EL PECADO SEGÚN MI LECTURA (2024)

(Relato en colaboración con Mateo Ros,

alumno de Primero de ESO)

                                         

                              

Me llamo Matthew Rossweiger y os voy a contar una historia que seguro que os va a fascinar. La historia de cómo llegué a convertirme en lo que soy a causa de la falta de higiene bucal.

El hombre lee y escribe desde hace apenas tres mil años. La lengua hablada se tradujo a símbolos. Pictogramas, ideogramas, letras que representaban sonidos. Yo pertenezco a una cultura en la que las palabras se representaban con los sonidos que las letras transcriben. Nuestro Dios era un Dios del Alfabeto. Nadie podía comunicarse con Él si no mediante la simbolización de su discurso en la forma del alfabeto. La lectura en caracteres del alfabeto romano determinó el curso de nuestra civilización. Dios nos habló en la lengua sagrada transcrita en caracteres romanos. Todo lo romano impregnó su esencia divina, porque durante mucho tiempo nadie pudo comunicarse con Dios salvo a través de la lengua latina. Nadie que no conociera la lengua latina conocía los secretos de Dios.

Luego, algunos afirmaron que Dios se comunicaba con cualquiera en su lengua vernácula. Y que los textos sagrados que expresaban su palabra eran accesibles a todos, sin distinción, en su propia lengua materna. Cualquiera podía entender por fin el mensaje de Dios sin saber la lengua latina, en cuyos caracteres y vocabulario se cifró por primera vez el anuncio de la Salvación.

Nosotros, los pecadores, los lectores de obras impías, sentimos el regocijo de la liberación.

Dado que todos estamos condenados, nada importaba. Si el número de los elegidos está predeterminado desde el primer instante de la Creación, nada podemos hacer. Saber quiénes son los elegidos es nuestro verdadero problema. Nadie sabe hacia quién se inclina la Gracia. Todos somos igualmente pecadores ya condenados. No podemos conocer quiénes son sus elegidos, los hijos predilectos del Salvador. No hay pruebas que demuestren su decisión de salvar a unos y condenar a otros. Pero cada uno sabe leer, tiene su Sagrada Palabra y puede entenderla. Yo la entendí. Y las obras del hombre en este mundo corrompido no significan nada.

Y la entendí porque podía entenderla. Un código secreto entre los autores profanos de vanas ficciones me condujo hasta la verdadera interpretación de la Sagrada Palabra. Las obras profanas que yo elegí me eligieron a mí para ser el intérprete de mi propia salvación. No le debo a nadie mi salvación.

En la soledad más absoluta que podáis imaginaros, aislado de todo contacto humano, recluido durante largos días en el encierro de una pequeña biblioteca de la que me sentía dueño absoluto, sin perro al que alimentar, deseaba con todas mis fuerzas salir al mundo abierto. Decían que el mar brillaba plateado en las horas de más calor de los días despejados. Yo no podía verlo, estaba siempre encerrado entre las cuatro paredes de mi pequeña biblioteca, que atesoraba las obras magnas en que la Humanidad había intentado expresar su confusión sobre la multitud de dioses y demonios que la aterraba.

Es cierto que yo soy culpable. Es cierto que me vi obligado a cometer actos contra la naturaleza y contra Dios y contra las leyes de los hombres. No quiero declararme inocente. Pero tampoco acepto un veredicto de culpabilidad. Tenéis que escuchar toda mi historia para llegar a entender cómo un simple lector de obras de ficción puede convertirse en un criminal sin conciencia, como pensáis que soy yo.

Pero afirmo que tengo conciencia y mi moral es intachable. Todos los actos que se me atribuyen son verdaderos. Yo soy su autor y nadie más es cómplice de estas aberraciones. Mis padres contribuyeron sin duda a mi formación, permitiéndome acceder a las lecturas que luego inspirarían lo que este tribunal considera delirios criminales. Pero ellos no son culpables. Yo elegí voluntariamente el camino de mi destrucción.

A mis trece años nadie podía prever lo que luego llegaría a suceder. Nadie es libre de elegir a sus héroes. Otros chicos de mi edad decoraban sus dormitorios con pósters de mujeres semidesnudas o con grandes fotografías de los grupos musicales que escuchaban o con la imagen de futbolistas en los que desearían llegar a convertirse. Yo era libre de tales prejuicios de un vulgo adolescente del que me separaba todo. Había logrado conseguir en una librería de saldo una copia del póster publicitario que anunciaba en la época de su estreno la película “Psicosis”. El rostro de Norman Bates, interpretado por un Anthony Perkins inspiradísimo, presidía como ídolo de un culto secreto mis nocturnos rituales de escritura, colocado delante del escritorio en el que con mi ordenador portátil pasaba largas horas emulando a mis maestros, acumulando páginas y páginas de soliloquios en forma de sueños, delirios y demencias, que tanto contribuían a apaciguar mi soledad, tan metálica y sólida como el casco de acero de un buque de guerra. Sólo que yo no navegaba, ningún viento de inspiración movía el inerte teclado del portátil con el que luchaba por encontrar la palabra justa.

Ni tenía amigos ni amigas. No salía casi nunca. Estaba aislado por completo del mundo. Me había acostumbrado a identificar y clasificar a los pocos seres humanos con los que podía encontrarme según el único criterio con el que me sentía capaz de validar su humanidad: el estado de su dentadura. Para eso necesitaba provocarles la risa. De esa manera, sin casi darme cuenta, tuve que volverme sociable, risueño e incluso llegué a ser capaz de contar chistes con la única finalidad de comprobar cómo, al abrirse la boca de mis interlocutores, podía disponer de una oportunidad mínima de observar el estado externo de su dentición.

Lo peor de todo fue cuando llegó el momento de mi pubertad. Todos los chicos a mi alrededor, brutos y pendencieros, buscaban chicas a las que invitar a salir de baile y cosas así. Todo era un verdadero caos, nadie parecía tener claros los criterios selectivos del emparejamiento. Gracias a mis lecturas y a mis maestros, yo sabía muy bien qué era lo que debía hacer. En el centro escolar en el que estaba recluido, la mayor parte del alumnado consumía ingentes cantidades de azúcares nocivos para la conservación de un buen estado de la dentición. Y, además, yo sabía que no dedicaban el tiempo suficiente a las prácticas regulares de una higiene bucal adecuada. Ni siquiera dedicaban el tiempo necesario a las tareas escolares cuyo cumplimiento escrupuloso tanto me obsesionaba a mí.

Yo dedicaba todo mi tiempo a perfeccionar mi escritura. Ya había escrito varios cuentos. Creo que eran historias bien contadas, casi perfectas. Pero sentía oscuramente que me faltaba siempre algo. Quizás el hecho de que todos mis personajes fueran hombres y ninguna mujer apareciera en mis historias podría considerarse un defecto. Inventé algunas historias con heroínas femeninas, pero no funcionaban. No sabía cómo caracterizar el personaje de una mujer. Fue entonces cuando por casualidad escuché en Youtube dos canciones de una música repugnante llamada «metal» o algo así. La banda que las interpretaba se llamaba «Rammstein» y sus canciones, «Das Modell» y «Stripped», me resultaron muy sugerentes. De las letras de esas canciones se desprende de una manera muy clara que la mujer es un ser demoníaco, destructivo. La desnudez y la belleza de una mujer son fuentes inequívocas del mal, una añagaza para destruir la Creación, a través del pecado de la lujuria. Y yo sabía que la lujuria se anunciaba a través de la boca.

Y yo sabía, según mis lecturas, que las mujeres de dientes cariados eran el signo del mal. Pude establecer rápidamente la correlación lógica. Probablemente hay algún pasaje en la obra de Lovecraft en el que el mal está designado por el reconocimiento de los dientes cariados. Puede que sea un pasaje apócrifo. Pero de lo que sí estoy seguro es de la condena de la lujuria en la «Divina Comedia» de Dante. Y en la Edad Media la caries y todas las enfermedades dentales debían de ser una muy común causa de trasmisión de microbios. Los hombres besan bocas de mujeres con dientes cariados, y lo consideran normal, compartir esa pestilencia es el signo con el que reconocen lo que ellos llaman “amor”. Y las mujeres, creo que eran incluso todavía menos escrupulosas y exigentes. No les importa succionar saliva destilada entre dientes enfermos. No hay peor sensación para un hombre que verse obligado a sorber de boca de una mujer esta ambrosía endemoniada, origen de todos los pecados.

En los registros policiales se encontrarán bien documentadas mis acciones, confesadas abiertamente por mí mismo.

Mi primera víctima, Rose Mary Martins, era una compañera de clase. Chillona, vulgar, agresiva, una morena alta y delgada de dentadura perfecta pero inclinada a expeler groserías insoportables en una jerga inaceptable por su boca. Mi primera víctima no seguiría el patrón que los investigadores creen haber encontrado en las siguientes. Ésta murió porque su vocabulario era inapropiado. Las demás, sí, las demás, realmente no sé cómo decirlo, mostraban tal desdén hacia las normas de la higiene bucal que no podía controlar mis instintos cuando las veía abrir la boca. Rose Mary murió asfixiada cuando yo la obligué a comer decenas de páginas arrancadas de un diccionario. Dado que me consideraba ante todo un hombre de letras, no podía admitir tales ofensas a mi amada lengua. Mi primer asesinato fue sin duda el más perfecto, el que mejor se adapta a mis exigencias de perfección.

Las demás, por así decir, se siguieron de forma lógica. Porque si una boca está podrida de microorganismos sólo puede emitir mensajes igualmente podridos. Me volví materialista. En mi primer experimento, se me podría juzgar todavía como un joven idealista, pues daba más importancia al sentido y la intención de las palabras que a los órganos bucales que las contaminan.

Una de ellas, la recuerdo bien por un detalle lacerante, creo que fue la segunda víctima, Julie Barret, mascaba chicles de menta sin parar, incluso masticaba los repugnantes trozos de hamburguesa mientras tenía un chicle en la boca. Y al mismo tiempo podía sorber con una pajita un zumo vil de cafeína saturada de azúcar que llaman “Coca Cola”. A ésta le di el castigo que se correspondía con sus aficiones: mientras intentaba masticar una masa enorme y gomosa de chicles de menta, tras apretarle una cuerda en el cuello, le vertí en el gaznate lata tras lata varios litros de la inmunda “Coca Cola”, hasta el punto en el que al vomitar se le desgarró el esófago y debió de morir de hemorragia interna o tal vez de asfixia.

No es necesario buscar justificaciones adicionales más allá de reconocer que Edgar Allan Poe, con una proverbial agudeza moral y estético-simbólica, captó de manera sublime la inextricable relación entre la pureza ética y la higiene dental en su cuento “Berenice”. Luego, caballeros, recuerdo haber actuado con cautela. Mi proceder fue deliberadamente discreto, enmascarando mis verdaderas intenciones bajo la mortaja. Sabía que requería de un entorno de clandestinidad; de ninguna mirada externa, pues el éxito de mi empresa solo dependía de la más estricta reserva. Trabajaba en la negrura, consciente de que el conocimiento prematuro de mis actos habría generado pavor entre aquellos que no pueden soportar los extremos de la naturaleza humana, ya sea en forma de la violencia física de una ejecución, o mediante la devastación de un castigo moral irrevocable. 

Al citar este sacrificio, que conservo con una especie de nostalgia por haberlo consumado de manera tan impecable, siento una fascinación profunda y morbosa. Es una sensación difícil de describir, un escalofrío de placer. Los detalles me asaltan con una nitidez perturbadora: la tensión en el ambiente, la quietud expectante, el roce metálico del instrumento entre mis dedos, cargado con la precisión del gesto final. Puedo casi oler el aroma perfumado de la habitación, impregnado de una mezcla de sudor frío y una humedad amarga que se quedó atrapada en mis fosas nasales. Anne Bellevue, esa muchacha que se vendía como una ramera a las manos de los jóvenes. 

Un zumbido detestable me estruja los tímpanos cada vez que recuerdo pasar por los baños públicos de la academia. Allí me encontraba con ella. Su cabello castaño con mechones dorados, caía en rizos desordenados, característicos de una fecha acosada por la exageración. Su figura parecía magnetizar a los muchachos, que establecían encuentros sexuales en tales zonas discretas. A la mañana siguiente preparé un docenas de tubos de dentífrico, los revolví en una mochila y me preparé. Su boca estaba envenenada por múltiples babas, todas mezcladas en un vórtice de promiscuidades.

 (…)                                                                                                                                                         Me esperé a que el mozo terminase de fornicar, solo para presentarme como un voluntario. Aproveché para sacar una cuerda y atarla a un estrecho cubículo del servicio, donde los azulejos blancos reflejaban la luz del fluorescente. Aseguraba sus muñecas al tubo oxidado del radiador que corría por la pared trasera del servicio. Su mente enfermiza admitió esto como “un ritual masoquista”, idea que me facilitó el trabajo. Le aseveré que cerrara los párpados y abriera los labios de par en par. Ahí vacié tubo y tubo de dentífrico, exprimiendo hasta la última gota de pasta. Su cuerpo se convulsionaba pero no tenía a donde ir. Si por todos los medios consiguiera escapar, quedaría traumatizada y no volvería a venderse. Pero no eran esas mis intenciones. La crema se mezcló con su saliva, y empezó a producir una espuma miserable que le corría por el cuello. Terminó intoxicada por fluoruro entre vómitos blancos y dolores de cabeza. La acumulación bloqueó sus vías respiratorias y abrasó sus tejidos y órganos hasta el punto de marcar quemaduras.    Lo descubrí cuando dejó de moverse y sus gritos se vieron eclipsados por la mezcla, cuando su rostro se tornó verdoso y sus venas manifestaron relieve.

La necesidad de huellas era necesaria para caracterizar mi propio modus operandi. Al menos antes de cambiarlo, solo para desconcertar más a las autoridades. Mi estela por el baño incluía 20 frascos de pasta, espachurrados y dispersos bajo los pies de un cadáver adherido a la pared.

Catherine O’Neil tenía una sonrisa igual de perfecta, pero le faltaba algo: No debía de ser tan fácil de comprobar sus dientes, no debía de ser tan pública. Su tendencia obsesiva con mantener una auto-imagen pulcra fue su misma perdición. Pasaba horas enteras posando para lo que los jóvenes conocen como “Selfies”, y esto no revelaba más que una inseguridad latente que esperaba ser eclipsada por los comentarios ajenos. Mantenía una dieta equilibrada con sutiles deslices azucarados. Esos “Selfies” también servían como un ritual de apareamiento estéril, motivado por el placer. Tenía una melena pelirroja y ondulada, algo desordenada pero elegante. Su rostro de ojos verdes eran el signo de una perfección casi artificial, con con mejillas de abundantes pecas. La busqué por todos los rincones de la academia pero se mostraba ausente, solo para descubrir que había enfermado. Me vi beneficiado por su calamidad, era el momento propicio para matar su pecado. Obtuve su dirección y coordenadas por parte de una de sus amigas, y me dirigí a un alquiler en lo alto del barrio. Mientras tanto, no pude evitar pensar en aquel protagonista de “Confesiones de un pecador justificado”, de James Hogg, Robert Wrinhim, cuyo propósito había sido etiquetado de “malo” a pesar de ser comparable con el mío.

Las vías municipales de esa área estaban divididas en grises sectores industriales, donde los pobres mendigaban sustento. El conserje del edificio le comunicó que tenía visita, a pesar de que no me había visto nunca. Cuando me presenté tácito en su habitación, empezó a gritarme interrogantes.Yo deambulaba entre sus muebles. Desabroché una bolsa llena de alimentos, que le suministré a la fuerza. Padecía de una gripe, y quise acabar pronto para que no me contagiara sus gérmenes. Trozos de hamburguesas, fragmentos de varas de mantequilla, de repostería procesada etc… Cuando se negó a abrir la boca, me abalancé sobre su cuerpo contra el sofá, llenándole la boca con lo primero que encontraba en la nevera. Sus labios se volvieron aceitosos, mientras lágrimas de sudor le llenaron los ojos. Lo admito, sí, pasé días alimentándola, deformándola…Pero repito, ¡Mi intención no era matarla! Solo quería hacer que aprendiera de su vicio. No era mi voluntad que su estómago se extendiera más allá de sus límites y su corazón se trastornara. 

Si tuve que matarlas, no me culpen a mí. Quise siempre permanecer puro, respetarme a mí mismo. Ellas, esas pobres chicas, por encima de todo amaban la repostería y los bollos de canela con azúcar glaseado. No me exijan que sea respetuoso con tal monstruosidad. La culpa es de la falsa publicidad de las cremas dentífricas y de los odontólogos carentes de escrúpulos. Pueden condenarme a la horca, pero mi boca permanecerá pura, jamás ninguna mujer me contaminó, presionando sus labios contra mi boca, buscando transmitirme con su lengua la pestilencia de su asquerosa placa microbiana.

Torre del Mar (Málaga), agosto de 2024

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