EL PECADO SEGÚN MI LECTURA

 Me llamo Matthew Rossweiger y os voy a contar una historia que seguro que os va a fascinar. La historia de cómo llegué a convertirme en lo que soy a causa de la falta de higiene bucal.

El hombre lee y escribe desde hace apenas tres mil años. La lengua hablada se tradujo a símbolos. Pictogramas, ideogramas, letras que representaban sonidos. Yo pertenezco a una cultura en la que las palabras se representaban con los sonidos que las letras transcriben. Nuestro Dios era un Dios del Alfabeto. Nadie podía comunicarse con Él si no mediante la simbolización de su discurso en la forma del alfabeto. La lectura en caracteres del alfabeto romano determinó el curso de nuestra civilización. Dios nos habló en la lengua sagrada transcrita en caracteres romanos. Todo lo romano impregnó su esencia divina, porque durante mucho tiempo nadie pudo comunicarse con Dios salvo a través de la lengua latina. Nadie que no conociera la lengua latina conocía los secretos de Dios.

Luego, algunos afirmaron que Dios se comunicaba con cualquiera en su lengua vernácula. Y que los textos sagrados que expresaban su palabra eran accesibles a todos, sin distinción, en su propia lengua materna. Cualquiera podía entender por fin el mensaje de Dios sin saber la lengua latina, en cuyos caracteres y vocabulario se cifró por primera vez el anuncio de la Salvación.

Nosotros, los pecadores, los lectores de obras impías, sentimos el regocijo de la liberación.

Dado que todos estamos condenados, nada importaba. Si el número de los elegidos está predeterminado desde el primer instante de la Creación, nada podemos hacer. Saber quiénes son los elegidos es nuestro verdadero problema. Nadie sabe hacia quién se inclina la Gracia. Todos somos igualmente pecadores ya condenados. No podemos conocer quiénes son sus elegidos, los hijos predilectos del Salvador. No hay pruebas que demuestren su decisión de salvar a unos y condenar a otros. Pero cada uno sabe leer, tiene su Sagrada Palabra y puede entenderla. Yo la entendí. Y las obras del hombre en este mundo corrompido no significan nada.

Y la entendí porque podía entenderla. Un código secreto entre los autores profanos de vanas ficciones me condujo hasta la verdadera interpretación de la Sagrada Palabra. Las obras profanas que yo elegí me eligieron a mí para ser el intérprete de mi propia salvación. No le debo a nadie mi salvación.

En la soledad más absoluta que podáis imaginaros, aislado de todo contacto humano, recluido durante largos días en el encierro de una pequeña biblioteca de la que sentía dueño absoluto, sin perro al que alimentar, deseaba con todas mis fuerzas salir al mundo abierto. Decían que el mar brillaba plateado en las horas de más calor de los días despejados. Yo no podía verlo, estaba siempre encerrado entre las cuatro paredes de mi pequeña biblioteca, que atesoraba las obras magnas en que la Humanidad había intentado expresar su confusión sobre la multitud de dioses y demonios que la aterraba.

Es cierto que yo soy culpable. Es cierto que me vi obligado a cometer actos contra la naturaleza y contra Dios y contra las leyes de los hombres. No quiero declararme inocente. Pero tampoco acepto un veredicto de culpabilidad. Tenéis que escuchar toda mi historia para llegar a entender cómo un simple lector de obras de ficción puede convertirse en un criminal sin conciencia, como pensáis que soy yo.

Pero afirmo que tengo conciencia y mi moral es intachable. Todos los actos que se me atribuyen son verdaderos. Yo soy su autor y nadie más es cómplice de estas aberraciones. Mis padres contribuyeron sin duda a mi formación, permitiéndome acceder a las lecturas que luego inspirarían lo que este tribunal considera delirios criminales. Pero ellos no son culpables. Yo elegí voluntariamente el camino de mi destrucción.

A mis trece años nadie podía prever lo que luego llegaría a suceder. Nadie es libre de elegir a sus héroes. Otros chicos de mi edad decoraban sus dormitorios con pósters de mujeres semidesnudas o con grandes fotografías de los grupos musicales que escuchaban o con la imagen de futbolistas en los que desearían llegar a convertirse. Yo era libre de tales prejuicios de un vulgo adolescente del que me separaba todo. Había logrado conseguir en una librería de saldo una copia del póster publicitario que anunciaba en la época de su estreno la película “Psicosis”. El rostro de Norman Bates, interpretado por un Anthony Perkins inspiradísimo, presidía como ídolo de un culto secreto mis nocturnos rituales de escritura, colocado delante del escritorio en el que con mi ordenador portátil pasaba largas horas emulando a mis maestros, acumulando páginas y páginas de soliloquios en forma de sueños, delirios y demencias, que tanto contribuían a apaciguar mi soledad, tan metálica y sólida como el casco de acero de un buque de guerra. Sólo que yo no navegaba, ningún viento de inspiración movía el inerte teclado del portátil con el que luchaba por encontrar la palabra justa.

Ni tenía amigos ni amigas. No salía casi nunca. Estaba aislado por completo del mundo. Me había acostumbrado a identificar y clasificar a los pocos seres humanos con los que podía encontrarme según el único criterio con el que me sentía capaz de validar su humanidad: el estado de su dentadura. Para eso necesitaba provocarles la risa. De esa manera, sin casi darme cuenta, tuve que volverme sociable, risueño e incluso llegué a ser capaz de contar chistes con la única finalidad de comprobar cómo, al abrirse la boca de mis interlocutores, podía disponer de una oportunidad mínima de observar el estado externo de su dentición.

Lo peor de todo fue cuando llegó el momento de mi pubertad. Todos los chicos a mi alrededor, brutos y pendencieros, buscaban chicas a las que invitar a salir de baile y cosas así. Todo era un verdadero caos, nadie parecía tener claros los criterios selectivos del emparejamiento. Gracias a mis lecturas y a mis maestros, yo sabía muy bien qué era lo que debía hacer. En el centro escolar en el que estaba recluido, la mayor parte del alumnado consumía ingentes cantidades de azúcares nocivos para la conservación de un buen estado de la dentición. Y, además, yo sabía que no dedicaban el tiempo suficiente a las prácticas regulares de una higiene bucal adecuada. Ni siquiera dedicaban el tiempo necesario a las tareas escolares cuyo cumplimiento escrupuloso tanto me obsesionaba a mí.

Yo dedicaba todo mi tiempo a perfeccionar mi escritura. Ya había escrito varios cuentos. Creo que eran historias bien contadas, casi perfectas. Pero sentía oscuramente que me faltaba siempre algo. Quizás el hecho de que todos mis personajes fueran hombres y ninguna mujer apareciera en mis historias podría considerarse un defecto. Inventé algunas historias con heroínas femeninas, pero no funcionaban. No sabía cómo caracterizar el personaje de una mujer. Fue entonces cuando por casualidad escuché en Youtube dos canciones de una música repugnante llamada «metal» o algo así. La banda que las interpretaba se llamaba «Rammstein» y sus canciones, «Das Modell» y «Stripped», me resultaron muy sugerentes. De las letras de esas canciones se desprende de una manera muy clara que la mujer es un ser demoníaco, destructivo. La desnudez y la belleza de una mujer son fuentes inequívocas del mal, una añagaza para destruir la Creación, a través del pecado de la lujuria. Y yo sabía que la lujuria se anunciaba a través de la boca.

Y yo sabía, según mis lecturas, que las mujeres de dientes cariados eran el signo del mal. Pude establecer rápidamente la correlación lógica. Probablemente hay algún pasaje en la obra de Lovecraft en el que el mal está designado por el reconocimiento de los dientes cariados. Puede que sea un pasaje apócrifo. Pero de lo que sí estoy seguro es de la condena de la lujuria en la «Divina Comedia» de Dante. Y en la Edad Media la caries y todas las enfermedades dentales debían ser una muy común causa de trasmisión de microbios. Los hombres besan bocas de mujeres con dientes cariados, y lo consideran normal, compartir esa pestilencia es el signo con el que reconocen lo que ellos llaman “amor”. Y las mujeres, creo que eran incluso todavía menos escrupulosas y exigentes. No les importa succionar saliva destilada entre dientes enfermos. No hay peor sensación para un hombre que verse obligado a sorber de boca de una mujer esta ambrosía endemoniada, origen de todos los pecados.

En los registros policiales se encontrarán bien documentadas mis acciones, confesadas abiertamente por mí mismo.

Mi primera víctima, Rose Mary Martins, era una compañera de clase. Chillona, vulgar, agresiva, una morena alta y delgada de dentadura perfecta pero inclinada a expeler groserías insoportables en una jerga inaceptable por su boca. Mi primera víctima no seguiría el patrón que los investigadores creen haber encontrado en las siguientes. Ésta murió porque su vocabulario era inapropiado. Las demás, sí, las demás, realmente no sé cómo decirlo, mostraban tal desdén hacia las normas de la higiene bucal que no podía controlar mis instintos cuando las veía abrir la boca. Rose Mary murió asfixiada cuando yo la obligué a comer decenas de páginas arrancadas de un diccionario. Dado que me consideraba ante todo un hombre de letras, no podía admitir tales ofensas a mi amada lengua. Mi primer asesinato fue sin duda el más perfecto, el que mejor se adapta a mis exigencias de perfección.

Las demás, por así decir, se siguieron de forma lógica. Porque si una boca está podrida de microorganismos sólo puede emitir mensajes igualmente podridos. Me volví materialista. En mi primer experimento, se me podría juzgar todavía como un joven idealista, pues daba más importancia al sentido y la intención de las palabras que a los órganos bucales que las contaminan.

Una de ellas, la recuerdo bien por un detalle lacerante, creo que fue la segunda víctima, Julie Barret, mascaba chicles de menta sin parar, incluso masticaba los repugnantes trozos de hamburguesa mientras tenía un chicle en la boca. Y al mismo tiempo podía sorber con una pajita un zumo vil de cafeína saturada de azúcar que llaman “Coca Cola”. A ésta le di el castigo que se correspondía con sus aficiones: mientras intentaba masticar una masa enorme y gomosa de chicles de menta, tras apretarle una cuerda en el cuello, le vertí en el gaznate lata tras lata varios litros de la inmunda “Coca Cola”, hasta el punto en el que al vomitar se le desgarró el esófago y debió de morir de hemorragia interna o tal vez de asfixia.

Si tuve que matarlas, no me culpen a mí. Quise siempre permanecer puro, respetarme a mí mismo. Ellas, esas pobres chicas, por encima de todo amaban la repostería y los bollos de canela con azúcar glaseado. No me exijan que sea respetuoso con tal monstruosidad. La culpa es de la falsa publicidad de las cremas dentífricas y de los odontólogos carentes de escrúpulos. Pueden condenarme a la horca, pero mi boca permanecerá pura, jamás ninguna mujer me contaminó, presionando sus labios contra mi boca, buscando transmitirme con su lengua la pestilencia de su asquerosa placa microbiana.

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