada músculo fue moldeado mediante agotadoras rutinas de ejercicios. Igualmente, mi cerebro fue programado durante horas para absorber los más ínfimos detalles de su forma de ser, desde sus expresiones corporales hasta sus manías al hablar. Paralelamente, un equipo de reputados maquillistas y peluqueros se encargó de modificar hasta los últimos matices de mi apariencia para igualarla a la suya. Mi rostro, mis facciones, mi voz, mi forma de caminar… absolutamente todo en mí fue remodelado a su imagen y semejanza. Finalmente, tras meses de duros preparativos en las sombras, llegó el momento crucial. Con mi nueva identidad perfectamente asumida, salí a la luz pública para dirigir un discurso televisado a la nación. Con aplomo, anuncié el fin del golpe y la restauración del orden constitucional.
A partir de entonces, inicié mi papel como fiel sustituto. Con el tiempo, la máscara terminó por fundirse con mi propio rostro, hasta el punto en que ya no distinguía dónde terminaba la ficción y empezaba la realidad. Me había convertido en un forastero para mí mismo.
Tenía la manía de establecer un diálogo imaginario con mi difunto hermano cada vez que me disponía a asumir públicamente su identidad. ¿Por qué no? La gente lo hace cuando visita los sepulcros de sus difuntos amados, pero yo lo hacía de otra forma. Minutos antes de comparecer ante la nación, solía recluirme en la soledad del cuarto de baño real y, tras enfundarme en su atuendo, escrutaba largamente mi reflejo en el espejo.
Bajo el cristal, no veía mi propia imagen, sino la de aquel que un día ocupó mi lugar. Entonces iniciaba una coloquio silencioso, donde le pedía consejo sobre los asuntos más acuciantes del reino y la forma de afrontar la ingente carga que sobre mis hombros pesaba. Le confesaba mis dudas e inseguridades, escudriñando en su memoria la templanza que a mí me faltaba. Su figura secular me intercambiaba una mirada serena que contenía la experiencia adquirida a lo largo de sus años de gobierno. Imaginaba sus palabras reconfortantes, alentándome a cumplir con dignidad la función que el destino me había encomendado de forma tan abrupta.
Sin su sombra protectora invocada en lo íntimo, bien sé que habría sucumbido hacía tiempo bajo el miedo. A menudo estas charlas se tornaban agrias discusiones. Con frecuencia le cuestionaba acerca de los oscuros sucesos que le arrebataron la vida, transmitiéndole mi frustración por no haber estado a su lado para protegerle.
—¿Cómo pudiste dejarte sorprender de esa forma?—le espetaba con amargura. —Si al menos me hubieras puesto al corriente de tus planes, tal vez las cosas habrían sido diferentes.
No comprendo cómo no previste la reacción que tus acciones despertarían entre ciertos círculos. ¡Podría haberte salvado si me hubieras incluido en tu confianza!
Su imagen permanecía retraída, no aportaba respuestas a mis recriminaciones. Únicamente podía imaginar la expresión de pesar que habría aflorado en su rostro, entendiendo a la perfección el dolor que me embargaba.
Este ritual de reproches diarios terminó convirtiéndose en una válvula de escape necesaria para canalizar mi sentimiento de culpa y desazón. A través de él, lograba exteriorizar mi amargura, proyectándola en una figura ausente incapaz ya de responder. En su lugar, moldeaba sus respuestas y me imaginaba como se ponía en de acuerdo conmigo, siendo yo como un titiritero que usa su marioneta para consolar su propia consciencia. Llegué a plantearme, durante breves intervalos, que realmente su alma me hablaba a través del vidrio.
Lo que en un inicio fue un mero recurso para sostener la ficción de mi papel, terminó por infiltrarse de forma insidiosa en los resquicios más recónditos de la cotidianidad. Su imagen acabó personificándose en mi propio temperamento como un ente independiente capaz de influir sobre mi voluntad. Hubo un tiempo en el que la soledad de mis aposentos podía permitirme cierta naturalidad, mientras en la corte sentía cómo su reflejo acaparaba mi control de un modo casi sobrenatural. Dependía tanto de su recuerdo en vida que, una vez fuera de este mundo, busqué desesperadamente resucitar la ilusión de su tutela evocándole a diario. Esta inconsistencia terminó por desestabilizarme. Fuera del escenario público ya no podía desprenderme de la máscara, pues mi propia personalidad había terminado por diluirse en la suya. Pronto poseyó mi intimidad, ya que me ataviaba con sus prendas incluso para dormir para creerle aún presente.
Agobiado por la culpa y la soledad, me aferré a la vana ilusión de su compañía como único bálsamo. Me sentía irresistiblemente atraído hacia la transgresión de las leyes divinas y humanas, como si su influjo me incitara a mancillar su memoria con actos de degradación moral. Quería hundirme en los más bajos instintos, corrompiéndome en cuerpo y alma para complacer su siniestra voluntad más allá de la muerte. Al ver objetos afilados; cuerdas, o altos desfiladeros, sentía la tentación de acabar con mi vida consciente para fundirme definitivamente en la esencia de mi hermano. ¿No había sido yo siempre una extensión de su persona oscura? Sentía arrebatos que me disociaban, que hacían que me perdiera en las visiones de las ramas mecidas por la brisa vistas desde el patio central; o del ruiseñor agitando las alas para despojarse de las gotas de lluvia.
Llegué a una conclusión al rememorar su repugnante fobia a la muerte y sus delirantes teorías sobre la posibilidad de prolongar su existencia a través de un cuerpo gemelo. Fui concebido para cumplir ese objetivo, sin ser consciente del terrible destino que me aguardaba. Me lo reveló durante una de mis conversaciones mediante el espejo:
— Escúchame, por favor— dije, mirándome fijamente a los ojos.
—Ya estoy cansado de esto— dice.
Me acusa de cosas que no haría, de intenciones que no tengo. La presión se acumula.
—No entiendes lo que pasé— repliqué.
—Claro que lo hago — insiste —, pero tú nunca escuchas.
—Ya basta, tu no eres Juan Carlos.
Al instante, la verdad se desmorona como un castillo de naipes. No hay nadie al otro lado, sólo yo. La ira me consume. Golpeo el cristal. Un crujido, trozos se desprenden, las esquirlas caen al suelo; mi mano sangra.
Torre del Mar, Málaga, julio de 2024