
Siempre supe que los libros me amarían. Pero tardé mucho tiempo en descubrirlo.
Encerrado largas horas en mi infancia, privado de juegos y amigos, ellos me ofrecían su compañía. No tenía que hacer ningún esfuerzo: alargaba la mano hacia el estante y cualquiera se ofrecía a mi pasión. Enrabietado por el castigo, los pisoteaba y no me arrepentía de hacerlo.
El castigo al que me sometían mis padres siempre era el mismo: me encerraban entre libros que bien sabían que odiaba. Nunca me sometí. Nunca abrí un libro. Los odiaba. Sólo me sentía feliz cuando inventaba alguna forma de destruirlos. Los libros eran el enemigo. No había nada en este mundo que odiara más que los libros.
Por qué llegué a odiar tanto los libros, no sé explicarlo. Su quietud, su silencio me resultaban opresivos.
El cuarto de castigo era la vieja biblioteca de mi abuelo, una habitación sobrecargada de historia, polvo y recuerdos de familia. Allí los libros de ediciones antiguas reinaban con todo su poder de seducción. Ediciones de poesía clásica griega y latina, libros de Historia, manuales de anatomía, enciclopedias del siglo XIX de doce volúmenes con mapas coloreados y láminas valiosísimas, historias de las religiones, obras de Geografía, manuales de etnología, colecciones de bolsillo de clásicos españoles, desde Garcilaso a Rubén Darío, etc.
No soportaba su olor a viejo, el polvo que desprendían me hacía estornudar. Los tocaba y me salían sarpullidos en la piel. Los libros me enfermaban. Les arrancaba páginas, los torturaba. Llegué a prender fuego para quemarlos. Mis padres me volvían a castigar y me encerraban entre más libros y yo los pisoteaba, rompía sus encuadernaciones y orinaba entre sus páginas. Nada me hacía sentir más placer que ver cómo la orina mojaba las viejas páginas de ediciones únicas después de prenderles fuego.
Pero cuanto más odiaba los libros, más atraído me sentía hacia ellos. No deseaba abrirlos, la lectura era la renuncia a la única libertad que conocía y amaba. Pero secretamente sabía que… no sé cómo decirlo, ellos, los libros, eran mis únicos compañeros en la soledad de mis castigos.
Intuí que su infinita soledad en la biblioteca de mi abuelo y mi propia soledad eran lo mismo. Ningún daño podría destruirlos. Y sabía también que mi destino era perpetuar esa soledad silenciosa en el silencio de la lectura. Todos esos libros me hablaban sólo a mí. Podría destruirlos, pero siempre una sola página abierta se dirigiría a mí y me mostraría un camino. Un soneto de Garcilaso, el mapa de Bosnia Herzegovina, el aparato reproductor de la mujer, la muerte de Calígula, los cisnes de Rubén Darío… todo un mundo se abría entre sus páginas para un niño nervioso y travieso.
Por eso ahora, pasados los años, sé muy bien que los libros, a los que tanto odié, me estaban esperando, porque, ellos, más sabios que yo, con tantos siglos de saber acumulado, tarde o temprano, me llamarían, me harían parte de sí mismos, me obligarían a ser uno con ellos y deseaban, en su recóndito aislamiento, que yo, el niño arrogante que odiaba los libros, les perteneciera para siempre.
Desde que conocí esta verdad, ya no deseo salir de la biblioteca. Cada libro que abro me susurra que debo leerlo hasta el final. Acaricio sus páginas y le prometo que seré fiel.
Torre del Mar, abril de 2024